La seorita Zande - (Segunda Parte)
Publicado en Jul 10, 2013
[Parte II]
Tal y como había dicho anteriormente, el calor en esa ciudad era realmente insoportable y en las calles no había un alma. Iba hablando solo y mantenía una verdadera charla, conmigo mismo. Me había prometido a mí mismo no regresar hasta encontrar a alguien, alguna persona solidaria dispuesta a ayudarme con la mudez de la señorita Zande. Pero eso parecía ser una fantasía, o por lo menos un deseo imposible de ser cumplido. De repente, a un costado de la calle por donde yo caminaba, se detuvo una camioneta oscura con todos los vidrios tan negros que no se alcanzaba a distinguir quién o quienes iban dentro. Instintivamente atiné a hacerme el distraído pero ahí mismo frené el paso y me dije: «¿acaso no es esto lo que buscaba?». En efecto, esa era una magnífica oportunidad para conseguir la tan deseada ayuda. «¿Y si en esa camioneta hay gente buena, dispuesta a dar una mano?», continué con mi pensamiento. «¿Por qué no?». Entonces hice un movimiento para encarar hacia la camioneta, pero en ese momento el vehículo aceleró. Yo me volví a frenar sorprendido, y la camioneta también frenó, pero esta vez un poco más cerca. «¿Estará intentando dejarme pasar?». Me dije. Para averiguarlo sólo debía hacer una cosa: avanzar nuevamente. Lo hice, y el vehículo también. Frené. Frenó. Me quedé quieto mirando fijo a la ventanilla que muy lentamente comenzaba a bajarse, pero no del todo. Al volante se encontraba un tipo que a decir verdad no me había caído nada bien, quizá porque su rostro tenía una expresión muy desagradable. Demasiado, para mi estómago. Su cabello chorreaba sudor que recorría por los costados de sus orejas y luego, por el cuello, sobresalían unas bolitas de mugre produciendo una imagen repugnante. Parecía que estaba en un sauna. Me calmé un poco cuando pude advertir que a su derecha iba sentada una mujer de cabello largo, claro, que tenía sus pies descalzos apoyados sobre el parabrisas, y estaba semidesnuda. Digo “semi” porque llevaba puesta una camisa blanca arremangada hasta los codos que además estaba abrochada pero solamente en sus dos últimos botones, a la altura de la cicatriz de lo que alguna vez fue su cordón umbilical. Ella no tenía encima otra cosa más que eso. Sólo esa camisa blanca. Fumaba, lo puedo recordar perfectamente porque yo ya no tenía más cigarrillos y deseaba fumar uno con mucha ansiedad. Qué vicio más asqueroso… Todo esto ocurrió en unos pocos segundos, hasta que el tipo, en un lenguaje muy vulgar, -es decir, bien callejero- se animó a asomar primero la nariz por la ventanilla y después toda la jeta, para preguntarme si necesitaba ayuda. «¿Tanto se me nota?», me pregunté. Pero eso poco me importó en ese instante, porque, al fin y al cabo ya había alguien que daba señales de vida en esa ciudad. De modo que respondí que sí, que necesitaba una mano, a lo que seguidamente él me invitó a subir por la parte trasera del vehículo. Yo sonreí, lo cual me costó un gran esfuerzo, y me dispuse a moverme –ahora más confiado– pero lo hice por el lado donde se encontraba sentada aquella mujer con la inocente esperanza de poder observar algo allí adentro y habiéndome olvidado totalmente de que los vidrios eran muy oscuros. ¡Y eso que los estaba viendo! Moví mi cabeza y subí por atrás. Confieso que ni bien subí, me di cuenta de que esa decisión había sido un error. Un grave y tonto error; pero asimismo también me pregunté si, del mismo modo, no había sido un grave y tonto error haber viajado hasta esa ciudad, para ver a la señorita Zande y tener que hacerme cargo, ahora ¡y qué yapa!, de su repentina mudez. Pero la respuesta seguía siendo la misma… La puerta estaba sin cerrojo «qué raro», pensé, pero bueno, y otra vez se imponía la misma respuesta: ¡ya estaba ahí! De golpe me sentí indefenso ante todo aquello que me rodeaba; ante esas dos personas que me parecían –y todavía lo sigo creyendo– completamente perdidas, en un mundo del cual si se los observaba detenidamente daba la impresión que iban al revés. Ahora yo podía decir con toda razón que tenía algo en común con la señorita Zande: su indefensión ante su mudez, o a la imposibilidad de hablar, y mi sensación ahí adentro en esa camioneta, parecían ser la misma cosa. Comenzaba a comprenderla un poco más… Me preguntaron mi nombre, pero lo hicieron de un modo tan extraño que me resistí a decírselos y en su lugar les dije un apodo. Ellos lo tomaron a bien porque les había parecido que esa actitud de mi parte demostraba una confianza, a por lo menos una cercanía, mucho más agradable que el mero hecho de escuchar algún nombre vulgar. «Yo me llamo Fabricio y ella es Vicky». Dijo él que enseguida rompió el hielo, agregando: «Cuando te vi caminando, me pareció que estabas hablando solo, amigo». «Sí. Te pareció bien. Suelo hacerlo, me ayuda». Respondí. «¿A qué». «Me ayuda a aclarar ideas», respondí nuevamente, con timidez. En ese instante pude observar una risa burlona en su rostro, quizá por eso me animé y le pregunté: «¿Vos nunca hablaste solo?». «No». «¿Y si, por ejemplo, estás solo en tu casa, no se te escapa un pensamiento en voz alta, aunque sea?». «Sí, pero eso no es hablar solo». «Es cierto, pero es un comienzo». Rápidamente me di cuenta de que el tipo no estaba dispuesto a darme la razón ni siquiera parcialmente. No aceptaba ningún argumento e incluso se había dispuesto a no dejar pasar esa instancia por alto, persiguiéndome con tenacidad como si quisiera aleccionarme respecto de ese asunto. «Yo cuando estoy solo en mi casa, por ejemplo, agarro el teléfono o incluso el celular y hablo con alguien. Aunque por lo general siempre me llaman a mí. ¡Jej! ¿Me entendés? Yo siempre hablo con una voz humana; con un ser humano. Nunca solo». A lo que insistí, pero para ver hasta dónde era capaz de llegar: «De acuerdo; pero yo soy un ser humano y por lo tanto también mi voz es humana». El tipo miraba por la ventanilla y resoplaba, creo yo, de la bronca, porque quizá pensaba que había perdido esa discusión y en tal caso si eso fue lo que realmente le sucedió, en mi opinión, estaba equivocado porque no se trataba de una competencia de palabras ni tampoco de ideas. Simplemente cada uno estaba exponiendo su punto de vista respecto de lo que se hace o no se hace cuando se está solo en cualquier parte. Sólo eso. ¿Por qué o para qué malgastar energía en tratar de imponer un modo de ser, diferente al de uno o al del otro? ¿Valía la pena, acaso, enojarse por eso? Todo esto me había servido para convencerme de que nada bueno podía provenir de esa camioneta con esa gente. De modo que, con una mano en el bolsillo, manteniendo una posición más bien agachada, allí adentro, agarrándome fuertemente del asiento del conductor, me mantenía alejado de ellos, esperando el momento para salir de ahí. Era como si quisiera escaparme y volver con la señorita Zande aunque no me hablase, puesto que eso ya no me parecía tan preocupante ahora; y al mismo tiempo –no sé por qué– rogaba para que la mujer interviniera e hiciera un comentario al menos aliviador para darle alguna justificación a mi presencia, o que le dijera algo al otro auque sea con la mirada, ¡qué se yo!, ¡algo! ¡Que hiciera algo! Pero nada. Nada de eso ocurría y encerrado allí, con todo el humo del cigarro que ella seguía fumando mientras se lo pasaba a él y éste a ella nuevamente y así una y otra vez, me empezó a ahogar de un modo extraño. Poco a poco sentía cómo me iba desvaneciendo, cómo mi cabeza se iba secando; cómo no me llegaba el aire y además del mencionado calor y el sudor, mi tez había empalidecido significativamente, exageradamente. Todo eso podía sentirlo como si estuviera viéndome a un espejo… Hasta que –según lo que luego me habían contado– sucedió algo que marcaría mi vida para siempre. Efectivamente: se produjo un ruidoso y sorpresivo desmayo...
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Guille Capece
hace varios largos dias dejé un Mensaje para vos, leelo ycontestame.
Dejame tu direccion electronica, que no la tengo.
La mia: guimarh05@hotmail.com
abrazo
Guillermo
Guille Capece
muy bueno; buenisimos los dos extraños personajes que introduciste; sabes contar muy bien (creo habertelo dicho antes.)
abrazo
Guillermo
Gustavo Milione
SIN ALIENTO ALGUNO ALA VIDa
Gustavo Milione