Emancipado 2
Publicado en Sep 01, 2013
AYER NO HICE NADA
Texto de Álex, escrito el 1 de septiembre. Ayer no hice nada. Bueno, hice de todo, pero al final, no hice nada. Fui un cobarde, lo sé. No hay excusa que valga. Me acobardé. Escribo este sentado en una mesa del café Iruña,, que supongo ha sido y es la versión pamplonesa del Novelty salmantino. Me ha parecido apropiado venir aquí para escribir este texto y desahogarme, ya que si inclino un poco la cabeza y miro a través de la amplia cristalera de la ventana puedo ver a lo lejos, difuso para los ojos pero indeleble en mi mente, el lugar donde ocurrió todo. No sé si es bueno o malo que justo el día siguiente vuelva a tener tan cerca el lugar, pero algo en mi subconsciente, en lo más profundo de mi ser, quería que viniera de nuevo aquí. Y es que ayer, mientras paseaba solitario n el refugio de la noche después de la copiosa cena, me encontré con algo que no había visto nunca. Era un matrimonio latino, seguramente sudamericano, en la yerma Carlos III nocturna, que estaban hablando. La mujer sostenía a su hijo en sus brazos, tendría unos dos o tres años como mucho. Ahora que lo pienso... ¿De verdad tenía que escribir que eran latinos? ¿Acaso eso justifica o da el más mínimo ápice de humanidad al hecho? Supongo que, al igual que el resto de la sociedad, no puedo escapar aunque quiera (y quiero) de esos prejuicios muchas veces sin fundamento que tenemos frente a todo aquello que nos resulta forastero. Cuando pasé junto a ellos, la mujer pedía que alguien llamara a la policía. Como me pareció que sonreía, y además creí ver en sus ojos un brillo de alegría, no le presté la menor atención y continué mi trayecto, pensando que era todo una broma. Pero, cuando avancé unos cincuenta o sesenta metros y estaba tras una fila de coches aparcados, escuché un grito de la mujer. Un grito de terror. Me giré por un acto reflejo, y entonces comprendí que el brillo de sus ojos no era de alegría, sino de pánico; eran lágrimas de humillación y sometimiento que llovían desde sus ojos color miel. Y fue cuando, a cincuenta o sesenta metros y protegido por una fila de coches aparcados, fue un triste espectador (quieto e inmóvil) de cómo el marido abofeteaba a la mujer, quien, pese a todo, se armó de la fuerza suficiente para no soltar a su hijo y que cayera de su regazo. Un escalofrío me recorrió la espalda. Durante unos segundos cuestioné si de verdad había ocurrido todo eso o solamente había sido un engaño de la imaginación, jugándome una sombría broma pesada. Un sueño. O, mejor dicho, una pesadilla. Un hombre de cuarenta años y noventa kilos de peso golpeando a su mujer en plena calle. Ella volvió a gritar y el hombre le azotó de nuevo, como si pensara que aquella mujer, ser humano como otro cualquiera, madre de su propio hijo allí presente, no fuera más que un mero animal de granja. Era aterrador. ¿Por qué lo hacía? El niño irrumpió en lloros, gritando "¡Mamá! ¡Mamá!" en una desesperada y desgarradora súplica. Y yo estaba quieto e inmóvil, a cincuenta o sesenta metros, detrás de una fila de coches aparcados, como un triste espectador de la escena. ¿Debía hacerme el héroe y entrar en la pelea para salvar a la mujer? No, el hombre tendría más fuerza que yo y, además, estaba completamente borracho por lo que no sentiría el menor dolor físico. Debía llamar a la policía pero no recordaba el número, mi mente estaba completamente en blanco por la brutalidad del acto. Saqué mi teléfono móvil para buscarlo en Internet, pero no aparecía. No era capaz de encontrarlo. "Maldita sea", pensaba, "tengo veinte años, nací en plena era del auge de las tecnologías y cuando hace falta de verdad no soy capaz de encontrar siquiera el teléfono de la policía". Me sentí estúpido e inútil. Me sentí un auténtico cobarde. Por suerte, aparecieron cinco jóvenes de mi edad más o menos que sí que intervinieron entrando en la pelea, apartando a la mujer y al niño del agresor. Supongo que el hombre necesita estar en grupo para actuar porque un animal solitario es una presa fácil. Sentí un cierto alivio pasajero, una falsa sensación de que todo estaba resuelto. Pero, cuando llegué a casa, me tumbé y pensé: "no he hecho nada por ella". ¿Por qué fui incapaz de hacer nada? ¿Por qué me acobardé? A lo largo del día fui capaz de gastar cincuenta euros en una comida sólo por no cocinar, gastarme otros tantos euros en cafés por la tarde y más dinero aún en una innecesaria cena, pero en cambio, a la hora de la verdad, no fui capaz siquiera de encontrar el número de la policía en mi teléfono móvil. Ayer hice de todo, pero, por más que lo pienso, no hice nada. Soy un miserable cobarde. No hice nada. * * * Tras escribir la última línea, Álex apoyó el bolígrafo sobre el papel con una denotada autoridad, orgulloso de su texto, que le había servido para evadirse de la imagen de lo ocurrido por un tiempo. Apuró unos últimos sorbos de café, y miró su reloj. Habían pasado ya las siete, así que era cuestión de tiempo que Marcos apareciera por allí. Hacía alguna semana que otra que no se veían, por lo que Álex le llamó aquella mañana para que cuando saliera de la oficina se vieran en aquel café. Y, hasta que viniera, aprovechó para ir a la barra, pedir otro café cortado y coger uno de los periódicos para leerlo tranquilamente en su mesa. Ojeó las noticias nacionales e internacionales, pero, como de costumbre, las que leyó más detenidamente eran las referentes a Navarra. -¿Ahora te las das de intelectual leyendo diarios en los bares? Álex levantó la vista del periódico; frente a él estaba Marcos Umbría, con su consumición ya en la mano y dispuesto a sentarse en la mesa. Álex se sonrió ante la gracia, y con un gesto ofreció a su amigo asiento. Marcos había sido un estudiante de Derecho al igual que Álex, sólo que tres años mayor (un mes antes había cumplido veinticuatro, y a Álex le llegaban los veintiuno en noviembre), por lo que mientras uno cursaba primero, el otro cursaba el cuarto y último año, durante el cual entablaron una amistad lo suficientemente cercana como para que perdurara después de que Marcos se marchara del campus. Recientemente se había dejado barba, lo que le otorgaba un vago reflejo de un Ernest Hemingay joven con pelo moreno, y lo que había propiciado una continua expansión de la broma "Marcos Umbría, el hombre que con la barba marcó su hombría". Desde que terminó la carrera hacía ya un año y tres meses, había conseguido un cómodo puesto de trabajo en una oficina del Ensanche. -¿Qué tal todo, Marcos? ¿Cómo han ido estas semanas? -No me quejo. Ya sabes, más trabajo del que pensaba que habría en un mes como agosto, pero en definitiva bastante bien. Sinceramente, prefiero no parar quieto y tener continuamente algo que hacer que estar mucho tiempo sin hacer nada, sin objetivos. -Sí, desde luego. Yo tampoco mucho que contar, la verdad. Estas semanas estuve con mis padres preparando mi año "de Rodríguez", sólo en casa. -¿Estás ya sólo por cierto? -Desde anteayer por la noche. Mis padres salieron con el Audi poco después de cenar. No sé si eran las mejores horas, pero, en fin, ellos lo quisieron. -¿Se fueron sólo con el Audi? ¿Te vas a quedar con el Hirondelle? La mente de Álex se evadió por un segundo. Pudo contestar a su amigo con una decidida jactancia que sí. El Freiheit Hirondelle era el coche que utilizaba su madre, pero que al irse, le habían dejado en Pamplona para que utilizara con la condición de que acarreara con sus gastos, ya que por ello le habían ingresado en la cuenta los ocho mil euros. Era un compacto alemán de unos cuatro metros y con cinco puertas que, aunque tenía ya doce años, a los ojos de Álex el blanco de su carrocería seguía brillando como el primer día. Y durante todo este año sería suyo. ¿Qué mayor símbolo de libertad que un vehículo con el que podría ir a cualquier lado cuando se le antojara? El auténtico privilegio no era el coche en sí, sino lo que otorgaba. Después de continuar otro rato más la conversación con temas intrascendentes, Álex sacó de su maletín negro el papel donde había escrito el texto. Se lo ofreció a Marcos, que lo recibió con interés, y comenzó a leerlo. Álex notaba por la forma de leer que su amigo estaba absorto en el texto. Observaba como sus ojos seguían la concatenación de palabras, intercalando alguna mirada incrédula hacia el autor del escrito. Al terminarlo, Marcos lo depositó con cauteloso cuidado sobre la mesa, y, con la mirada perdida pero a la vez clavada en Álex, permaneció unos segundos callado, como en un vahído. -¿Qué es esto, Álex? -Ayer, cuando paseaba a la noche, reencontré con lo que he contado ahí. Era el motivo por el que quería quedar contigo. Sabes que confío en ti para estas cosas, y por eso... Quería preguntarte qué opinabas al respecto. -Qué opino de qué. -De si actué bien o mal -ante ésto, Marcos suspiró. -Hombre, no me considero una persona capaz de sentenciar tu conducta. Pero, como opinión plenamente subjetiva... Creo que lo que hiciste fue normal. -¿Y eso qué significa? -preguntó Álex intrigado. -Que lo que hiciste es lo que hubiera hecho el noventa por ciento de la sociedad. -Pero con eso no me respondes de si está bien o mal. Sólo me dices que hice lo que cualquier hijo de vecino hubiera hecho. -No seas tan maniqueo. La respuesta no es tan clara. Es cierto que permaneciste quieto ahí, sin entrar a la pelea, pero también es cierto que intentaste llamar a la policía para que fueran a proteger a la mujer. -Y no lo logré. Hice: pretérito perfecto simple. Por tanto, acción acabada, no intentada. ¿Qué es lo que hice? Absolutamente nada. No acabé ninguna acción. Sólo la intenté. -¿Por qué te martirizas tanto? No le des tantas vueltas a la causa, piensa en el resultado. La mujer recibió ayuda, bien hubiera sido porque hubieses llamado a la policía, entrado en conflicto, o lo que sea, o por lo que efectivamente fue, por la aparición del grupo ese. La mujer y el niño estaban a salvo. -Eso tampoco lo sé, si te digo la verdad. Cuando apareció el grupo y vi que intervinieron confié en que ayudarían. Quiero decir, vi como les separaban. Supuse que llamarían ellos a la policía... y eso. Pero, ¿por qué no iban a hacerlo? ¿Por qué se metieron entonces en la pelea? No tiene sentido pensarlo. Que la mujer y el niño estaban a salvo es seguro. O eso quiero pensar. -Lo están, tranquilo. Y, respecto a ti, pusiste todos los medios que tenías a mano. No hiciste mal. Hiciste bien. -Gracias, Marcos. Y, durante una hora más, siguieron conversando. Eso sí, de temas menos profundos: cómo se les planteaba el año, la motivación que tenía Álex ante un nuevo curso académico que iba a empezar en apenas cinco días... Una agradable charla que entretuvo a los dos amigos. Cuando eran ya casi las nueve, se pusieron de pie, recogió Álex su maletín, y tras despedirse se encaminó cada uno dirección a su hogar. Álex se encontraba menos atormentado; el punto de vista de su amigo le había reconfortado. Lo suficiente como para darse cuenta, mientras abría la puerta de su casa, de que había venido silbando desde que salió del café.
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