Amor por el suelo derramado
Publicado en Oct 07, 2013
Supo que había estado antes en ese lugar cuando los recuerdos comenzaron a llegar a su mente como los disparos de una cámara fotográfica; el rastro borroso de sangre en la pared estremeció su memoria y de pronto toda la escena de aquel pasado, que estuvo enlatado en alguna parte de su mente por siglos, se proyectó ante sus ojos. Era el día de su coronación, no hablo de ser ensalzada como reina del carnaval ni tampoco de algún certamen de belleza, hablo de una coronación real en el sentido literal de la palabra. Un pueblo entero y hambriento la aclamaba como quien recibe gustoso el viento fresco tras un largo estío y ella correspondía de igual manera, con una vocación sublime de ser su madre, su protectora, el ángel custodio de cada uno de esos súbditos. Pero en el último instante algo torció el camino, hubiera sido un detalle tan irrelevante como el peso de una pluma, una tontería en otro contexto, pero no en ése donde el destino de una nación reposaba entre sus manos. Los ojos sarracenos asomaron entre la multitud congelando la escena en la que ella salía al palco a recibir la primera aclamación como soberana, de ahí en adelante no tuvo cabeza más que para pensar en aquella pasión que la radiaba de tiempo completo. Era una mujer de piel de nieve con bucles rubios de querubín, alta y dotada con unos pechos grandes que ella veía como símbolo de la maternidad que pretendía ejercer sobre su pueblo, ese propósito también se le borró de la mente; antes atenta y aguzada en los menesteres de la diplomacia y la guerra, descubrió que su carácter, que creía templado, tenía una fuga irreparable, conoció, más allá del amor, los efectos de una fogosidad devastadora. Se preguntaba cómo era posible que pudiera caminar en paños menores en medio de su ejército sin sentir la menor vergüenza y era incapaz de estar cerca de aquel hombre de apariencia salvaje y al mismo tiempo distinguido, ataviado con esas ropas extrañas que dejaban al descubierto su pecho quemado por el sol. El día que fueron presentados tuvo que fingir una altanería y prepotencia exacerbadas para disimular que el miedo la paralizaba y no delatar el amor que escurría sobre su cuello manifestado en líneas transparentes de sudor. Muy poco tiempo pudo, sin embargo, dominar sus apetitos, en cuanto supo que él la deseaba con el mismo impulso, ya no fue de sí, sino de él, absolutamente. Sus acciones, sus sueños, sus decisiones siempre buscarían complacerlo y privilegiarlo, tal vez esto no hubiera sido un problema de no haberse tratado de la soberana de un país con tanta riqueza y un ejército poderoso, que ella misma había creado antes de ser entronizada, pero las ambiciones sórdidas de toda su parentela no estaban dispuestas a concederle lugar a aquel amor que llamaron bárbaro Tuvieron que pasar meses antes de su primer contacto físico; debió acostumbrarse poco a poco a estar cerca de él y dominar esa excitación que le daba dolores de estómago y la ponía tartamuda, en una palabra embrutecida. Sentía un hueco enorme en medio del pecho y las lágrimas se le escapaban cuando pensaba en la angustia de verlo cerca y no poder compartir su intimidad. Odiaba que la creyera de temperamento glacial, cuando ella era una caldera, cuando decenas de hombres habían peleado por sus favores y sólo lograron ser vistos con indiferencia. Dejó de lado sus remembranzas y deslizó la yema de su dedo índice sobre la mancha de sangre, se preguntaba cómo es que había permanecido intacta por tanto tiempo. Tenía todas las preguntas y casi ninguna respuesta, sólo el recuerdo desvanecido en su memoria. Se sentó sobre una banca de piedra lustrosa y el caudal de imágenes se le vino encima; en ese mismo lugar compartió sus primeros y últimos besos con él; esa espiral que la llevó al pináculo del amor y al ocaso de su vida. Entonces, golpeando su cabeza se reveló el último fragmento de aquella noche, apaleando su moral como un rayo que abre la tierra desde sus entrañas. Se hizo presente la visión de ella misma todavía con su corona puesta y atravesada por la daga de su amante, ejecutada por su mano, en esos últimos instantes pensó que no era necesario destronarla de esa manera, ella le hubiera dado la silla de oro sólo con pedírselo, hubiera abdicado para convertirlo en el monarca del universo, no importa cuántas leyes tuviera que quebrar para lograrlo, pero esas disertaciones le sobraban. Lo único importante fue que pudo ver el fondo de sus ojos hasta su último respiro, esos benditos ojos que quinientos años después volvían a condenarla. Corrió entre los laberintos de piedra con su cámara fotográfica en mano, todo el material recién captado comprometía su integridad pero, más allá de la exclusiva que acababa de obtener, necesitaba observar de nuevo esa mirada que aparecía en sus sueños cada noche; no importa que ahora fuera líder de la guerrilla, siempre sería de ella, tanto como ella de él. Lo supo con certeza cuando él titubeó antes de quitar el seguro de la granada. La piedra demolida los sepultó dejando como único vestigio de ellos su amor por el suelo derramado.
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Laura V. Gmez