La transformacin
Publicado en Oct 08, 2013
Por aquellos días de la guerra, Marlo se preguntaba cómo decirle a Dante acerca de la naturaleza de ese sentimiento desmedido que lo poseía sin que este último pusiera en duda su recia virilidad; habían crecido juntos y combatido en esa contienda estúpida en la que estaba inmerso su país desde que ellos tenían veinticinco años. Eran de estatura similar y de singular hombría; sus cuerpos del tipo atlético estaban benditos con una envidiable genética, de modo que no sólo eran guapos sino muy masculinos, muy del molde de las películas de acción. Marlo medía un metro ochenta de estatura, su aspecto recordaba al líder de una tribu salvaje, con el pelo largo y la barba sin hacer por varios días; tenía labios carnosos y encendidos y un espléndido miembro que por suerte pude sentir muchos días entre mis piernas; sus ojos eran dos pozos de aceite de olivo y sus facciones cuadradas enmarcaban exageradamente su masculinidad. Dante no era muy distinto, tenía la misma estatura, pero la piel más clara y el pelo rubio; sus ojos de un azul inverosímil parecían los de un lobo; no albergaban ternura, no eran de cielo, eran los de un macho alfa. Alguna vez, cuando era adolescente, leí acerca del amor que no se atreve a decir su nombre, el amor entre iguales, pero no fue sino hasta mi vida adulta y después de acostarme con ambos que entendí ese concepto. Porque, no se equivocan, ellos se amaban, pero vayamos despacio, no les estoy contando la historia dulzona de un par de homosexuales o locas travestidas (a riesgo de parecer homofóbica) sino de dos masculinidades tremendas que, salvo que una se rindiera, jamás podrían estar cercanas, por lo menos no físicamente. Muchos años me llevó entenderlo, años y vinagre porque estaba narcotizada de amor por Marlo; él me lleva por diez años y su presencia fue un dardo envenenado para mi corazón desde el primer encuentro. Asistía su campamento como voluntaria en medio del conflicto, me sentía muy heroica vestida de enfermera, además era muy puritana pero sacarme los calzones con ese hombre fue lo más fácil de mundo, el deseo de fornicar con él me atizaba todo el tiempo y aparte de ser un hombre recio era un caballero, tenía los modales de un dandi y en su presencia cualquier mujer estaba desarmada. De ser la practicante rubiecita, tierna y menuda que llegó al cuartel, me convertí con el paso de los años en una réplica femenina de Marlo. Era tanta mi admiración por él que me mimeticé con su físico. No lo logré en un año ni dos; fueron diez años de muchos rigores hasta que logré ser su versión en hembra; mi atractivo físico se incrementó exponencialmente y después de eso tuve tantos admiradores como no los han tenido tres generaciones juntas de mujeres de mi familia. Se los contaré despacio, esos diez años que duró la maldita guerra yo iba y venía del campamento, volvía a mi país para darme cuenta de que en el mundo civilizado podían hacerse muchas cosas antes increíbles, pero empecé por lo más simple; cambié el color de mi cabello de manera permanente y el rubio se tornó en caoba tan intenso que en las noches parecía ébano, luego me deshice del azul triste de mis ojos y gracias a unas lentes intraoculares los teñí del mismo color oliva de los de mi amado. Incrementé diez centímetros de mi estatura sometiéndome, porque esa es la forma más correcta de decirlo: someter, a una cirugía de locos que suelen practicarse algunas aspirantes a modelos, en la que me rompieron los huesos de las piernas para luego estirarlos, a decir verdad fueron cuatro intervenciones que me hicieron ganar 2.5 centímetros por cada una. No quería más mi cuerpo de sirena sino uno larguísimo y atlético como el de Marlo. Lo del gimnasio vino casi al final. Obtuve mi musculatura de la misma forma que él y Dante: montando a caballo, nadando de lado a lado del río que nos separaba del enemigo, trozando madera con un cuchillo rústico, atando sogas, haciendo nudos, saltando obstáculos, acarreando cadáveres, cavando fosas, curtiéndome con el sol y endureciéndome con la guerra maldita. Llegó un punto en mi vida en que ya no pude reconocerme, lo único perdurable era y ha sido siempre mi amor por Marlo. Todo el mundo en la barraca nos asociaba espontáneamente, fui su concubina, amante y camarada durante mucho tiempo, pero ni siquiera mi cercanía constante podía atenuar esa nostalgia que se bebía en su ojos y que llevaba consigo también a la hora de habitar bajo las cobijas, estaba dentro de mí y a la vez su corazón lejano haciendo guardia en la puerta opuesta a lo que llamábamos nuestra alcoba, en esa puerta moraba Dante. Dante y su forma ruidosa de comer y su desfile de putas saltando con él en su viejo y agujerado colchón, Dante y su amor por la guerra, sus ganas de preservar su semilla, su desparpajo para pedir un beso o un revolcón, pero sobre todo Dante y su amor soterrado y tosco por Marlo. Esa emoción lo ahogaba y de alguna manera me sentí unida a él cuando lo observaba, furtivamente, y alcanzaba a leer en su ojeada una contemplación tan parecida a la que se desbordaba de mis ojos por la misma causa. Dante soportó lo más que pudo y finalmente asfixió conmigo sus ganas de él. Todo pasó en un santiamén, eran los últimos días de la guerra maldita, Marlo ya me había dicho en todas las formas posibles que me amaba como se amaba a sí mismo, pero nunca como amaba a Dante; yo era su continuidad y él su extinción. Había decidido marcharse de ese país a otra latitud donde su vida fuera más bondadosa y pudiera curarse de su desamor crónico. Soporté su huída con un dolor puntiagudo que me quitaba el aire, pero Dante enloqueció y creyó que violándome encontraría sosiego, en medio del abuso yo le permití hacer y, lo confieso, tomé una inesperada venganza contra mi amado adueñándome de todo ese ardor contenido que era para él, para su gozo y alegría; yo me lo bebí y hubo un momento en que lo disfruté con exceso y perversión; hacía mucho que había perdido la inocencia; ahora también me abandonaba la ingenuidad. Dante y yo pasamos días inmersos en ese sopor del sexo rudo y a todas horas y Marlo presente entre nosotros de una manera enferma porque yo llamaba al rubio por su nombre al tiempo que lo presionaba con rigor para que liberara su lengua y me gritara igual: Marlo, Marlo, Marlo, nuestros alaridos al unísono rasguñaban con saña el silencio de la noche y así duramos semanas, incluso todavía dos meses posguerra, bebiendo como locos y practicando el tiro al blanco con las botellas vacías, hasta que me di cuenta del embarazo y me enteré que eran dos pasajeros, no sólo uno. Fue un día después del alumbramiento cuando sucedió lo inesperado, los clones de Dante dormitaban en su cuna de madera hecha por las manos de su propio padre, eran perfectos, nacieron sin una sola mancha o arruga y heredaron nuestros ojos azules en una tonalidad que parecía pintarse de melancolía. No hay que pensar mucho para deducir que los llamamos Marlo y Dante, con la diferencia de que entre ellos sólo sería posible el amor filial. Significó un impacto tremendo verlo entrar por la reja tapizada de flores blancas. Nuestra casa era vieja pero encantadora: madera rústica por doquier, pisos de piedra y una chimenea que no me gustaba mucho porque traía a mi mente los tiempos de la maldita guerra, cuando nos sentábamos alrededor del fuego a llorar las pérdidas del día. No soporté verlo de esa manera, de hecho lo odié, odié su apariencia de mujer, no sé cómo pudo ser posible, no era un travesti, tampoco un saco de cirugías ridículas, implantes y ablaciones, era una mujer real por todo lo largo y ancho de su cuerpo, desde el origen hasta la superficie; Marlo era ella, sus ojos habían perdido la expresión animal y ahora resultaban tan cristalinos e inocentes; lo único que se leía en ellos era la palabra amor. Quiso abrazarme, pero me negué, jamás podría soportar su tacto de nuevo; tampoco permití que tocara a los gemelos, lo único que le dejé llevarse fue lo que por derecho siempre fue suyo, Dante lo hubiera reconocido hasta en el infierno. Se fueron de la mano mientras el sol de la tarde atravesaba el cristal iluminando el rostro de nuestros hijos.
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