Hablar es barato - captulo 6
Publicado en Oct 19, 2013
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Me sentía extraño ahí y en especial que en el restaurante de Francisco, por culpa de la tristeza, parecía que el tiempo se detenía. Pero, como dije, solamente en el restaurante; cuando salía las horas volaban como segundos. Un día no soporté más los insultos y el maltrato de Francisco: «Usted es un hombre insoportable, uno no sabe si lo que dice es en serio o no. ¡Váyase a la mierda!», le grité y renuncié sin dudarlo. Llegó el verano a Ossining y, sin trabajo, comencé a preguntar por todas partes, en todos los negocios, si necesitaban a alguien. En todos los casos la respuesta era la misma: «No muchacho. En verano no hay trabajo». Caminé por la avenida principal del pueblo hasta que de pronto un tipo que iba en una camioneta y que había conocido de casualidad (¿de casualidad?) en el restaurante de Francisco, me dijo al pasar: «¿Qué hacés vos por acá a esta hora?». Era Tony Leme. Yo lo miré y sonreí levantando los hombros. «¿Te echó el loco», preguntó. “El loco”, me dije, hasta ese entonces nunca había conocido a alguien cuyo apodo le quedase tan bien. «No. No me echó. Me fui yo», respondí. «Es lo mismo; vení subí», dijo, con una sonrisa extraña y abrió la puerta de la camioneta. Enseguida le conté mi situación y dejé bien en claro que necesitaba trabajar. «¿Vos querés trabajar?», insistió con sus preguntas. «Sí. Estoy dispuesto», respondí seguro. Sin embargo, al bajar la ventanilla del vehículo, comencé a sentir la fría brisa de la mañana y me di cuenta de que había olvidado una campera deportiva que me había prestado mi amigo William. No dudé en pedirle a Tony que regresara al restaurante, pero éste fue tajante: «¿Te hace falta?», «Sí», le dije, «¿Y encima es de un amigo?», insistió, «Sí». «Entonces ¿Por qué no la cuidaste? ¡Olvidáte! Ya te la robaron». «¡Pero es de mi amigo!», respondí otra vez, con énfasis. «Tenés que aprender a perder; y tu amigo también. Las costumbres cambian según dónde se vive. En Argentina, esa la campera nunca hubiese existido, por lo cara que sería. Y de haberla obtenido, te la hubiesen robado en la misma calle. Pero acá también roban, ¿o te pensás que estás en el paraíso?», dijo Tony. Llegamos a su casa y fuimos directo a un sótano, una especie de habitación enorme, vacía, con una mesa larga y una ventana con doble vidrio que daba a la entrada de esa mansión. «¿Qué lugar es este?», dije en voz alta. Él se había metido en el baño y aspiraba y exhalaba con fuerza –eso podía oírlo claramente desde donde estaba, y creo que hasta desde la calle también–. «Me siento perdido acá», agregué. «¡Ya salgo, ya salgo!; dame un minuto», exclamó como si él fuese el invitado. Quince minutos más tarde, ¡por fin!, salió del baño y en su desconcierto, como no encontraba ninguna excusa, empezó a hablar y a decir un discurso casi filosófico sobre una serie de estupideces que no tenían sentido. Todo era incoherente. Se tocaba la nariz y no dejaba de hablar ni para respirar. Transpiraba mucho y caminaba como si estuviera dando pasos de danza. En definitiva, ¡era un verdadero monseur! Yo no sabía si estaba ante un millonario desequilibrado o ante un delirante con la lengua muy larga; lo cierto fue que al rato yo también me estaba tocando la nariz y me sentía casi tan glamoroso como él. Pero no lo era. «¿No te molesto?», pregunté de la nada. «¿Cómo me vas a molestar?», dijo. Entonces agregué: «¿Sos porteño vos, no?», «Se nota mucho, ¿no? A vos también», me dijo, y antes de que yo dijera algo volvió a preguntar: «¿Por qué, o mejor dicho, para qué viniste?»; «¡Bah!, no vale la pena hablar de eso ahora», respondí haciendo un movimiento molesto con el brazo, mientras lo miraba sumiso como pidiéndole disculpas por lo que no le contaba. «Mirá, sea como sea, siempre te va a convenir estudiar algo. Vos sos joven todavía. Además, si estudias acá en Nueva York, se te abre un mundo de posibilidades casi infinito» «Sí, es probable», dije. «Pero no tengo un mango ni para comer. Es cierto que el estudio siempre abre puertas; y sé de mucha gente que trabaja de día y estudia de noche, e incluso llegaron a recibirse de ingenieros o abogados y más lejos también. Pero no te voy mentir, para eso hace falta ganas, perseverancia, y yo no tengo nada de eso. Para colmo, nunca fui un alumno bueno; más bien siempre fui un tremendo vago. Y por si todo esto fuera poco, ¡yo no hablo inglés todavía! ¿Qué querés que estudie?». «¡Precisamente che! Estudia inglés. Eso es lo que tenés que estudiar, sino, es decir, sino te da la cabeza para aprender el idioma, acá estás muerto», dijo Tony dándome una palmadita en el hombro. «No debería ser así», reclamé irritado y con cierta vergüenza. Había perdido la sensación de estar en casa ajena, en otro pueblo desconocido, de tan cómodo y como si estuviera en mi propia casa, (en efecto, siempre me sentía más a gusto en casa de otros); sin embargo estaba ahí, en el sótano de la casa de Tony. Me quedé callado, pero pensativo, y de pronto se me ocurrió algo que más tarde descubrí que era insólito: «¿Hay alguna ley que proteja los derechos del inmigrante acá?», pregunté con total inocencia y desconocimiento. «¿Qué? ¡Ajajá! Che pero, es increíble que en este estado me hagas reír tanto. Jamás, ¡ja!¡ja!, juro que jamás alguien pudo lograrlo, lo admito, ¡ja!¡ja!, lo admito». Entonces, ya casi en puntas de pie, Tony abrió una puerta que daba a un jardín oscuro cuyo césped estaba cuidadosamente cortado, esquivando todo cuanto había en su camino con hábil serpenteo y, cuando salió a respirar algo de aire fresco se lo vio un poco más calmo, e incluso me invitó a que también saliera con un gesto de la mano casi patronal, pero al mismo tiempo indicándome que hiciera silencio, despreocupado.
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Guillermo Capece
Gustavo Milione