LA REVISTA
Publicado en Oct 27, 2013
L a R e v i s t a
María Esther. . . Cuarenta y dos años de dura vida. Siete hijos. Siete momentos trágicos. Dolientes. Siete amores frustrados. Siete ilusiones. Ella cosa para la calle. Al principio, de joven, trabajó de sirvienta en casas de familia. Pero luego, al comenzar a llegar los hijos, al empezar a complicársele la vida, y cuando ya no consiguió a nadie para que se los cuidase mientras ella trabajaba, comenzó a coses. Nada de lujo. Ni de calidad. Cosas sencillas: faldas, blusas, vestidos de trabajo para gente humilde y pobre de su barrio. Sin pretenciones. Solo para vivir y para sacar adelante a sus siete ilusiones. Una amiga le enseñó lo básico del oficio y la ayudó para comprarse una máquina usada. Y así había sido su vida. Lucha incanzable. Penas. Sacrificios y privaciones. Ahora, ya mujer madura, maltratada y acabada físicamente, vive en paz. Sin pensar en el amor. Ni en los hombres.¡Amor¡ ¡Que de ilusiones y de sueños en su nombre¡ ¡Que de esperanzas fallidas¡ ¡Que de decepciones¡ Y de los hombres ya aprendió a prescindir. Ya no busca uno que la represente. Ni para que la ayude a criar a sus hijos. ¡Ya no¡ Ya sabe que sola se basta. Que sola puede. Que si puede. Esa noche, como todas antes de acostarse recorre el pequeño apartamento que desde hace diez años ocupa en El Silencio, pasando revista a todos sus hijos, cerciorándose de que ya están todos en casa, acostados y bien arropados. De que los uniformes de los colegiales están preparados, listos para el día siguiente. De que la braga de obrero de Ramón está limpia y dispuesta para otro día de dura labor. Y que la cama de Isabel está pronta para cuando esta llegue cansada de su diaria faena. Y mientras recorre los cuartos, recuerda. Hoy está en uno de esos días. Añorante. Reminiscente. Evocadora. Así llega a la mínima habitación que por medio de una división de cartón piedra le ha preparado a su hija Isabel en su propio cuarto, el mas grande del apartamento. Isabel, su orgullo. La enfermera graduada. La profesional. En estos momentos está cumpliendo una guardia nocturna en el Hospital Universitario, donde trabaja desde que finalizó sus estudios. Llegará después del amanecer y dormirá toda la mañana, para recuperarse. Isabelita, su hija mayor. Alta, delgada, elegante, atractiva. Resultado de su primer amor. Ella tenía solamente quince años. El, veintidós. Era el hijo de la casa. El hijo de sus primeros patrones. Alto, blanco, elegante y muy apuesto. Igual que su hija, hoy. ¡Muy apuesto¡ Un príncipe, pensaba ella. Llegó un día poco después después de comenzar ella a trabajar en casa de sus padres, a pasar las vacaciones escolares, pues estudiaba leyes en la capital. Y en cuanto la vio, sus ojos relampaguearon de deseo. La asedió. La persiguió. La acosó constantemente. Y ella, deslumbrada, creyendo aún en los cuentos de hadas, poca resistencia pudo oponer a sus deseos. Inevitablemente se le entregó. Fueron dos meses de locura, de pasión desenfrenada. Noche a noche sigilosamente se colaba dentro de su habitación y la poseía una y otra vez. Sus padres no se dieron cuenta de nada. Y poco después, muy poco tiempo después llegó el momento de su partida. Tenía que regresar a la capital. Ella desconsolada lo vio marchar. Y dos meses después, al notar la falta de su período, supo que estaba embarazada. Le escribió varias cartas que el no respondió. Nunca mas volvió a verlo. Ni a saber nada de el. Y cuando su patrona se percató de lo que pasaba, a gritos de “desvergonzada” y “mujerzuela” la despidió. Cinco meses después nació Isabel. Su Isabel. Su querida, bella e inteligente Isabel. Al salir del cuarto de su hija mayor, María Esther entró en el de al lado, en el pequeño dormitorio, casi un cubículo en donde dormían sus dos hijos varones. En una de las camas estaba Ramón, que dormido profundamente, roncaba boca arriba, descubierto y con el pecho desnudo. Dormía siempre así. Despatarrado sobre la cama. Inquieto. Nervioso. Ramón, su segundo hijo. Un corpachón peludo y fuerte. Pero no muy inteligente. Así había sido Juan Ramón su padre. El camionero que la había recogido y la había llevado desde San Cristóbal, su ciudad natal hasta Caracas, cuando ya desesperada por no encontrar trabajo en donde la aceptaran con su niña, fue contratada por un matrimonio capitalino que vacacionaba en la ciudad andina, con la condición de que llegara por sus propios medios a la ciudad. A Juan Ramón lo había conocido poco antes. Y enamorado como era, le había ofrecido “villas y castillos” para conseguirla. Ofreció llevarla a la capital, reconocerle la criatura, casarse con ella y encargarse de su futuro. ¡Todo lo que ella pudiera desear¡ Pero la realidad fue muy otra. Su pasión y sus buenas intenciones solo duraron hasta que se enteró de que estaba de nuevo embarazada. Después de eso lo vio muy poco. Al quedar de nuevo sola y desamparada, acudió a una amiga reciente para ver si la podía ayudar. Pero el aborto era muy caro y peligroso, realizado por unas personas irresponsables y desaseadas. Y ella tuvo mucho miedo, pensando en su Isabelita, en lo sola que quedaría si a ella le llegaba a pasar algo. Así que acudió a hablar con su patrona, confiándoselo todo. Esta, molesta, le permitió que siguiera trabajando hasta el momento del parto. Pero luego, no. ¡No con dos hijos¡ ¡Imposible¡ Y de esta forma, tras haber nacido Ramón se vio de nuevo sola y sin trabajo. Pero logró salir adelante. Y ahora, veintitrés años después, Ramón trabajaba con tesón pero sin mucha inteligencia como obrero de la construcción, ayudándola en lo que podía en el sostenimiento del hogar. Al volverse hacia el otro lado María Esther vio en la otra cama a Jesús Enrique que dormía plácidamente. ¡Su dulce y tranquilo Jesús Enrique¡ Dieciséis años, magnífico estudiante de bachillerato, ya pronto a graduarse. Delgado, de rostro fino y expresión inteligente y alerta. Buen hijo, buen hermano, buen alumno. ¡El mejor de todos sus hijos¡ El mas colaborador. El mas amoroso. Al verlo, veía claramente en su memoria a su padre, el doctor Francisco, como ella siempre lo llamó. Su verdadero amor. Su único y verdadero amor. A poco de nacer Ramón consiguió empleo como sirvienta en una pensión para estudiantes cerca de la plaza La Candelaria. Era un trabajo fuerte y agotador. Pero el sueldo le permitía alquilar una pequeña habitación y pagar a una vecina para que le cuidara los niños mientras ella trabajaba. Allí luchó por mas de seis años, haciendo de todo. Lavaba, planchaba, cocinaba, acompañaba a la patrona a realizar las compras en el mercado cercano, hacía la limpieza y arreglaba los cuartos de los pensionistas. . . pero vivía. Y sus hijos crecían. Ya Isabelita asistía a la escuela y desde el primer momento se demostró inteligente y vivaz. Y Ramón. . . bueno, Ramón siempre fue igual. Pendenciero. Problemático. Pero, igual, con la ayuda de Dios, salieron adelante. Cuando ya tenía seis años trabajando en la pensión llegó Francisco. Estudiaba el último año de medicina y era un joven serio, de veintiocho años, tranquilo, estudioso y formal. En cuanto se conocieron, se enamoraron. Los dos. Desde el primer momento. Irremediablemente. Fue el amor de sus vidas. Se amaban intensamente. En todas partes. En su habitación. En el cine, a donde la llevaba a menudo. En hoteles baratos. Disfrutaban segundo a segundo el tiempo que podían pasar juntos. Pero nunca le prometió nada. Nunca le ofreció nada. Al graduarse tenía que volver a su tierra. Allí tenía novia. Un compromiso viejo. Serio. Había dado su palabra y el no era hombre de faltar a esta, de quedar mal. Pero, se amaron. ¡Cómo se amaron¡ Poco antes de su partida ella se dio cuenta de que estaba de nuevo embarazada. Pero no le dijo nada. Guardó silencio. No quiso perturbarlo. Sabía que bastante sufría ya por tener que abandonarla. Así que calló. Y meses después de su partida nació Jesús Enrique. Su mejor hijo. El hijo de su gran amor. Tras besar amorosamente la frente de su hijo dormido, María Esther salió cerrando suavemente la puerta de la habitación y así llegó a la pequeña sala en donde, en su sofá y en una camita que noche a noche preparaba, dormían Marianela y Gustavo, sus mellizos, los hijos que había tenido con Evaristo, su marido. El hombre bueno, honesto y trabajador con quien se había casado años después del nacimiento de Jesús Enrique, y que había fallecido en un accidente de trabajo cuando los niños tenían solo dos años de edad. Pero a pesar de todo ella tenía que agradecer a Dios por haberla ayudado a salir adelante. Desde el nacimiento de Jesús Enrique había comenzado a coser y con su trabajo, poco a poco había logrado levantar su familia. Ahora Isabelita ya estaba graduada de Enfermera y tenía un buen trabajo en el Hospital. Ramón, aunque no había querido estudiar mas allá de la primaria, era buen trabajador infatigable y ayudaba con los gastos de la casa. Y Jesús Enrique y los mellizos estudiaban con mucha aplicación. El quería ser médico, y los pequeños, con sus ocho años, estaban cursando ya el tercer grado de primaria y eran además de muy parecidos entre si, muy semejantes a su padre Evaristo, andino merideño de piel muy blanca, ojos verdes y cabellos castaño claro. Si, pensó María Esther. Así eran todos sus hijos. Todos ellos y cada uno, un mundo en si y un pedazo de su vida. Y ella los amaba a todos profundamente. Luego de finalizar su acostumbrada “revista” nocturna, María Esther se dirigió a la minúscula cocina y se preparó un “guayoyito” que al contrario de lo que pensaba mucha gente, a ella la ayudaba a dormir bien. Y mientras lo tomaba, pensaba en su vida, en su futuro y en el futuro de sus hijos. Ya nunca pensaba en el amor. Pero si extrañaba la compañía, el apoyo y el cariño que un buen hombre le podría brindar. Y allí estaba José. El mejor amigo de Evaristo. El compadre José, padrino de los mellizos. Desde hacía mucho tiempo la estaba pretendiendo. De forma discreta, sutil. Paciente. Siempre había estado a su lado. Desde el fallecimiento de Evaristo no los había desamparado jamás. Generoso, amable. Sin exigir nunca nada. Pero demostrando constantemente su amor, su cariño, su perseverancia. Era un hombre ya sesentón, calvo y muy moreno, casi negro. Pero con el alma y el corazón mas grandes del mundo. Y la quería bien. Por muchos años se lo había demostrado. Pero, aún así, ella dudaba. A veces sentía deseos de aceptarlo. En noches como esta, cuando la soledad amenazaba derrumbarla. Para escapar de ella. Para descansar en su amor, en su ternura. Para compartir la vejez. Pero, no terminaba de decidirse. Y continuaba dudando, sabiendo que así como estaban las cosas, siempre lo tendría a su lado. Generoso. Amable. Bueno. Tres días después, extrañando la diaria visita del compadre José, María Esther se dirigió hacia su pequeña habitación de soltero, en el edificio vecino, para averiguar la causa de su ausencia. Y allí, al llegar, se enteró por los vecinos. La noche anterior José había sufrido un infarto y había fallecido camino al hospital. Atontada por la noticia, María Esther se dejó caer en una silla de la humilde habitación y estalló en amargos sollozos. Ahora si que había quedado completamente sola. Sola con sus hijos. Con sus obligaciones y sus responsabilidades. Con su trabajo. Pero terriblemente, desesperadamente sola. Mérida Abril 1991 &&&
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