El agudo sonido de los violines lo acompañaba, le lloraban a ella. La melancolía lo embriagaba todo. Él, abrazándola con fuerza no dejaba de llorar en silencio. Bella, su hermosa y blanca cara, sus senos grandes y suaves, su esbelta figura. Toda, bañada en sangre, el charco de sangre se extendía a donde alcanzaba la vista. Ella, inerte, la podía mover con un muñeco de trapo.
Perdón, amor mío. Le dijo.
Le dio un último beso y le dijo: Tuviste el valor que yo nunca tuve. Por eso siempre te voy a querer, cuídate amor mío. Descansa.
La nieve empezaba a caer alrededor de ellos, se mezclaba con la sangre. Le recordaba lo solo que se había quedado. Y aún así todo era hermoso, como caía la nieve, como caía cada copo, como musicalmente coordinado, caían agudos y fuertes, pero bailando, se coordinaban en la inmensidad de la soledad siguiendo un ritmo hermoso.
La sangre fluía lentamente de sus brazos, la poca que quedaba se marchaba de ella con desgana.
Su belleza, aún latía. Aún era deseable, aún muerta, aún su belleza estaba cálida en ella. Amaba su larga cabellera, se la llevo a la nariz y aspiró lo más profundo que pudo, queriendo llevar consigo lo que quedará de perfume de ella.
La nieve lo empezaba a cubrir, pero no se movería, se quedaría allí, moriría de frío, abrazado a ella. Cerró los ojos y sintió como se hundía en sí mismo, dejaba de sentir el frío, no sentía más el cuerpo de ella sobre sus piernas, no sentía los copos de nieve cayendo en él, ya no sentía la humedad de la sangre. Se iba, se perdía en la inmensa oscuridad.
Oscuridad, reinante paz y el piano empezaba a tocar. Por fin se podría marchar.