Iniciacin
Publicado en Feb 08, 2014
En ese momento cerraron la puerta atrás de mí.
Y esa mujer sonriente y desnuda se echó en la cama, abriendo sus piernas delicadamente e invitándome a entrar. Yo aun estaba en shock. La miraba como quien mira un cartel en la calle. Y no quería tampoco penetrarla. No quería nada de ella. De esa. De aquella. “No es mas que una cosa” me repetía la voz en mi cabeza. “no es una persona” Pero no me podía disociar. No tenía esa cara como para ir hacia ella y tomarla como si ella fuera una cosa. O como si yo fuera un animal en celo, o un puto sicópata. Ella no hablaba. Tampoco parecía que estuviera del todo ahí. Parecía una muñeca de cera que, solamente por algún acto mágico, podía respirar y moverse, adiestrada para simplemente ser una muñeca de carne en todo este show, y se mantenía ahí, solícita, con las piernas abiertas, acariciándose como queriendo incitarme a que la violara. Pero sus actos eran mecánicos, aprendidos en el rigor del trabajo que mantenía. Como un perro amaestrado. Y yo no podía mantenerme más en el juego. No podía. No quería. No era que no tuviera ganas. Con una mujer como esa, cualquier otro (imagino yo) ni siquiera lo hubiera dudado. Pero yo no lo estaba dudando. Estaba en shock. No quería penetrarla, así de simple. Y no porque no fuera bonita, que ciertamente lo era, ni porque no fuera deseable, que también lo era, simplemente estaba yo, ahí, de pie, mirando como a un escaparate algo que, pudiendo tener, debiendo tener, no quería tener. Eso duró una eternidad. Una eternidad de silencio y miradas. Yo no le quitaba los ojos de encima, porque era hermosa como solo lo pueden ser los ángeles, y ella no hacía más que tocarse e insinuárseme, sin invitarme verbalmente a lo que se supone debía hacer con ella. La puerta se abrió. - Le esperan en el salón. – me dijo la voz de un hombre que no era el que me guiara a la pieza. Cuando me dirigí a la puerta no podía ocultar mi erección. Pero era como si esa parte de mi cuerpo estuviera aparte del resto de mí mismo. Como si me hubiera partido en dos, y mi parte animal simplemente estuviera ahora supeditada a mi razón, y no al revés. No sé cuanto habré durado en esa habitación con esa esclava sexual. Pero cuando me volví a cerrar la puerta la pude ver sentada y desnuda en la orilla de la cama, con una mirada hacia mí que parecía decir “gracias”, no pude entender aquello de otra manera que una triste alegría y sometimiento al destino. Me fui de allí sin ganas, sabiendo que, quien fuera el siguiente en estar en mi lugar esa noche, no tendría con ella ni el más mínimo ápice de humanidad.
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La Condesa