Salí a pasear temprano esa mañana, como ya era costumbre, con la ilusión de que algún suceso emocionante me raptase si quiera por un segundo de mi tediosa vida, pero, como también ya era costumbre, todo siguió igual. Las mismas parejas besándose en el parque, los mismos ancianos calmos dando de comer a las palomas, sabiendo que poco de vida les queda, viviendo en un mundo sordo y tranquilo (¡Angustiosamente tranquilo!), pero de seguro más felices que yo.
Dicen que París es la ciudad del amor y aunque vivo en ella, al parecer el amor no me ha sabido descubrir. Muchas personas me comentan que es la mejor sensación que se puede experimentar, que hasta mariposas te invaden el estómago. Yo sinceramente no creo que me guste mucho sentir insectos allí dentro, aunque a alguien le parezca ridículo.
He pasado mi infancia sin infancia, sufriendo al ver como el amor se distorsiona hasta convertirse en un puño duro, que golpea el rostro de la mujer a quien se supone juró cuidar hasta que la muerte los separe. Al parecer papá se tomó esto muy enserio.
 
No puedo negar que al menos era un buen padre con mis hermanas, les daba todo lo que ellas querían, pero con mamá y yo siempre fue un patán. El maltrato ya era pan de cada día, lastimosamente, nunca he llegado a saber el por qué.
 
Ese día salí de la escuela más temprano de lo habitual, caminé rápido para llegar pronto a casa y ayudarle a mamá. Al llegar, noté que la puerta de entrada estaba entreabierta, a mamá no le gustaba no cerrarla ya que le daba miedo. El ambiente estaba tenso y esa preocupación de que algo –que no se sabe qué es- empezó a latir cada vez más, acelerando mi pecho. Me apresuré a entrar y vi como mi padre estaba golpeando brutalmente a mamá, quise defenderla, pero él de un golpe me botó al suelo. Yo no paraba de llorar suplicándole que la dejase en paz, pero él no paraba de golpearla. Mamá gritaba dolorosamente, pero pronto los golpes cesaron y ya no volví a escuchar sus gritos. Él se levantó del suelo con sus manos ya ensangrentadas. Solo cuando deshabitó la sala pude acercarme a ver a mi madre, así como quien se acerca a ver a su perro recién atropellado. Su rostro tenía sangre por doquier y yo no podía parar de gritarle a su cuerpo deformado: "¡Mamá, no me dejes sola por favor… tengo miedo!" Pero mis intentos fueron en vano, ella ya no reaccionó. El coraje inundó mi pecho y cegó mis ojos, cogí un cuchillo en la cocina y me dirigí a la alcoba de mis padres. Solo una palabra mencionaba mi mente, una y otra vez: “Matar…matar…matar…” Lo vi sobre su cama, con las manos cubría sus ojos y las lágrimas poblaban sus mejillas, tristemente, como si el llanto lo borrase todo. “¿Qué te pasa papito, por qué lloras?”, le dije. Pero él no respondía. Me acerqué a su cama y lo moví, su cuerpo estaba tan inerte como el de mi madre. Al rato llegaron mis hermanas y al ver que mamá estaba tirada en la sala comenzaron a gritar: “¡Qué diablos pasó!” Los gritos fueron peores cuando entraron al cuarto y vieron a nuestro padre inerte sobre la cama, lleno de sangre. Cuando voltearon a mirarme descubrieron el cuchillo en mi mano, además de mis ropas empapadas de sangre. Sus ojos ardieron de odio, pensaron que yo había sido la culpable de sus muertes. Al instante comenzaron a golpearme, caí en shock, no sentí los golpes, solo sus gritos diciendo: “Maldita seas Naomi, eres una bastarda… ¿Cómo pudiste matar a nuestros padres?”
Al rato llegó la ambulancia seguida de la policía. La culpa era mía, o al menos eso decían el cuchillo y mi ropa con sangre. Ellas gritaban “asesina”, nadie creyó en mí. Después de esto me esposaron y me llevaron en la radio patrulla hasta la estación de policía. Cuando llegamos,
( un juez que estaba en ese momento me dijo
-Falta poco tiempo para cumplir su mayoría de edad señorita Naomi. Así que si no se aclara su inocencia antes de que eso ocurra, nos veremos obligados a llevarla a la cárcel de mujeres, por el momento tendrá que esperar en este comando de policía-)