FRANCISCO PIZARRO Y LA CONQUISTA DEL PERU (PRIMERA PARTE)
Publicado en Feb 16, 2014
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Presta oído y avizora con tus ojos de lince Tu ¡oh
muchacho travieso! Que lees estas líneas escritas para tu distracción; y tu
muchacho adulto que finges experiencia precoz en las encrucijadas de esta vida
nunca vivida lo bastante; y tú también viejo niño senil de enturbiada mirada
henchida de tristeza y que anhelas vivir más todavía; oh infantiles muchachos,
adultos infantiles e infantiles ancianos, porque les voy a narrar la historia
fiera de unos aventureros temerarios, que ambicionaron el oro y las riquezas,
la fama y sus ventajas, el poder y sus goces, en una edad remota, sanguinaria y
sombría, miserable y heroica, villana y gentil, generosa y mezquina, diabólica
y cristiana, gigantesca, suprema, soberana, impetuosa y arrolladora.



Que su lectura les aproveche muchachos de todas las
edades,  y que espero saquen sabedoras recetas
que les ahorren sinsabores y enseñen la ciencia de poner en un brete las
pasiones quemantes y encaminen la ambición, sin dejar por nada ambición y
pasión al rehogar vuestra existencia en sus propios peroles.



Ellos vivieron sendas vidas violentas, excitantes,
gestoras, destrozando sus vidas en la empresa, vosotros muchachos aprendan del
choque feroz que de sus pasiones se desprenden.





EN TRUJILLO EXTREMADURA CIERTA VEZ




Despidiendo a la noche arranco del corral rasgando
el negro manto apolillado de luceros, la firme y sostenida clarinada del gallo
cual saeta sonora.



Gimió el silencio roto


Centellaron los astros


La noche recogió sus estrellas que tenían el brillo
tembloroso de una triste mirada con lentitud calmosa, y la aurora sonrió,
musical y celeste.



Los gallos del contorno, centinelas alertas
entrecruzaron sus avisos garridos de que la aurora llegaba, en lejanía cada vez
más cercanas las clarinadas de otros gallos,  sonaron alertas, agresivas y fueron
perdiéndose en dirección al sol, camino de la luz.



La corona celestial de la aurora se hizo oro
matinal



Los puercos moviendo los rabillos ridículos,
chapoteaban en el lodo del chiquero, fétido y negro, con reflejos de acero,
derribando torpemente el agua sucia que bebían de una botija.



A la vera del camino real se encontraba este
chiquero o porqueriza, su dueño un hijodalgo, hombre de guerra, coronel de los
tercios del monarca que lustro sus blasones y relleno sus arcas al servicio del
Rey, junto al gran capitán don Gonzalo de Córdova, su tocayo y amigo él se
nombraba como don Gonzalo Pizarro.



El camino real serpenteaba como insinuando un
garabato ante el corral de don Gonzalo Pizarro, lindando con el camino por muros
de piedra, acá y allá se ven otros corrales, un caserón destartalado y una
mansión deshabitada, un mesón u hospedería, ya matorrales, ya un erial, ya
tierras secas.



Pasaban por allí desde temprano gentes a pie,
jinetes a horcadas en corceles briosos, labriegos sentados con sus mujeres,
mercaderes con breves carromatos ligeros.



Chapoteaban los cerdos en su triste y monótono
movimiento de aguas terrosas en la acequia, cantora y pertinaz como llenas de
nostalgia, de anhelos fugitivos, de ambición vagabunda, al cruzar la acequia
vemos la cara seria del mozuelo Francisco, el que cuidaba el corral de los
cerdos.



Tú recoge la pierna dormilón que pario la chancha y
no lo barruntas, gritaba desde temprano día a día un enjuto vejete detrás de la
tranquera y tirando terrones al cuartucho que guarecía a Francisco, que al poco
tiempo asomaba pie descalzo, e invariable el vejete decía:



No medraras si lo presiente su merced don Gonzalo,
además te romperá la tiesta.



Luego traía el resto del guisado habido en el mesón
la noche anterior, sobrantes de vituallas todo metido en una cuba, vaciaba el
vejestorio sus menjurjes y palmeándole en el hombro le decía:



Francisco eres poltrón y muy flojo así no conseguirás
nada.



El mozalbete cuidador de marranos se llamaba Francisco
y se decía en el pueblo, que era hijo a hurtadillas del señor don Gonzalo Pizarro,
habido con cierta moza fachendosa de la misma ciudad, la Francisca Gonzales,
hija de Juan Mateos y de María Alonso, no era poco abolengo en ese entonces por
aquellos lugares saberse hijo cierto de tal y de la cual, más la Pancha Gonzales
ora por despecho al desdén de don Gonzalo que paso por su vida y dejo eso, o
por llevar de tapado su desliz, o bien por respeto o temor a las iras justas de
Juan y de María sus dignísimos padres, personas pobres pero honradas, o por no
andar en lenguas que es la peor servidumbre y el más desastrado acontecimiento,
o por guardar la honrilla, o por esto o por lo otro, lo cierto es que doña Francisca
abandono aun recién nacido y en pañoletas a Francisco, en un paquete al borde
de la acera, bajo un viejo portal de dicha ciudad que es nombrada como Trujillo
de Extremadura en España.



Eso decían las malas lenguas entonces en Trujillo,
por malquerencia a don Gonzalo Pizarro, persona poderosa y que traía envidiosas
miradas de los bellacos, y agregaban aunque de retorno a la tierra al ver a
cierto rapazuelo de patas calatas y expósito sabido, sin ver que era su hijo
habido en la Francisca, y que se asemejaba mucho a él, viéndolo ya útil lo
reclamo de manos de una mujer humilde que lo había criado, amamantándolo con
leche de marrana y que sin hacer conocer que era su propio hijo lo puso a
cuidar los cochinos y cochinas en el corral.



Se le criticaba mucho a don Gonzalo Pizarro de
tamaño desapego, sin igual desamor con el vástago, pero el magnífico señor
pasaba por debajo del muslo el chismorreo y las habladurías de esos
lenguaraces.



Y el mundo seguía rodando y ya el sol comenzaba a
ponerse.



El mozalbete Francisco arreglaba el chiquero, hacia
la limpieza, cambiaba por agua menos sucia la enlodada agua vieja del
recipiente en que abrevaban los marranos, les daba de comer y luego terminado
el quehacer contemplaba retozar a los cerdos pequeños, sentado en una piedra
grande cerca de la acequia de aguas prietas, se quedaba extasiado contemplando
el camino lleno de promesas, soñaba con países remotos, aventuras infinitas,
mundos de promisión y de esperanzas y en su alma dolida, triste y solo,
desamado y perdido entre sus cerdos, únicos compañeros de su infancia, soltaba
el corazón en ardientes ensueños migratorios, como pájaros bobos y su
imaginación resuelta ingresaba en caminos encantados de dulce utopía,
conquistaba países, lograba tener mucho oro, derrotaba enemigos fantásticos en
terribles batallas, y soñaba y soñaba ¿y por qué no? La tarde caía y la noche
llegaba tendiendo su capote apolillado de luceros parpadeantes, Francisco el
porquerizo se quedaba dormido, mientras los marranos dispersos, dejados a su
suerte saltaban del chiquero e iban de fechoría aprovechando el descuido.



Todas las hazañas heroicas que años después realizara
el señor don Francisco Pizarro, para asombro del mundo y provecho de España, excepto
el bandidaje que en ciertas circunstancias tuvo que hacer, fueron soñadas ¡si
señor! Por Francisco el porquerizo en el corral Trujillano de su padre, entre
sus cerdos cerca de la acequia turbia e inmunda, contemplando entristecido el
camino serpenteante y tentador que se perdía en lontananza, prometiendo
imposibles, ya que nada grande puede hacerse en el mundo si no se soñó antes,
largamente, maravillosamente.



A veces mientras soñaba el pequeño porquerizo
imposibles hazañas, los cerdos violaron la tranquera y fugaron veloces por el
camino real más audaces que él, como si se propusieran exaltarlo en sus bríos
de triste cuidador de cerdos que los apacentaba, entonces Francisco devuelto
rudamente a la realidad desde su reino de prodigios, Asia un palo y corría por
el camino exasperado , mudo de pánico, persiguiendo sus cerdos uno a uno por
los atajos y recodos, muy entrada la noche hasta cogerlos y encerrarlos,
rendido, anonadado, con horror en la mirada por la ira posible del hijodalgo y
señor don Gonzalo, se tiraba en el jergón y dormía como duermen los mozos que
se asustan cuando se asustan siendo mozos, pues hubo ocasiones en que sentado
escuchando los ruidos de la noche, sintió la impresión de una mirada que se
clavaba y que movía la cabeza, él se quedaba patitieso, congelado al contemplar
la temible cabeza severa, de gran nariz y barba cana en puntera, bajo un
birrete de terciario, apareciendo tras del vallado, mirándolo con ojos
filicidas, largo rato y luego desaparecía, Francisco se quedaba sin resuello.



Don Gonzalo se iba


Francisco asustado temía su retorno.


Algunos preguntaban en el mesón del lugar mirando
el abandono del muchacho.



Dicen que es de don Gonzalo, el caso es de dudar.


Rodaban los dados del corneo cubilete sobre el
basto tablero, manchado con vino fuerte y tinto, lleno del sol de Andalucía.



Sonaban las carcajadas.


Pero una vez Francisco soñó más de la cuenta, los
cerdos se fugaron, haciendo su garrote los busco como siempre, pero esta vez no
los hallo, desesperado, anhelante, compungido y lloroso se alejó del corral,
desalentado se sentó a meditar en su desventura; se decidió a escapar para
librarse del castigo, ¿pero dónde ir? ¿Qué sendero tomar? ¿Cómo vivir?



Pero acertaron a pasar por allí donde el mozuelo se
encontraba, unos mercaderes ambulantes que iban de pueblo en pueblo, trocando
sus productos, se acercó a ellos que lo acogieron bien, decían que marchaban a Sevilla
y el marcho para allá, feliz y alegre libre de su marranos y la severidad de su
amo, don Gonzalo Pizarro, coronel de los tercios de Italia con el gran capitán.



Los mercaderes han sido casi desde siempre, sujetos
de medianos escrúpulos y no averiguaron la procedencia de Francisco y cargaron
con él, para servirse del mozuelo que era vivo y diligente y les gano la
voluntad, así marcho de pueblo en pueblo y aprendió en tan aguda compañía finísimos
recursos, y adquirió la ciencia y el arte que permite meter gato por liebre a
las gentes poblanas, era muy hábil el mozo para tal menester, pero Francisco tenía
el alma ardiente y era robusto y tenía gran empuje, comprendió que no era eso
lo que quería el de desmenuzar la existencia en tales enredillos, abandono a
los mercaderes y rodo por el mundo, anduvo con los faranduleros en las ferias,
vagabundeo a su arbitrio en excelentes o pésimas compañías, merodeo en los
puertos, la justicia tuvo que ver con él y alguaciles temibles y de aliento
avinagrado lo persiguieron más de una vez, muchos trataron de envolverlo en
papeleos pero su buena estrella y la malicia natural lo sacaron con bien de los
aprietos.



Diestro era ahora Francisco Pizarro en el manejo de
la espada, pero era corto y tímido por lo mucho sufrido en su niñez, su
mezquino saber y ninguna letras, fue el subalterno en aquellas andanzas y
correrías, pero aprendía pronto y adquiría sapiencia de la vida, esa que no se
encuentra entre cartapacios y libros, leía ligero la maldad en la trapacería de
los ojos, era obediente a las órdenes y capaz de hacer pronto y firme cualquier
encargo, o comisión de bajo vuelo y por eso se le apreciaba y se le requería;
pero Francisco Pizarro soñaba con la guerra, con los tercios de Flandes y de
Italia, se extasiaba con el mar infinito y proceloso abierto por Cristóbal Colon
a la audacia sin límites de las velas latinas.



¡Ah! La riqueza presentida de aquellos territorios
emergidos del mar, a la aventura y temeridad sin importar un ardid en cualquier
lance por el honor y los maravedíes.



Qué edad tienes Francisco, lo interrogo cierta vez
el capitán de la partida.



Averígüelo, responde Francisco.


Doy por averiguado que vienes de los setenta tantos,
tienes mayoría de edad.



Vive dios has hablado como los hombres y eso vasta.


Bebamos capitán, salud,


Salud y bienandanza, suerte y maravedíes, apunto el
capitán golpeando con el pomo la tizona sobre la mesa rustica de la taberna en
la que estaban, escancio el capataz en los vasos de estaño el vino de un
garrafón, bebieron haciendo sonar los gargueros y chasqueando la lengua, pues
no eran gentes finas y acabaron el vino.



Grato este vino, no es cierto mi capitán.


Si muy trepador y alegrón.


Grato alegre y barato.


Carcajeo la tropa.


Nos da lo peor este bellaco de cantinero.


El mozo se acerca y dice, es cosa fina de lo bueno
lo mejor, defendiendo su cabeza de los golpes de espada que le dan los
aventureros, venga más vino que mal rayo te parta.



Grande algazara hay en la taberna, juramentos y
rizas, choques de vasos y estallar de garrafas contra el piso, ruido de dados y
todo impregnado de un fiero olor a cueva.



Levantando la voz el capataz con la mano en bocina,
grita hay mucho enganche para las indias de occidente.



Pronto saldrán 3 navíos y doce carabelas, enrumban
prestos.



Ya engancho muchos hombres, va de sobrado ya.


Francisco Pizarro pasa hambrunas y cuitas,
espadachín de oficio se alquila, pone su brazo y su agudeza, habilidad y
destreza a quien lo paga, en ocasiones lleva repleta la bolsa y paga el vino en
las tabernas con fuertes sumas, en otras marcha desmantelado, de trapío, sin
embozo ni capa, pero Francisco no desespera, tiene paciencia y serenidad,
guarda confianza en sí, en su brazo potente y en su espada certera, en su ojo
avizor y su olfato de lince, espera y cuando a su costado acierta  a pasar la ocasión, Francisco estira el brazo
y empuña bien presto, más cuando ella se tarda y no se asoma, Francisco va en
su busca y la suele encontrar; pero la época es mala, decae, menguan las
ocasiones, disminuye las áureas ganancias, hay ocasiones en que anda sin
tizona, con el zapato desgastado y sin jubón, con la capa prestada.



En otra parte arden las guerras en Navarra, don
Gonzalo Pizarro se encuentra por esos lares, guerreando y mandando al lado de
su hijo reconocido Hernando; Francisco decide ir y marcha allá, se engancha y
guerrea, hiere y lo hieren, mas no lo matan aunque si lo intentan, gana fama su
brazo y ya es un soldado hecho y derecho, lo aprecian porque es fuerte,
valiente y audaz, maneja la espada lindamente, tiene ingenio y es altivo, es
enviado a servir en el tercio que capitanea don Gonzalo Pizarro, pero don
Gonzalo lo ignora vive Dios hay tantos soldados en cada tercio, pero Francisco
se destaca, a menudo ve a su padre pasar en su corcel de guerra, firmemente
sentado en el apero, centellante la espada toledana, pero Francisco aun le
teme, más que a los mosquetes, trabucos y tizonas, teme la mirada endemoniada
de su padre y señor y la ira tremenda por la pérdida de los marranos del corral
Trujillano, Francisco es un buen combatiente y don Gonzalo se entera y Hernando
su hermano lo propala, entonces el capitán Gonzalo Pizarro lo llama  a su servicio y lo coloca entre los que se
lanzan al combate rodeando su persona.



¿Cómo, cuándo, porque, con qué motivo, el capitán
don Gonzalo Pizarro reconoce a su hijo? Nadie lo sabe.



Lo cierto es que Francisco en las guerras de Navarra
y en Italia, sigue al lado de don Gonzalo que ya es coronel, guerrea al lado de
su padre y de su hermano y se hace nombrar con permiso de don Gonzalo como Francisco
Pizarro.



Con la aparición de don Alonso Quijano, el famoso
don Quijote de la Mancha, es cuando España comienza a expandirse, siente dentro
de sí la urgencia de aventuras estrepitosas, que la lleven fuera de su recinto
a representar las peripecias de sus potencias imaginativas en brote fantástico,
el caballero de la mancha hace su primera salida contagiando a señores y vasallos
su morbo mental, Isabel la Católica escribe sin aun saberlo, el prólogo de la
novela que vivirá su raza en el continente americano, fomentando las locuras
del trashumante peregrino de la Rábida; cuando España se quijotiza hasta sus
analfabetos se transforman en personajes, la América india se levanta en el
fondo de la bruma como un castillo encantado, fantaseado por el misterio de su
lejanía y apetecida, tienta y como el quijote a procreado hijos imprudentes, se
lanzan impelidos por los resortes de la sangre a la aventura, frente a esta
tentación los puertos se colman de aventureros, las carabelas rocinantes
trajinan las  aguas.



Hay un ir y venir inusitado en el extenso puerto y
las olas humedecen suavemente la orilla, en la roqueda los copos tornasoles de
espuma burbujean.



El mar se abre, infinito y azul hacia la
inmensidad.



Cimbra su arco extendido el horizonte arrebolado,
uniendo el mar al firmamento, cielo azul, mar azul, gaviotas en bandadas que
felices se pierden, olor a yodo y salitre, olor a algas.



Se mecen las carabelas en el puerto, alzan su proa
de tres palos los navíos, se hincha el velamen, crujen los palos, se tiemplan
los cordajes sonoros, silva el viento en las jarcias y los foques oblicuos y
angulosos, van soslayando el ventarrón en tanto la cangreja golpea, apuntan los
baupreses, van y vienen las gentes en el puerto.



Ya se hacen a la mar las grandes naves y las
someras carabelas van repletas de gente aventurera, tipos hambrientos de oro y
de buena fortuna, muchachada que anhela la gloria y la riqueza, hombres de
oscuras mientes y de espíritus torvos, malvados e ignorantes, letrados y
bandidos, frailes y matarifes, hay de todo en esta vasta expedición, gentes de valía
y temible detritus.



Los marineros se aprestan a la maniobras, mientras
los civiles acodados a la borda se asoman en racimos, por las escotillas y claraboyas,
cantan alegres y felices y dicen adiós al gentío de la playa, el viento es
favorable, la briza de rato en rato trae trozos de las canciones preñadas de
esperanza.



Porque nací gitanillo


y no me gusta el trabajo


y lere, lerele ,lerele.


Ya se pierden allá, las líneas elegantes del
velamen latino, dibujando zigzag en el cielo las aves marineras, y el sol se
hunde a lo lejos, incendiario, tras el tenso horizonte y zambulle su bola
ensangrentada en el mar azul, el crepúsculo pasa sobre el puerto, como aleta
fugaz y la noche desciende, brillan en lo alto los luceros, la luna llena obesa
va plateando como una estela el camino de las indias.



En el puente Cristóbal Colon vigila, es el último
viaje del gran almirante, ya había sido enviado a España encadenado por el
canalla Bobadilla, una leve tristeza ensombrecía por momentos la cristalina
transparencia de sus ojos azules, llenos de fuerza y de dulzura.



Cantaban los soldados hacinados en las bodegas y
pañoles.



Argentaba la luna, hacia frio.


Soldados, marineros, aventureros, trajinantes de
todos los caminos de la tierra, picaros redomados, hampones de baja estofa y
pésima ralea, tirados en cubierta o amontonados en el fondo, sobre jergones o
las lonas del velamen, codo con codo, dormían sobre el suelo la mayoría de
ellos, ateridos en las noches friolentas, tratando de abrigarse unos a otros
apretándose, jadeantes, sudorosos, casi asfixiados cuando el sol resplandece en
las tardes ardientes, alegres y esperanzados en las horas de calma y de
barlovento, navegando con viento en popa, otras veces desalentados cuando el
mar se hinchaba y el cielo se encapotaba anunciando tormenta, cuando era
contraria la ventisca.



Lentas, pesadas, largas, inacabables parecían las
horas para la tropa, salvo las guardias que hacían los soldados y los servicios
de la marinería, la tropa no tenía nada que hacer y las horas consagradas al
sueño eran desapacibles, los momentos de comer era cada vez menos grato, la
tropa se iba hartando de la navegación y se desesperaba por pisar tierra firme,
pero el suelo era lejano aun.



Tras la nave capitana iban las otras, a veces
cuando la calma chicha se hacía en torno de ellas, pesaba como el plomo el aire
inmóvil, se aflojaban las jarcias y las velas chorreaban desinfladas como odres
vacíos, en el océano infinito no se formaba ni una arruga, el cielo terso
mantenía serenas y ceñidas a su azul a las nubecillas albicantes.



Silencio y soledad, entonces las naves de dos a
dos, soltaban calabrotes y se atrincaban en calmo barloar, el pasaje cantaba y
cada cual entonaba una canción de su terruño, evocativa del remoto lugar
familiar y soltaba la mente hacia el paisaje de la infancia.



Otros jugaban, cubileteando su fortuna futura al
rodar de los dados de madera.



Tornaba a soplar la racha favorable y las jarcias crujían,
las velas se inflamaban, soltadas las barloas, desceñidos, viento en popa
avanzaban, codiciosos los barcos señalando el bauprés a la esperanza.



El océano arrugaba el entrecejo, trajinaban las
nubes en la cúpula honda azul dorada, señalando la ruta, el clarín de la briza
daba su son triunfal.



Marineros y soldados, redomados bellacos, picaros
de mala ley, frailes, hampones y señores, hijosdalgo pobres pero ambiciosos,
hombres de aquella edad aventurera, almas recias, nervios de hierro castellano
que empujan bajeles a países de ensueño y territorios imposibles, valerosos
señores que se jugaban la vida al cubilete, que perdían o ganaban en jugadas
desalmadas por cuestiones de monto o baladíes, caballeros violentos de esa edad
acabada, que rayaron los mares con caminos de espuma, inventando el mundo y
ganando países amasados con sangre, audacia, robos, dolores y penurias a golpes
de arcabuz o de garrotes, que sea liviana la tierra de la fosa que los cubre y
que Dios en los cielos los aguante, por Belcebú.



Es de noche y la luna platea e ilumina el derrote,
pestañean los luceros, en la postrera carabela y cerca de la rueda del timón,
que mantiene con mano firme el segundo piloto, mozalbete italiano hecho a la travesía
del océano muchas veces hendido por el gran almirante, quien surge con su alta
silueta corpulenta y clava los ojos en la noche con dirección a las indias, la
capa batida por el viento a sotavento le azota los flancos, el permanece inmóvil
largo rato y parece querer perforar las sombras.



Pregunta el segundo de abordo ¿demorara este tiempo
nuestra travesía?



Si el viento empuja como ahora toda la noche en
cuatro lunas llegaremos, más si se torna mal el tiempo, pasaremos por la Dios
es cristo respondió el gran almirante y siguió mirando el mar embozado en su
capa.



Avanzaba la nave velozmente con tremendo balance,
el monótono golpear de los maderos, el silbido del viento siempre igual y el
vibrar de las cuerdas adormecían al piloto asido a su rodela, soledad, cerco
negro de la noche anchurosa, clarines de los vientos, guiños de las estrellas,
la luna hecha de harina redonda se pulveriza sobre el mar, trozos de canciones
perdidas, lugareñas, tristes y melancólicas, que angustian el alma con su apretón
nostálgico.



Soledad, soledad oscuros horizontes sin fin.


Avanzan los bajeles viento en popa y el piloto
dice, capitán Inglaterra clava los ojos en este piélago, corsarios Ingleses
trajinan hacia allende. Rayos y truenos, dejaran sus huesos si osan pisar estas
tierras que son dominios de Castilla.



Dicen capitán que hay un navío de tres puentes
trajinando estos mares, luego parece que se pierde y se hunde en el mar, luego
torna a salir a todo velamen.



No hables de esa manera que pareces no ser un
piloto de este océano.



Frisaría los treinta años de edad don Francisco Pizarro,
cuando escuchara lo dicho por el piloto Italiano, cerca de timón de proa en la
carabela del almirante Cristóbal Colon, en su último viaje a tierra firme; reía
don Francisco Pizarro de las supersticiones del piloto, pero como la travesía  se alargaba y disminuían las vituallas y se racionase,
los vientos se tornaron contrarios y el mar se encrespara y estallaran las
jarcias, el velamen se rasgase y algunas vergas locas barrieran la cubierta,
rompiendo la tiesta a más de uno, luego como varios murieran y la peste
arrasara se arrojaban a diario cadáveres al océano, entonces las supersticiones
del piloto tomaron cuerpo entre la gente, hiriendo con colores sombríos las
imaginaciones, el navío fantasma de tres puentes que surcaba los mares viento
en popa contra todos los vientos, que se hundía en las aguas para luego
ascender y seguir viento en popa, señoreando el océano y sembrando el terror,
fue por casi todos creído, visto, escuchado y palpado, versiones espantables corrían
sobre el buque fantasma de navío en navío.



Rio de muy buena gana el gran almirante con las
ocurrencias de su piloto, como buen Genovés y viejo lobo, don Cristóbal Colon
era supersticioso y creía en fantasmas y en barcos sumergidos,  en sirenas doradas de cabelleras verde Nilo
que encantaban a marinos precipitándolos al fondo del tragaldabas mar cantor, creyó
de cabo a rabo las patrañas de su piloto, pero nadie le disputaría el océano,
ni Inglaterra ni el demonio, aunque todos los pueblos arribistas de esta bola
terrosa  tenían puesto los ojos en las
indias.



¡Oh! Dios de dioses aquella noche oscura y
tormentosa, llena de sombras espantables y ruidos tremebundos, chaparrones
desmedidos, truenos y relámpagos, rayos y maldiciones, en que las olas cual
montañas barrían la cubierta desmantelando los bajeles.



Esta noche espantable, por todos los Dioses del
olimpo, gente desalmada forjadas en todas las maldades, todas las durezas y
todos los dolores, gentes endemoniadas que dieron su alma al diablo y jugaron
sus vidas en mil ocasiones, gemían despavoridos en los pañoles y bodegas, desesperados
de morir esa noche tremenda tragados por el mar.



Amarrado al trinquete muy cerca del piloto que Asia
su timón, don Francisco Pizarro tiritando, morado, hecho un pingajo y
chorreando por todas las chorreras agua de lluvia, famélico, afiebrado, con los
ojos salidos como cocos de las orbitas, Dios de los dioses, vio bien claro por
el relámpago, venir la feroz carabela, catapultarse, poderoso e inmenso al navío
pesado de tres puentes, velamen al viento que se acercaba.



Erizados los pelos el piloto vio venir la muerte, y
creyó ver en la alta proa del navío fantasma de tres palos en claras letras su
nombre grabado "la pureza" frente a Jamaica naufragaba la escuadra, desnudos,
tiritando entre los pocos escapados a la hambruna del mar se encontraba Francisco
Pizarro..





 








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Foto del autor MANUEL JESUS LOPEZ GRANADOS
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Descripción

Frisara los treinta aos de edad don Francisco Pizarro, cuando escuchara lo dicho por el piloto Italiano, cerca de timn de proa en la carabela del almirante Cristbal Colon, en su ltimo viaje a tierra firme; rea don Francisco Pizarro de las supersticiones del piloto

Palabras Clave: CRISTOBAL COLON PIZARRO FRANCISCO LA PUREZA NAVIOS BANDERA LETRERO ENSEABA ARDIA RETOZANDO ESCUADRA CUEROS CAPITAN ASUSTADO PACIENCIA

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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