EL NIDO CLAUSTRO - VI
Publicado en Feb 22, 2014
Por este motivo el sargento no tuvo otra alternativa que intervenir, pero la modista le señaló el baño para indicarle que ahí estaba todavía el rebelde y por lo tanto debía guardar silencio. Entonces el jefe superior –que se había dado cuenta de ello– se acercó un poco más al sargento, y mirándolo a los ojos le dijo:
–Esto se ha complicado ciertamente. Pero no debemos permitir que esta circunstancia de las vacaciones influya en el resultado de la condena. ¿No le parece? –Es cierto –intervino la modista casi resignada a asumir parte de su responsabilidad en todo eso–; pero, y perdón que me meta, tampoco debemos olvidar que siempre se debe pensar al menos un poco antes de influir en la vida de los demás, sobre todo si esa influencia arroja un efecto importante. Verdaderamente, ella ya era miembro oficial de la junta del nido claustro. Daba la sensación de que no estaba del todo convencida sobre aquella decisión, pero al mismo tiempo no le quedaba más remedio que aceptarlo por más controversias éticas que pudieran florecer de su alma ya que, por el contrario, de exponer un poco más una postura en disconformidad o peor aún, completamente en contra, alguien hubiera podido decirle: “Vos no sos quién para opinar de ese modo”, y a la postre con toda seguridad acabaría inexorablemente expulsada de la casa. Entonces, ante esa probabilidad, de la que tampoco hubiera podido defenderse, quedaría absolutamente sola y en la calle. El rebelde había dejado caer la cabeza y parecía estar reflexionando. Se lo veía realmente concentrado, con la mirada triste pero fija en un punto; casi no pestañaba y su ceño se fruncía cada vez más. –¿Va a comer con nosotros? –preguntó el jefe superior, (como si fuera un amigo), desde la puerta de la habitación del rebelde. –No –respondió el rebelde, que estaba acostado en su cama. –¿Por qué no? –Porque no. Cierre la puerta y déjeme en paz. –Quiero hablar confidencialmente un asunto con usted –dijo el jefe superior, insistiendo–. ¿Puede ser? –En esta casa nada es confidencial señor. ¿Qué me quiere hacer creer? ¡No se caradura, por favor! –¿Cómo se atreve a hablarme en esos términos? ¡Esto es el colmo! –¿Vino para pelearme? Mire… me atrevo a hablarle en esos términos porque al fin y al cabo ya estoy condenado; ¿qué otra cosa pueden hacer conmigo? ¿Eh? ¿Matarme? Pues eso no les serviría de nada porque, de hacerlo, no tendrían a nadie más para poner en práctica su dichosa condena. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡No podrían! ¡No podrían! Muerto el perro, se acaba la rabia… –¡Dejálo jefe! –Intervino el sargento desde la galería, donde habían preparado una mesa para improvisar un comedor–; ¿No te das cuenta? No hay caso con ese tipo. Vení a comer que se te enfría la comida. Ahogado en su indignación, el jefe superior apartó la vista del rebelde y murmuró unas palabras indescifrables para finalmente retirarse de la habitación, dando un portazo, como lo había hecho el otro anteriormente con la puerta del baño... Mientras tanto, la mujer del jefe superior –que había llegado cargada de bolsas por hacer unas compras en el mercadito del barrio–, se puso a limpiar la mesa de la galería con un toallón que el rebelde había comprado para secarse después de ducharse. En ese preciso instante, el rebelde estuvo a punto de salir de su habitación, pero quizá invadido por un presentimiento se volvió dos pasos atrás para quedarse casi en un estado de completa inmovilidad, como una estatua viviente, aunque muy perceptivo; ya ni podía pensar en la menor posibilidad de ser nuevamente invitado a comer ni mucho menos. A pesar de su negativa ¡tenía hambre! No podía ni pensarlo porque ya había desperdiciado demasiadas oportunidades y a decir verdad, tampoco ninguno mostraba intenciones de ofrecerle una nueva oportunidad, aunque la sintieran, aunque lo deseaban. Y sin embargo… ¡todavía había tiempo! Se morían de ganas por insistirle y que aceptara muy gustoso la invitación a sentarse a esa mesa y comer con ellos. Se miraban unos a otros alterados y se quedaban a la espera tratando de adivinar quien de ellos sería capaz de tomar la iniciativa, a decir por lo menos las primeras dos o tres palabritas con la esperanza de que solamente con eso alcanzase para volver a intentarlo. Pero era inútil, nadie lo confesaba. Como un estéril pensamiento efímero, todo quedaba en la nada y pronto pasaba al olvido. Contrariamente, todos eran partidarios de iniciar la condena cuanto antes, ¡de eso sí que no se olvidaban!, incluso ahora, aunque él estuviera presente en la casa. Verdad es que, en la medida en que podían, esas intenciones las pensaban muy cuidadosamente. Nada era producto de la casualidad. Pero tampoco se podría emitir un juicio sobre el trabajo del jefe superior, tanto menos que la interpelación del rebelde había demandado solo una porción muy pequeña del total de su responsabilidad, aunque de todas formas en ese momento el rebelde no lograba ver ningún progreso por más esfuerzo que éste hiciera en no desatar discusiones absurdas, ya sea con el jefe superior como con el sargento. Nada era suficiente. ¿Qué progreso esperaba ver el rebelde en esa casa? [CONTINUARÁ]
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Guillermo Capece
Como te he dicho antes hay un muy buen lenguaje literario en tu cuento; es un placer leerlo.
abrazo
Guillermo
Gustavo Milione
Gustavo