FRANCISCO PIZARRO Y LA CONQUISTA DEL PERU (SEGUNDA PARTE)
Publicado en Feb 23, 2014
Tras de don Cristóbal Colon don Rodrigo de Bastidas viajaba desde el año 1501, por las costas de Cartagena y Cumana comerciando con los indios en forma pacífica, ya que Bastidas más que un conquistador era un mercader, una especie de turco de estos mares, les cambiaba oro y esmeraldas a los intonsos naturales por espejuelos y quincallas, alamares y toda suerte de minucias que llenaban el ojo de los salvajes, como buen mercader Bastidas no les daba de palos ni les cortaba la cabeza, les cambiaba latas por aretes de oro y se marchaba tan campante, pero en una ocasión Bastidas se opuso al saqueo de las cabañas de los naturales y fue acuchillado por los suyos que deseaban robar a los nativos. Don Alonso de Ojeda era un aventurero que acompaño a Cristóbal Colon, era tenaz, audaz y temerario y quiso instalarse en Urabá, que fue el sitio descubierto por Bastidas, mas no pudo quedarse y salió mal parado y con algunos golpes, pero era testarudo e intento ingresar con don Diego de Nicuesa pero ni por esa en este nuevo intento, cambio de rumbo y fue a buscar el Darién, celebre ya por sus riquezas, pero no lo encontró y fundo san Sebastián que fue el segundo pueblo castellano en este continente; pero los soldados famélicos de oro no eran gente para afincarse en ningún sitio, no querían labrar la tierra y cosechar con sencilla placidez los productos del suelo, más les gustaba acogotar caciques y entrar en los poblados y cargar con el oro que encontraban, pero escaseaban los víveres, los indios guerreros los embestían día y noche propinándoles malos ratos, don Martin Fernández de Enciso, letrado de pocas pulgas y escaso tacto quien debería haber llegado para socorrerlos no se asomaba, y se amotinaron los hombres y decían: El diablo ha de llevarnos si no ponemos coto a la pachocha de don Alonso, el yantar es difícil, muertos son ya muchos y aun dejaremos nuestros huesos si no abandonamos este suelo de perdición, que hacer, debemos mudarnos de lugar. Que vaya don Alonso a hallar a Fernández de Enciso o mal rayo lo parta. Don Francisco Pizarro tendría aproximadamente 40 años cuando sucedió esta aventura, y fue elegido por los soldados para hablar con don Alonso de Ojeda a nombre de la tropa, era una mañana ardiente bajo el toldo del veterano de Navarra, después de esta reunión don Alonso convino en marchar y buscar a Enciso y traer alimentos. Y Pizarro le pregunta ¿y si no retorna don Alonso? Si a los 50 días de partir no retorno idos a donde mejor les pareciere con la tropa, a vos te la encargo don Francisco Pizarro, a usted no le ha de faltar tino, ni le escasea recursos a un hombre como vos, de tanta experiencia e ingenio. Merced que usted me hace mi señor don Alonso. Mañana partiré. Y pasaron veloces los cincuenta del cuento y entonces don Francisco Pizarro, quiso meter su tropa en los dos bergantines mal parados que le dejara don Alonso de Ojeda, solo que eran sesenta soldados y considero que eran demasiados para los dos bergantines, entonces don Francisco espero tranquilamente que murieran algunos, cuando vio que el numero era propio para no sucumbir mando subir a bordo a los escasos que quedaban. Pero eran cascaras leves los bergantines de Pizarro para este mar tan bravo, y partió sin más recursos que su entereza, echando trapo al viento y embistiendo resuelto hacia lo hondo del curvado horizonte, el mar en calma al principio se encrespo de pronto y se tragó de un sorbo un bergantín, don Francisco iba en el otro y se atemorizo, ordeno enfilar a Cartagena de muy ingrata recordación para todos ellos, por la furia de los nativos de aquel paraje, pero don Francisco considero que era mejor agarrarse a golpes con los nativos del lugar, que pelear con el oleaje de aquel piélago horrendo, traicionero y avieso; arribaba ya al puerto dispuesto a pelear con los nativos que emponzoñaban con curare sus aguzadas flechas, cuando escucho los gritos de júbilo de un vigía, Albricias capitán velas a sotavento. Don Francisco sin moverse de su sitio pues era cuidadoso, y aunque su corazón salto campanero en el pecho abombado, fingió serenidad, giro su cabeza despacio y grito haciendo de bocina con las manos. Soldados valerosos deponed las armas que ha llegado el socorro prometido y las indias son nuestras. Salto la soldadesca llena de júbilo, algunos se arrodillaban y rezaban dando gracias a Dios y a los reyes cristianos. Y los rudos soldados, flacos, hambrientos, casi en cueros, desesperados hace un rato y listos a pelear en desventaja con aquellos feroces naturales, reían y gritaban, lloraban o cantaban reventando de alborozo. La nave de Fernández de Enciso y un bergantín del mismo enseñaban sus velas salvadoras, blancas e inmaculadas recortando el mar, los propios pajarracos marinos parecían alegres y los endemoniados naturales se espantaron. Se abrazaron don Fernández de Enciso y don Francisco Pizarro. Sea bienvenido vuestra merced, mi señor don Martin Fernández. ¿Qué sabe de don Alonso de Ojeda? Él se fue y me dejo al mando. Vive Dios y a donde fue Fue en su busca señor. Roguemos a Dios que retorne y buenos vientos lo empujen. A bordo de la nave mayor de don Martin Fernández, el capitán Francisco Pizarro conto las desventuras ocurridas, y de cómo resulto de repente capataz de esta partida. Recibió las alabanzas de don Enciso, alabo el gran tino y su buen seso mostrado en todo ello, y lo reconoció como capitán para allí en adelante ante la tropa esperanzada. Pareció opacarse don Francisco Pizarro, cediendo el sitio principal a hombres más descollantes, don Francisco ya era un hombre maduro y sabia muchas cosas de esta vida prestada, conocía a los hombres y sus mañas, la vida ingrata de grandes contrastes, penurias y acechanzas, ira y odio, venganzas, muerte y sangre. Don Martin Fernández de Enciso ordena dirigirse hacia Urabá, a pesar del disgusto grande que siente la gente, ya que fueron innumerables las miserias soportadas allí, halagos, promesas y esperanzas de don Martin, los hacen ceder aunque de poca gana, 150 hombres llevaba la expedición, 12 yeguas muy finas y 50 caballos, armas de lo mejor, bastante ropa y alimentos, los soldados comieron mejor ese día y se doblegaron al halago, pusieron buena cara y se dejaron conducir esperanzados. Bajo el fuego del sol en el zenit, reverberaba la playa promisoria como sonriendo a los viajeros con una sonrisa de oro. Urabá, Urabá. Tras feliz travesía, cortos días de calma y viento en popa, Urabá se destacó en el horizonte. Animosos cantaban los viajeros, alegres de llegar. Urabá, Urabá. Más de pronto el traicionero mar protervo, silva el viento violento, se encrespan las olas con fiereza imprevista contra las naves cargadas, un remolino traidor se traga a la nave capitana, horror, horror. Urabá de los demonios, que mal rayo te parta y te funda, gritaron algunos soldados, nadan los hombres tragando agua salada y escupiendo espumajos, mientras los indios ríen en la playa y ensayan su puntería con ellos, el bergantín tira los cables y muchos desesperados se agarran a los cabos, otros semidesnudos arriban a la orilla trenzándose a pelear con los indios matreros. El capitán don Francisco Pizarro no iba en la nave que se hundió ¿no es acaso el destino? Con sus brazos inmensos, de férreos puños y mirada de halcón, la fortaleza de Urabá, el caserío y las barracas del tiempo de don Bastidas, hechas cenizas yacen en escombros. Los indios esperan a pie firme, defendiendo su suelo. Ya la tarde caía, indios y aventureros casi desnudos en esa playa solitaria, peleaban como fieras, chorreando de sudor y bañados en sangre, se escuchaban los insultos de los soldados. Ira de dios, rayos y truenos, demonios encendidos, gentes de corta anima. El sol se perdía tras del mar, sanguinolento y homicida espumaban las olas. En la mañana tras mucho meditar don Fernández de Enciso dijo, ya que así me lo piden pues que sea, tornaremos a la española y abandonaremos este continente, fue cuando un mozo de la tropa de gallarda figura y buen talante dijo con palabra fácil y admirable decir: Yo me acuerdo que en los años pasados al venir por estas costas con don Rodrigo Bastidas, entramos a un golfo por la parte occidental y saltamos a tierra donde encontramos un gran rio, en la orilla opuesta vimos un pueblo asentado en tierra fresca y abundante, habitado por gente que no ponía yerba en sus flechas. El que exaltaba el ánimo con tales palabras, levantando a los aventureros y reanimando sus bríos, soplando el rescoldo de la ambición casi apagada; era Vasco Núñez de Balboa y tal como lo dijo en Urabá, atravesando el golfo los bergantines encontraron la tierra prometida, fresca, apacible, promisoria; Vasco Núñez gano con ello la voluntad de aquellos soldados sacados de tal apuro y tan oportunamente, abandono el anonimato en que vivía y así de buenas a primeras resulto la figura principal de aquella tropa, que es capaz de toda hazaña y de todo prodigio, siempre que una cabeza serena y de ver claro, una robusta voluntad y un brazo firme le den un rumbo. Es Vasco Núñez de Balboa el que señorea sobre la soldadesca, era gentil, valiente, de mente despejada, fácil palabra, ingenioso y muy diestro con la espada, de alta estatura, pero hasta ahora pasaba desapercibido; es que los hombres y la ocasión tienen su punto, igual que los almibares y dan fuego solo cuando la pólvora que mata, se encuentra con la chispa que ha de arder en el mosquete, el dedo que dispara y el cuerpo que recibirá el plomo. Don Fernández de Enciso perdió el apoyo y al primer descalabro, lo depusieron en un tris del mando, alzando a Vasco Núñez de Balboa que nada perezoso ni poltrón, agarro firme el mando aprovechando la ocurrencia que tan del caso le venía; pero paso que al arribo de los aventureros los nativos de allí creyeron oportuno recibirlos a malas y a tundas, forzándolos a pelear con graves consecuencias para ambas partes, por ser Cemaco el nombre del cacique de aquel lugar, pero a la postre con gran contento y algazara se posesionaron del poblado haciendo buena pesca de oro puro probado, como el botín resulto gordo y la codicia reprimida por las calamidades rebozo, agujereando las conciencias, don Fernández de Enciso en pésimo momento trato de parar el pillaje, negando a la falange autorización de incursionar más adentro, la tropa airada lo tildaron de avaro pues los había herido en sus pasiones, la codicia insaciable y la esperanza frenada, sazonadora de desabrimientos, vendedora de ilusiones, retoño de las pasiones, que inflaban los pechos de altiveza y gallardía; ya habían dos grupos en la compañía aventurera, una la de Fernández de Enciso y la otra de Vasco Núñez. Es un avaro decía la soldadesca descontenta, todo lo quiere para sí. Si todo lo quiere para el solo Toda pitanza cree pertenecerle Es un trapisondista Es un cangrejo, ira del cielo. Procede en nuestro detrimento Colguémoslo de una verga tan largo como es. Don Martin Fernández sudaba frio viendo el torbellino que se le venía. Vasco Núñez debe ser nuestro comandante Es hombre de otra pasta, de sobrado ingenio y de recursos. No como ese miserable de Fernández que solo quiere oro para él, como si fuera a comerlo. Había entre los soldados cierto sujeto hábil, tinterillo, letrado, artificioso en menesteres de tinta y pluma, fraseos y papeleos. El cual dijo a la tropa descontenta: ojead bien lo que hacen, piensen con tino con los planes que abrigan, no vayan a cometer un delito y caer en fueros, justicias y partidas. Que nos aconseja usted señor leguleyo para salir con bien, en este desatino en que andamos metidos por el descalabro de don Martin Fernández. Yo estoy de vuestro bando, barrunto que don Vasco Núñez es más rico de seso, en estas andanzas y peligros hay que elegir bien, una tiesta bien asentada y un firme corazón. ¿Ergo? Concluye leguleyo, no te alargues que el tiempo es corto. Pienso que hay que argüir buenas razones, vos diré que la tierra en que posamos las calcetas es el Darién, que somos unos ignorantes cosmógrafos en asuntos de indias, entonces si es el Darién este sitio y no esta en las cartas que traemos, pues entonces estamos fuera de la jurisdicción que señalo su majestad don Fernando el católico al desventurado don Alonso de Ojeda, entonces también está fuera de este avaricioso bellaco de don Martin Fernández de Enciso. Que mal rayo lo parta. Sí que mal rayo lo parta, bien dicho, por lo tanto no le asiste derecho fuero alguno para mandarnos bien ni mal, podemos tirarlo tiesta abajo o zambullirlo en la procela. Se alegró la tropa. Va de veras redomado bellaco leguleyo. Hablo con certeza. Por la cruz de san Andrés, tan cierto es lo que hablo, como que es verdad nuestras desventuras. Tras lo afirmado por aquel enredista de pluma y de tizona, el bando principal depuso a Fernández de Enciso, determinaron proveerse por lo pronto de una gobernación municipal, nombraron alcaldes, asignaron regidores, fundaron un cabildo y entregaron las varas de la justicia de primera intención a Vasco Núñez de Balboa y aun tal Martin Zamudio. No paro todo allí pues los partidarios de Fernández de Enciso, que eran muy pocos no se callaban el descontento que traían dentro y alegaban. Quien nos conduzca y nos gobierne debe ser don Martin Fernández de Enciso, don Vasco Núñez es joven todavía. Que quieren ustedes que sea un viejo con reuma, curvado como el arco de una flecha, cara rugosa cual corteza, piel colgante y vientre flácido para regirnos. Disputaban sobre eso cuando atronó el aire el estampido de gruesa artillería que venia del mar. Navíos a la vista Velas al orto ¿Quién será? Lentamente se mecían sobre las olas soberbias dos navíos que avanzaron al golfo. Don Diego Enríquez de Colmenares era quien conducía, había salido de España cargando setenta hombres, armas y municiones, bastimento y caballos, venía en socorro de Nicuesa, pero tormentas implacables lo arrojaron a las costas hostiles de santa Marta, donde los indios diezmaron la tropa y decidió ir al golfo de Urabá de infeliz memoria, y como no encontraron ni rastro de Ojeda ni de su expedición, decidió disparar la artillería con esperanza de respuesta, como espero salió la gente del Darién al escuchar los estampidos, allí en la Antigua como no le dieron noticia del paradero de Nicuesa, decidió dar los bastimentos y provisiones a los que estaban allí y ganándose su voluntad. Y que es de don Francisco Pizarro que por ventura no suena ni truena, el disfruta de envidiable salud y viene salvando el pellejo maravillosamente, también de acechanzas y ardides que esta empresa no está libre, vive modestamente casi a oscuras entre tanto destello de gloria, guardado muy guardado por el destino de brazos estirados, de manos férreas y mirada de halcón, ya llega su ocasión esta acurrucada en su futuro, en espera del capitán Francisco Pizarro. La magnífica expedición de Nicuesa que partiera de santo Domingo, tenía ochocientos soldados, veteranos en estas caravanas del océano, cinco naves pesadas, dos bergantines agiles, artillería, caballada, pero la cadena de penurias, las luchas sangrientas, hambre y calamidad, contrastes amargos, caídos como plaga infernal contra los barcos de Nicuesa. Desgraciado Nicuesa, sino negro y fatal lo perseguía por doquier, con saña contumaz, como si todos los horrores posibles de la tierra los inventara el mismo diablo para su perdición. Pobre don Diego Nicuesa A diferencia de otros hombres de temple que sacan fuerza de flaqueza, aprenden de los muchos contrastes e infinitos dolores a dibujar una sonrisa en los labios, borrar con gran sabiduría las desilusiones, don Diego de Nicuesa se llenó de amargura, Nicuesa que era alegre, benévolo, se tornó desabrido, aburrido, de poquísimas pulgas, se le agrio el carácter y el ademan; así lo hallaron los que partieron en su búsqueda, soltando el veneno que lo corroía, amenazo y bramo, dijo sandeces, armo tamaños desaguisados, prometió la cárcel y la horca si no se sometían y le dieran parte del botín, muchos se pusieron en su contra y renegaron de la hora en que fueron en su busca. Grande era el descontento y pasó lo que debía pasar, los de Darién se molestaron y se unieron más a Vasco Núñez de Balboa, y un día acogotaron a Nicuesa y en un ruin barquichuelo, el menos útil lo expulsaron del puerto soltándolo al extenso mar. Gran capitán, hábil político, animoso así era Vasco Núñez de Balboa, amo natural por ingenio, señor de aquella colonia castellana perdida en tierra firme, con su puñado temerario de aventureros. Vasco Núñez no quiere correrías, ni latrocinios ni incursiones, solo en casos extremos, nunca hacer daño inútilmente, hace amistad con los caciques, solo mata y acogota cuando aprieta la cosa, cuando matar y acogotar resulta saludable. Prospera la colonia, día a día descubre Vasco Núñez zonas dignas de ver, ha hecho de amigos algunos caciques, convive con una buena moza emparentada con cierto reyezuelo. El capitán Francisco Pizarro siempre está cerca de él, un día le encargo castigar a un cacique que desobedeció, otro lo ha llevado consigo en tal cual correría, a su lado se hallaba cuando el hijo mayor del cacique principal Comogre, al ver pelearse a los soldados por las piezas de oro que les diera dijo: Porque riñen, dijo con asco, escupiendo en el suelo, porque reñir y disputarse esas minucias, si vuestra ansia de oro es de tal suerte que hasta han dejado sus tierras para lograrlo, yo les mostrare un lugar donde podrán a manos llenas aplacar tal deseo. Ojos como platos pusieron los soldados al oír al hijo del cacique. Pero deberán enfrentarse con un rey poderoso, que defenderá con vigor sus dominios, primero hallareis a un cacique muy rico que reside a la distancia de seis soles, luego veréis el mar que hay por esa parte. ¿Hay un mar a ese lado? Al mediodía, interrogo Balboa. Sí que hay, gentes organizadas navegan por el en naves menores que las vuestras, esta gente es tan rica que comen y beben en vasijas doradas del mismo metal que disputáis con tanto encono. Han notado que el hijo del cacique Comogre habla como los castellanos, os llama la atención perspicaces lectores, fueron escritas salvo pequeñas variaciones por un cronista de apellido Quintana que las tradujo. Corre el tiempo veloz Corre que corre. Vasco Núñez descubre el océano pacifico cierta tarde de invierno, encapotado don Francisco Pizarro esta junto a él, ya el Darién prospero tremendamente y el felón amargado de Pedrarias fastidia la paciencia de Vasco Núñez; mientras que Vasco Núñez es amado, el viejo Pedrarias odia a Balboa porque es lo que él quiso ser, obra de mala fe y le pesa la vida, hay una lucha sorda entre los dos, hay treguas leves que son propiciadas por las polleras de la esposa del viejo, buena dama que hasta caso a Balboa por poder con una hija de Pedrarias. Ya está fundada Panamá ante el océano pacifico anchuroso, y Vasco Núñez convence a su suegro vinagre don Pedrarias, para que lo deje ir a la tierra del oro del que hablara un día el hijo del cacique Comogre, ya Vasco Núñez a construido varias barquillas, ya va a embarcarse al país del oro, pero mala la fortuna, el horrendo viejo Pedrarias le cuelga el sambenito de traidor y le corta el pescuezo, horror de horrores con el miserable viejo avinagrado. Domina Pedrarias sin rivales, como dueño y señor en todo el istmo, el señor don Francisco Pizarro está al servicio del viejo que le paga por sus servicios, Pizarro apreso a Vasco Núñez de Balboa aquel día siniestro, tan mal estabas de doblones don Francisco que prestaste tu brazo para esta felonía. Prospera Panamá Hay mucho comercio, abunda la gente aventurera, los detritus del mundo caen como hormigas por allí, es 1534 año de gracia. Las tabernas revientan de gente, se bebe vino viejo que galeones mercantes traen de Andalucía, en barricas y odres. Manso y azul el mar ofrece sus promesas a los ojos audaces. Cerca de la playa y camino al fondeadero donde los barcos de Balboa yacen desmantelados, son presa del embate incansable de las olas, a veces lentas y blandas, otras recias y violentas, muy cerca caminan dialogando dos sujetos, son de edad madura y cuentan con aproximadamente cincuenta inviernos, años mas años menos; uno de ellos es alto y fuerte, corpulento, de dura mirada, enhiesto andar y ademan violento; el otro es desgarbado y de pequeña estatura, rostro franco, clara y blanda mirada y fea catadura, tienen rostros que la vida a marcado sus huellas con esa marca de fuego que ella sabe imprimir, se nota que la suerte los a fundido por igual, de implacable manera, en forma dura. Marchan al fondeadero por el canto de la playa, conversan con marcado interés sin cuidarse del agua que a veces llega hasta sus botas. El de grande porte es el capitán Francisco Pizarro, el de menor estatura y el más feo, inquieto y hablantin es don Diego de Almagro, es un aventurero que vino con Pedrarias y que le sirve en ocasiones en sus trapacerías, pues lo tiene a sueldo. Hace un tiempo que son socios el capitán Francisco Pizarro y don Diego de Almagro, viven pared de por medio, hacen negocios de momento, trueques de mercancías, reciben soldados por menesteres de aventura, Pedrarias los aprecia, cuenta con sus espadas; es bien parca la fortuna entre ambos, pero son hacendosos y se las ingenian, saben vivir conforme a la usanza y a las buenas maneras. ¿En que negocios andan don Francisco y don Diego? Dicen que es el mayor de todos los que emprendieron hasta ahora, es Almagro el más empeñado, pues don Francisco anda mohíno y al parecer no quiere jugarse sus doblones en aventura tan azarosa. Dice don Diego. Vamos en busca de esa fortuna. No lo veo de tan bellos colores don Diego amigo, dice don Francisco. Muchas cosas ocurren a diario cosas de prodigio, Francisco La vida es un azar y hasta ahora no me asido propicia, es mas prudente no pisarle el pie. Medite capitán Francisco en lo que tengo referido, que si vos aceptáis le advierto desde ahora que meteré mis doblones sin recato, como en el cuerno de la abundancia y vos seres la cabeza, vive Dios paresco disfrutar mas confianza en vuestro valor, que la que sientes tu mismo amigo Francisco. Pizarro no contesto y siguió caminando, con el ceño fruncido, mientras don Diego complacido al parecer en el negocio dejo vagar una sonrisa placida, por su rostro arrugado, seco y feo. Mientras el mar cantaba su canción fragosa, refrescaba la briza y un aroma de yuyos les inflaba el pecho. Es la plaza mayor de Panamá, la casa del cabildo, la parroquia, uno que otro solar, barracas de mercaderes delante de las veredas, una fontana al centro rodeada de palmares, acequias descubiertas de albañal que las cruzan, calzada de tierra endurecida, piedras del rio pavimentan algunas veredas, una taberna, es la mañana de un verano tórrido. En la plaza mayor zumba el mercado de abastos, la torre sencilla de la parroquia deja oír el son de su campana desgranado en la plaza, hay movimiento en el mercado y los indígenas con sus cestos repletos puestos en la cabeza llegan en fila, frutas del trópico, tortas de maíz, sartas de patos y gallinas atados de las patas, los mercaderes hispanos muestran sus telas de Castilla, ponderando el tejido ante sus barracones, espaderos afilan las espadas, los armeros componen mosquetes y pistolas, o les cambian las piezas a viejos arcabuces, vemos a guarnicioneros, botoneros, van y vienen las gentes husmeando en las barracas, caminan soldados, aventureros o vecinos de solar conocido, hombres de campo, picaros y tahúres, gentes a caballo y otros a pie, mulas briosas, asnos o chúcaros corceles, mujeres honestas o meretrices, paisanas o españolas, mestizas o mulatas, que se detienen ante los vendedores de baratijas y de adornos, telas vistosas, finos paños de Holanda, zumba la plaza, saltan los pregones, pasan carros empujados por indios o tirados por yuntas, las transacciones menudean. Todo el pueblo se vacía a la plaza mayor a esta hora. La misa a terminado, hay mayor bullicio después de ella y hasta el cura de la parroquia, don Hernando de Luque se mescla en el gentío, a su paso menudean saludos. Buenos días le de Dios. Él se lo pague. No saben la nueva. Del señor capitán Francisco Pizarro y don Diego de Almagro. Les ha ocurrido algo por ventura. Dicen que parten en pos de tierras por el sur del pacifico. Van de descubrimiento. Van al país del oro, dicen que han comprado el bergantín que perteneció a Vasco Núñez de Balboa, el único que está sin averías en el ancón de Acla, piensan traer mucho oro y riquezas. Fácil es palabrear y soñar, mas los tiempos vecino en que el oro se cogía como se recoge en esta tierra fruta del cocotero ya paso. Son muchos los que quieren seguirlos, acompañarlos en esta empresa. Dios los proteja y que lo logren. "fonda de tierra firme" así rezaba en letras negras la taberna principal, frente a la esquina del cabildo, era sitio de enganche de soldados, campo de acción de las golillas, tinterillos, testigos de falsía y gente de toda condición. En un rincón delante de la ventana embarrotada que miraba la plaza, sentados ante sendos vasos llenos de vino viejo, frente a frente están don Diego de Almagro y don Francisco Pizarro, a un costado escribe velozmente con buena letra, un sujeto letrado o escribano con su pluma de ganso, la que moja en un tintero de gran porte suspendido del cuello por un cordón, tiene un gran cartapacio de papeles. Soldadesca copiosa los circunda, bebiendo a cuenta de ellos vino retinto de olor fuerte, que espitan de un gran botellón, beben con gran estrepito. Ved que firmen todos don Pedro Sancho y cuida de las formalidades, no salgamos con mal de esta aventura. Pierda cuidado mi don Diego que todo ira a la medida, contesto el escribano no sin guiñar el ojo a don Diego de Almagro. Uno a uno firmaron los soldados donde les indicaba don Pedro Sancho, no sabían leer muchos de ellos y trazaban garabatos, rayas o un símbolo con la pluma, otros ponían signos, lo que les salía, medios nombres, pedazos de apellidos, luego echaron un trago y estrechaban las manos de Almagro y Pizarro. A la hora del alba, ya lo saben, no falten, pardiez al fondeadero, al alba no se olviden..
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