FRANCISCO PIZARRO Y LA CONQUISTA DEL PERU (TERCERA PARTE)
Publicado en Mar 04, 2014
Panamá, raya el alba. Celestina de la mar esa mañana en aquel día histórico, tenía tonos de ensueño bajo el sol tropical, los barracones frente a la playa mansa ante el ancón del puerto, acogen ya en hora tan temprana una muchedumbre de gente que portan trastos y hatillos, los indios conducen sobre sus espaldas grandes bultos y entran al mar, el agua les llega a la cintura y alcanzan los objetos a otros indios que se encuentran en las chatas barcazas de carguío, cortas de cala y bastas, ellas llevan el cargamento hasta los bergantines que se mecen pausadamente sobre las olas, ellas aguardan dóciles y se bambolean de babor a estribor, impacientes los soldados se agolpan sobre las cubiertas de las embarcaciones, muchas manos se crispan atormentadas por los nervios, pero el capitán Francisco Pizarro no parpadea, parece de bronce. En el ancho mar se ven botecillos rústicos, canoas lugareñas, balsas de troncos sujetados con cuerdas resistentes, brazas mas allá presumen su graciosa silueta unos bergantines y carabelas de encogida apariencia y hasta cierto galeón, que traen y llevan en mercantes andanzas costeras, por los pueblos del litoral los productos del suelo y toda suerte de objetos venidos de ultramar, también se ve gentes de enganche, colonos europeos, negros esclavos, indios para el servicio, artefactos foráneos, los barracones sirven de almacenes para las mercancías, o de hospedaje ocasional para los marineros y viajantes que pernoctan en el puerto esperando los navíos, mas allá la taberna que ofrece buen yantar y muy barato a quien lo necesite, licores para beber para quien padece de mucha sed y que sufre ardientes secamientos del garguero, que es dolencia corriente por tales meridianos y entre la gente del puerto. Es mediados de noviembre de 1524, cuando esta nave que Balboa hiciera construir en el ancón de Acla, para descubrir tierras de maravilla está cargado ya de alimentos armas y municiones, el capitán Francisco Pizarro ya bien entrado en años, echa al viento las velas y enfila hacia el sur, el agua de Panamá se raja en surcos y parten. Desde la playa don Diego de Almagro, el hombrecillo de gran ánimo, avejentado y feo, tiene llena de alegría la faz y sigue inmóvil sin importarle que las olas bordaran en la arena y le mojaran las botas, las velas se van perdiendo en la lejanía, es un grano de arena en el océano inacabable, esas naves cobijan todo su patrimonio, amasado con penas y trabajos en medio siglo de batalla, todas sus ilusiones, todas sus esperanzas, toda su fe robusta, todo lo que tenía sobre este ingrato mundo, como quien se juega al cubilete resuelto por la fortuna y el oro; se le escucha decir, adiós amigo Francisco, que la suerte vos ayude y el mar sea leve, el destino propicio en provecho de España, de la doctrina de nuestro salvador y en valimiento de nuestra gloria y mejoría, hasta pronto Francisco, caro amigo, compañero de mis bregas, juro que marchare volando a socorrerte y empujarte a las tierras del oro, ruego a Dios nos lleve a buen puerto y que la gloria como el sol de los cielos nos cubra de dignidades; desaparecidos ya estaban los bergantines largo rato y don Diego de Almagro con el agua al juanete, continuaba clavado como una estaca a la orilla del mar viendo a lo hondo. La mañana era entrada. El capitán Francisco Pizarro va en el puente y vigila, como ave en cetrería, tiene el rostro luminoso, la frente remozada, el mirar imponente, seductor en los gestos, está decidido a enfrentarse con el destino, siendo el jefe ha soplado dentro de su corazón toda la ciencia de la vida que el acumulo bajo tantas penurias, su prestancia de hoy es agradable y sencilla, como la que lucía el almirante Cristóbal Colon, como la de Vasco Núñez de Balboa, hechos para conducir y gobernar por caminos de luz a las masas gregarias de hombres sin derrotero; el propio capitán Pizarro a sentido en sus venas una linfa ardorosa no presentida que las ha henchido con sangre nueva, Pizarro va en el puente y su mirada barrena, perfora el horizonte, pacifico está el mar y el pasaje va alegre, las aves de variados colores acompañan el barco, hace calor, el océano es un lago en este momento, calma y serenidad, a un lado el horizonte, al otro serpentea la costa tropical. Avanza el navío con soltura, sigue el viento a favor, el vigía amarrado a la cofa escruta en lontananza, los primeros días de navegación son alegres y fáciles, el mar tranquilo y la camaradería inicial es contagiosa, las provisiones abundantes y frescas no dejan ver la enormidad de la aventura, solo a medida que se adentran en el océano aun siguiendo la línea de la costa, la tripulación comienza a intranquilizarse, soledad y silencio de los mares del trópico, como angustian las almas, sobre un azul idéntico en mar y cielo, avanza el navichuelo, maraña endemoniada de las costas del trópico, preñadas de maldades. Ven esa punta oscura que penetra en el mar, casi en la misma línea del bauprés, a poco de traspuesta en un par de horas con este viento que traemos, esta puerto Piñas, por allí saliendo al mar un tanto a estribor y a sotavento, donde apunta mi dedo a ese lugar arribamos con Pascualillo de Andagoya. Ese es puerto Piñas. Y el barquichuelo cortando con la quilla el mar denso y espeso, en esa zona ardiente y como si tajara un queso arribo al puerto, al poco tiempo de llegar cayo una lluvia tremenda, torrentosa, alimañas malignas por doquier, ninguna raíz alimenticia, ningún fruto silvestre, ninguna cacería, densidad y maraña inextricables, cielo hostil, tierra dura, aguacero y calor, son ya tres días largos como siglos que don Francisco Pizarro con su tropa marcha por aquella espesura, penurias, amarguras, dolores, contratiempos; mientras la nave se mecía en el puerto, bien anclada cuando asomo la tropa, destroncada, mojada, llena de desgarrones. Adelante, adelante, dejemos estos parajes infernales por zona más propicia, diez leguas más al sur, un puertecillo soledoso e inhóspito, carguío de agua y leña, costea el barco horas de horas, días interminables, aspereza, tristeza, soledad, hostilidad de los naturales, selva espesa, chaparrones, calor. Flacos, hambrientos, calatos, espantosamente feos y peludos, se asustan entre ellos al mirarse, más parecían fantasmas, esterilidad, peñas, riscos, pantanos, endemoniada hostilidad, se desespera la gente, quieren retornar a Panamá y dejar la aventura. Dejaremos los huesos en tan feo paraje. Dejemos esta búsqueda del Perú dorado, que tan bien se defiende con tan insuperables vallas de la humana codicia. Volvamos a nuestras casas ya hemos sufrido harto. No queremos morir en estas soledades. Pero don Francisco cuanto sabias sobre la psicología humana, y que cargado de recursos estabas, que sobrado de razones, como te desconozco capitán, estas animoso, pintas con colores de lujo y embobas a la gente con promesas tan reales, vistas u oídas en tus viajes y como sabias que las ilusiones duran poco, acto seguido envías el barco con el piloto Montenegro hacia la isla de las Perlas, afín de traer cuanto pudiere y encontrare, que de todo les hacía falta. Que nombre pensáis mi señor don Francisco para nombrar este paraje. Escogedlo vosotros. Que se llame puerto del Hambre. Puerto del hambre, si, si del Hambre. Si así lo queréis, bien, será puerto del Hambre. Que si fue inmenso el hambre que sufrimos en este paraje, así de grande es la alegría que vos nos deparas Montenegro valiente, tornando bien provisto, debes saber que en vuestra ausencia vi en el cielo resplandores. Navegar, navegar, siempre adelante, acaso con un poco mas de viento y de paciencia surja a la vista el Perú de áureos reflejos y de leyenda magnifica. La candelaria 2 de febrero del año 25, van corridos cuatro meses. Un puerto y es bueno para desembarcar, se llamara puerto de la Candelaria y desembarcan. Pésimo sitio como el puerto del Hambre. Lluvias, truenos, relámpagos, humedad, soledad, hostilidad, las ropas se pudrían en el cuerpo, daban lastima los aventureros, mas notaron cierto paraje asentado y pensaron con razón, que habría gentes e incursionaron, dos leguas habrían caminado cuando vieron un poblado de escasos moradores, de pocos bohíos, hallaron maíz en abundancia, raíces comestibles, carne, un poco de joyas de poquísimo monto. Disminuyen los víveres, el agua escasea y los elementos se encabritan, detrás de la maraña tropical el ojo del indio atisba, las puntas de las flechas están ávidas de sangre, las alimañas se arrastran sigilosamente buscando a quien envenenar, Pizarro es el único hombre de la expedición que no vacila, las flaquezas de su cuerpo están supeditadas por la tenacidad de su empeño, el no siente hambre, ni sed, ni calor, ni frio, su proyecto parece que lo nutre y hasta siente confortable el viaje. Navegan y llegan a un pueblo destruido por incendios voraces. Llamémoslo pueblo Quemado. Veinticinco leguas habían recorrido hasta llegar a este pueblo quemado, señal de trajín capitán, entonces adelante y caminan una legua, encuentran un poblado y bastantes provisiones, Francisco Pizarro dice aquí nos quedamos por ahora, con decisión que no admitía replicas, este lugar está cercano al mar, está situado de tal suerte que se domina una gran distancia, pero los indios nada tontos los embistieron con furia terrible, de no estar tan bien armados los hubieran hecho añicos, hay obstáculos superiores a la voluntad del hombre, no todos los que van con Pizarro soportan las inclemencias, muchos querían desertar pero no era fácil el camino, muchos hasta hubieran asesinado a Francisco Pizarro y el instinto del capitán lo sabe, proseguir es meterse en las fauces del lobo, no hay más remedio que volver a Panamá, mas su regreso no es una derrota, es apenas un poco de experiencia para regresar. Chicama está muy cerca a Panamá y desde allí enviaran a un grupo. El tesorero don Nicolás de Rivera partirá en el barco a Panamá, Pizarro se queda con los demás miembros de la tropa, y le dice a don Nicolás, muestra las joyas, pondera todo lo que tus ojos han visto, ábreles la esperanza de fortuna, torna presto y apremia a don Diego de Almagro. Mientras el sol alumbra los hombres dejados en Chicama, escrutan largamente, ansiosamente, pero infructuosamente el horizonte, pasan los días interminables, en sucesión siempre idénticos, ni una vela aparece, don Francisco lo escruta a su manera, de soslayo, a hurtadillas, fingiendo una confianza ilimitada como el mar azul, ante tamaña seguridad los soldados esperan, se confían, aguardan. Una vela, una vela, gritan todos a una, arrancando de sus pechos un clamor feliz. Don Diego de Almagro a llegado en ayuda de don Francisco Pizarro, en la cubierta de la nave cercados por sus hombres casi llorosos de alegría se palmotean la espalda. Braman todos a una ¡ra, ra, raaaa! Chimpun, chimpun. Pedrarias Dávila ha partido hacia Nicaragua, estamos en 1526 y Pizarro regresa a Panamá aprovechando la ausencia de Pedrarias, es necesario más dinero para empujar esta aventura. Es de noche. Este salón que veis es rico y suntuoso, está en el solar que posee en Panamá el licenciado don Gaspar de Espinoza, es un sujeto bien trajeado con paños de Flandes y conversa con vivo interés con un sacerdote, se encuentran sentados frente a frente en sillas de cuero guarnecidas con clavos rutilantes, que despiden centellas a la luz de unas velas que arden en candelabros de plata; es el licenciado don Gaspar de Espinoza y el otro es don Hernando de Luque, párroco de la ciudad de Panamá. El licenciado dice. Yo vos daré señor don Hernando los veinte mil que necesitan, ese Pizarro es hombre de confianza y descubrirá un tesoro para nosotros, ancharemos las tierras de Castilla, decidles que os pertenecen que son de vuestro propio peculio. Todo sea por Dios mi señor don Gaspar. Están todos en la parroquia y el padre cura, parte en tres trozos la hostia grande y tres hombres comulgan, reverentes y rodeados de su tropa y de muchos curiosos. Don Francisco Pizarro, don Diego de Almagro y don Hernando de Luque, se han unido en contrato y prometen cumplirlo. Descubrirán las tierras del Perú, ricas y plenas de oro y partirán fraternalmente los tesoros que logren. Ya firmaron. A diez días del mes de marzo de 1526, Juan de Panes y Álvaro del Quiro, lo hicieron por don Francisco y don Diego, don Hernando lo hizo con su diestra, redacto la escritura don Hernando del Castillo, escribano de su majestad en la ciudad de Panamá, memorable suceso. Don Hernando de Luque los sirve con sus influencias y convence a las autoridades Panameñas, para que den su consentimiento y permitan una segunda expedición, las autoridades Panameñas están hartas de todos los locos que quieren descubrir las tierras del oro, sin embargo la codicia es un gusanillo que hace cosquillas en el inconsciente. Con dos navíos bien armados, dos botes de reserva, armas, caballos, alimentos, medicinas, salen nuevamente al mar, va con ellos el hábil piloto Bartolomé Ruiz, siguen el mismo rumbo hasta el rio san juan reconocido por Almagro, cerca de allí acampan e incursionan en un poblado y encuentran oro y comestibles, deciden que regrese don Diego de Almagro a Panamá para traer más gente con el oro encontrado, Bartolomé Ruiz sigue más al sur con el otro navío avanza y descubre la isla del Gallo, de futura leyenda, de pronto ante los ojos del piloto Ruiz, aparece una Balsa hecha de cañas, artificiosa y grácil, una veintena de indios lo conducen y cuando descubren el navío español los indios aterrados se arrojan al mar, el piloto Ruiz y su gente apresan algunos y los examinan, a algunos les da libertad pero se lleva a varios de ellos; lo que más alaga a don Francisco Pizarro es aquella balanza que los indios llevaban en su Balsa para pesar el oro, dicen entre ellos que debe haber mucho, las sartas de cuentas de cornalina y esmeraldas, y las lanas tejidas con industria, los adornos labrados con mucha gracia en plata y oro. Llega don Diego de Almagro con el socorro prometido, 50 hombres, caballos, medicinas, armas, vituallas, cuenta el gran cuidado que tuvo para arribar a Panamá, ya que ahora gobernaba don Pedro de los Ríos, nuevo gobernador. Nuevamente partirá don Diego de Almagro a Panamá con instrucciones y dice el piloto Ruiz, ningún sitio mejor para esperar que la isla del Gallo, vamos allá dicen, se instaló Pizarro y ochenta hombres y pasado un tiempo empezó a cundir el desaliento, al acabarse las vituallas y las medicinas, dolor, penurias, hambre, muere gente, otros enferman de cuidado, los hombres cansados de esperar y sufrir, quieren desbaratar los proyectos de Pizarro, pero que pueden mar y tierra y hombres, que puede nadie contra el capitán Pizarro que ya comienza a tener carnadura de bronce, la escena se presentara por sí misma, y una tarde se oye un grito. Una vela, una vela! Es el señor Tafur que viene de Panamá, con orden de don Pedro de los Ríos para que regresen todos. ¿Qué hacer? Francisco Pizarro en un rapto dramático ante la escena terrible desenfunda su espada y adelantando unos pasos, traza sobre la tierra inhospitalaria de la isla, la célebre raya que definirá a los cobardes, y dice con voz estentórea, como un héroe de Calderón "por aquí señalando al norte, se va Panamá a ser pobres, por allá señalando al sur se va al Perú a ser ricos, el que sea buen castellano escoja" los hombres se quedan atónitos, se miran enigmáticos, el trance no es para discutir, las palabras son inútiles, sobre el silencio y sobre las conciencias, resuena enérgico el taconazo del capitán Pizarro que traspone la raya, trece pasan con él, trece valientes exaltados con la grandeza de su jefe, oíd sus nombres magnos: Bartolomé Ruiz, Cristóbal de Peralta, Pedro de Candía, Domingo de Soria Luce, Nicolás de Rivera, Francisco de Cuellar, Alonso de Molina, Pedro Alcon, García de Jerez, Antón de Carrión, Alonso Briceño, Martin de Paz y Juan de la Torre. Los otros se mandaron mudar con Juan Tafur. Los trece y don Francisco Pizarro van hacia una isla espantosa que llamaron "Gorgona" por lo fea y hostil, temeroso que los naturales de la isla del Gallo, al ver que son pocos los hagan cisco. Don Francisco les levanta el ánimo, construyen una barraca con sus manos, pescan y si cazan alguna pieza se reparten, un mes, dos meses, cinco meses y el socorro no llega, ¿habrá don Diego de Almagro desistido? No don Diego es activo y resuelto, es leal y un buen hombre, ambicioso de fortuna y de títulos y oropeles, para que deje la aventura y los pierda en el mar, piensa don Francisco, mil veces la esperanza lo hizo ver blancas y bellas velas de ilusión, mas una tarde asoleada se oye un grito. Es una vela, sí que lo es amigos. Es el piloto Ruiz que mando Pizarro a Panamá con el señor Tafur, para convencer a De Los Ríos, conto que a la llegada se desbando la gente que don Diego de Almagro alistaba, el gobernador de Panamá les daba solamente seis meses de permiso pero deberían presentarse a su término, Pizarro decide seguir adelante, Puna, isla perdida, santa Clara y encuentran un poco de oro, veinte días que navegan, adelante, adelante un día mas, balsas con indios vestidos de colores, mantos adornados con plumas, avanzan y llegan a Guayaquil y a Tumbes, miran asombrados los indios aquella máquina que marcha en el mar cual leve balsa, el curaca de Tumbes muy curioso les envía comida y regalos, Pizarro devuelve el halago obsequiándole un cerdo y un gallo, dos pares de gallinas y un hacha de Toledo, que fue de mucho agrado del curaca, mando don Francisco a tierra a don Alonso de Molina y a cierto negro que venía con ellos, llamo la atención a los nativos la piel de estos hombres una blanca y otra negra, el arma de Molina un arcabuz y una espada, ellos regresan con buenas noticias para asombro de Pizarro, avanzan y llegan a Paita, punta de aguja, por doquier los indios lo reciben bien, les obsequian y atienden. Era un inmenso imperio poderoso, de ilimitado señorío. Los Incas, los señores del Cuzco inmortal, divinos hijos del Inti, señorean vastos rebaños diligentes de sojuzgados súbditos. Desde los tiempos de Ayar Manco millares de nudos variopintos, como las estrellas del cielo y las arenas de los ríos, anudaron los Quipucamayoc cada vez que asomaba el Inti, tras el poncho de quilla, desde el tiempo de Ayar Manco sabio entre sabios, poderoso y magnánimo, los hombres de esta tierra comenzaron a diferenciarse de las bestias. Ayar Manco y su hermana que es su esposa Mama Ocllo, arrancaron a los hombres de la ignorancia y la estupidez, a la barbarie y a la rapiña, al ocio que destroza, al miedo que embrutece y corrompe. Manco les enseño a sembrar, a cultivar y a cosechar las tierras labrantías, antes abandonadas, les mostro los provechos de vivir en concierto, en orden y paz, les afeo la borrachera y las malas costumbres, los hizo amar al dios Inti, al sol su padre que todo lo creara, les enseño a guerrear y a defenderse, a cuidar de lo propio. Mama Ocllo les enseño a bailar, a cantar y a soplar por un cañuto que soltaba melodías, les mostro el arte de tejer pelos de llama, suaves como cachetes de guaguas, a hacer trajes pintados con los jugos de las plantas. Es el Tahuantinsuyo. Y era paz y concierto, prosperidad y laboreo, los días felices tan lejanos, cuando el gran Ayar Manco enseñaba a labrar con sus celestes manos, muy cerca del Inca húmedos de ternura los ojazos serranos como los de las llamas melancólicas, Mama Ocllo tejía lentamente, o soplaba su cañuto sentada bajo el cielo del Cuzco, la ciudad inmortal nítido y lucido. Sabios, prudentes, impetuosos, anhelantes de impetrar en la tierra la grandeza señera de su estirpe, los Incas se impusieron, guerreros destrozaron los pueblos levantiscos, crearon un orden y una norma y consintieron honor y dignidades a los pueblos que se sometieron. Sacerdotes, guerreros, príncipes de sangre, funcionarios, nobleza, rodean ordenados las rutilantes andas de oro, a su paso los pobladores se arrodillan con gran acatamiento, un cadencioso son solemne soplan los músicos marciales. El monarca de roja pluma en el llauto que aprisiona la cien, lo precede su tropa, honderos, macaneros y flecheros de altos petos rellenos de algodón, fuertes usutas, todos esperan al monarca en orden, sigue el cortejo bajo el sol, entre las músicas marciales. Ya se encienden las luces en los pétreos palacios de la ciudad, empieza a llover y el rio Huatanay canta su discreta canción de otoño. Reina la paz y concierto en el imperio, los súbditos prosperan bajo el abrigo del Inca protector, bajo la norma de conducta que aconsejo Ayar Manco: Ama llulla, no seas ladron. Ama sua, no seas mentiroso. Ama kella, no seas perezoso. Cientos de años después este gran imperio que se extiende desde Quito hasta Chile, y parte de Argentina, recibe a extranjeros. ¿Se cumplirá el presagio de Viracocha? Vendrán otros hombres y de otros será el gran imperio, dice el augurio. Te vence la eternidad. Te dobla el fallo del tiempo. Vibran las quenas, su amor y nostalgia. Las antaras lanzan sus canciones bravas. Los potutos anuncian la marcha. Salve pueblo heroico, esbelto como tus llamas. Arte en las ciudades, piedras milenarias. Que aún perduran en el tiempo. Francisco Pizarro decide regresar a Panamá y desde allí para España, ya nuestro gran capitán tiene la pauta trazada, ya sabe lo que quiere y lo que puede; estamos a fines de 1527, un año hace de la salida de Pizarro y el precisa asegurarse el dominio de estas tierras, parte para España el decidido capitán Francisco Pizarro, está ya cercano a los sesenta años, va a contar sus andanzas y prodigios por estas tierras de indias, es una mañana muy alegre, muy augural y arrebolada. Sus amigos lo despiden agitando los pañuelos. Los hombres fuertes necesitan alimentar sus proyectos con la cobardía de los otros, las acciones heroicas tienen ese grado de sentimiento imposible para ser tentadas, lo pequeño lo realizan las hormigas, lo excepcional aguarda a que aparezca el hombre que se atreva a desnudarlo de las sombras.....
Página 1 / 1
|
Elvia Gonzalez