Los dueos de la nocturnidad
Publicado en Apr 01, 2014
LOS DUEÑOS DE LA NOCTURNIDAD
Mil veces observé el cielo nocturno. Mil veces conté las estrellas del cielo y a ellas le confesé mis angustias y mis pecados. He visto cometas y estrellas fugaces rasgar el cielo y he visto el movimiento de las constelaciones. He visto a Andrómeda y a Perseo besarse en mil ocasiones y he sido testigo de la furia de este mismo cielo que hoy me cobija estremeciendo a los hombres y a los dioses. Descubrí un alfabeto grandioso en el movimiento de los planetas y he tratado de descifrar la naturaleza del universo. He visto la Luna mas llena que nunca y fui testigo de las auroras boreales. Nada de lo que el cielo nocturno esconde me es desconocido. Dicen que la muerte vendrá del cielo y no lo dudo. Pero yo que he visto todo, que he descubierto mil soles lejanos, que he imaginado otros seres como yo en esos pedazos de roca extraterrestre, que he imaginado una rosa negra floreciendo en uno de esos mundos y un cielo nocturno con estrellas de mil colores, he olvidado el aspecto de la Luna Nueva, del fulgor del lucero brillando solo y altivo en la mañana y en la tarde, del olor a gramilla recién cortada. He olvidado la mañana y la tarde...He olvidado el color de la nieve sobre la que descanso y aguardo... Hace tanto tiempo que dejé de ver un arco iris, ver el color natural de las hojas de un árbol, de ver mi rostro reflejado en las mansas aguas de un río... Me gustaría llenar otra vez mi pecho con el fresco aire de la mañana. Nací hace tanto tiempo que ya casi no recuerdo el nombre de mi patria, ni siquiera si aún existe. Apenas recuerdo mi nombre pues lo he repetido en mi interior una y mil veces, las mismas veces que he visto las estrellas, para no olvidar mi condición de ser humano, recordar que al menos alguna vez fui eso que una vez llegué a odiar. Y sin embargo está vivo en mi mente cuando comenzó todo. Nadie recuerda el momento de su nacimiento pues es este un hecho traumático y doloroso. Quitarle a uno el calor, el amor, la comprensión para arrojarlo a este mundo bastardeado por la ambición y la corrupción es algo que debe ser olvidado pues su impresión en un niño sería terrible. Para mí y para los míos en cambio este nacimiento es tan vívido como lo debe ser para una mariposa salir del capullo. Está tan claro en mi mente como lo que hice hace unos días, como el aroma de una cabellera roja, es tan familiar como el frío, como el hambre y la muerte... Ocurrió en el bosque donde me había aventurado sin más compañía que mi antorcha y mi fusil. Las estrellas no eran tantas entonces. El mundo no era tan gris entonces. Sabía que el peligro aguardaba agazapado, pero si podía conservar la calma en mi cuerpo y el fuego en mi tea, la jornada sería tranquila y pronto volvería a mi lugar de descanso. Ignoro si fue la providencia, el destino o siquiera un golpe de la fortuna lo que me sumió en la oscuridad, cuando una lluvia violenta y un ventarrón inesperado apagó la flama y me ví completamente solo en lo profundo del bosque, desnudo y temblando. Casi no hubo un momento para reaccionar. Fui derribado y pronto mi cuello sirvió de charola y mi sangre de pan y vino para mi atacante. La sensación fue desagradable en un comienzo pero luego la saliva letárgica trocó en apenas una caricia mi herida y mi desgracia. Sentí la boca seca cuando mi sangre era drenada por esos suaves labios hambrientos y como la tierra húmeda se me introducía en mi boca y mi nariz. Sentí peleas, gritos y como otros labios menos gentiles se servían de mí. Intenté ponerme de pie pero la fuerza que me sometía y mi propia debilidad me lo impidieron. Sentí el frío que me dominaría de allí en más, sentí el miedo, sentí la sed... Imaginé que ese sería el final de la jornada de mi vida, de la culminación de mis sueños, del olvido infinito y la gracia perpetua. Ya una vez había sido herido en la guerra por una descarga de fusil y esto no era tan malo. Quizás el pasaje a la muerte no era tan terrible como alguna vez lo había imaginado y era el aferrarse a la vida lo que realmente angustiaba. Pero la sed, la terrible sed, me desgarraba la boca y me sometía en una terrible agonía inexplicable. Necesitaba morir, acabar de una vez con todo, pero mi sentido de supervivencia fue mas fuerte y cuando el espeso líquido tocó mis labios lo bebí con ansias, casi con desesperación después. Y luego el frío... El eterno frío... Mi cuerpo apenas se estremeció cuando tragué la sangre negra, revivificante y salada, pero sentí como todo mi organismo se rebelaba ante el invasor que avanzaba irremediablemente en mi organismo. Y la sed acabó. Y el dolor. Y la vida... Permanecí un tiempo recostado sobre la tierra, segundos o tal vez minutos. En mi interior el lapso era inexplicable e imposible de cuantificar. Se que allí comenzó todo. Fue tan rápido como el galope de mi caballo atravesando el campo, tan veloz como la caída de un rayo, tan terrible como esa sed que me había agrietado la boca en cuestión de segundos. Me sentí elevado en el aire y como llevado por un grupo de manos fui volando hasta una cueva húmeda oscura y ominosa. Con inesperada gentileza me colocaron sobre el suelo lleno de insectos y babosas. Los sentí alejarse de mi rostro como si yo fuera una amenaza para ellos y como el ruido de los pasos iban y venían hasta hacerse inaudibles. Imaginé que luego sería rematado y que acabarían con ese miedo que ya me iba abandonando. Caí en un profundo sopor y vi en mis sueños un mundo negro, sombrío, donde el sol llameante llagaba mi carne y mis huesos, donde el fuego me calcinaba las vísceras, donde el hambre me cegaba y la sed volvía a partir mis labios y mi lengua. Ví una antigua abadía y una religiosa que era mordida por otra mujer de cabellos negros. Reviví en mis entrañas las experiencias de mil vidas pasadas, de mil hombres y mujeres unidos por este líquido vital. Fui al mismo tiempo víctima y victimario, sentí lo que sentía una mujer en el momento del parto, lo que experimentaba un hombre descubriendo algo increíble, el dolor de la pérdida y la alegría de lo recuperado. Las experiencias de cada uno de los que me hablaban al mismo tiempo pero increíblemente de forma ordenada y separadamente se integraron a mi carne y mi ser. Sentí la pasión por la caza, el deseo por el alimento. Sentí la angustia de la soledad, el acoso, el miedo a ser descubierto... Volví a beber de la sangre negra y me sentí increíblemente mejor. Y luego la depresión. Y morí un centenar de veces. Y un centenar de veces renací. La sangre me volvió a mojar la boca pero cada vez en menor cantidad y eso acrecentó mi ansia por saciar la sed, por beber la calma y retomar la paz a mi alma. Y el tiempo pasó hasta que me sentí fuerte para ponerme de pie. No hubo dolor en mi cuerpo por la prolongada estadía. No sentí pena ni angustia. Solo sentí hambre y sentí frío. Caminé fuera de la cueva y comprendí que mis ropas no me abrigaban. Estaba desnudo a pesar del abrigo. La brisa mas tenue llegaba a mi piel y sentía el olor en el aire a través de ella. Pronto la noche se hizo día en mis ojos y pude vislumbrar los árboles, las hojas, el centenar de miles de estrellas sobre mi cabeza que nunca antes había podido observar, que antes escapaban a mi comprensión. Me sentí fuerte, me sentí poderoso y a la vez me sentí calmo y soberano de mis actos. Y ví a los demás. Me observaban agazapados y pude notar que había hombres y mujeres. También un par de niños. Y supe que estaba entre hermanos, entre familia y clan. Supe que me había vuelto uno de ellos y ellos se habían vuelto parte de mí. Ya no estaba vivo pues no era vida lo que sentía en mi interior. No estaba muerto pues caminaba y sin embargo no vivía tampoco. Cientos de veces pensé estar en un limbo terrenal, rodeado de otros desafortunados, o afortunados como yo y que ese limbo sería para siempre mi hogar y mi terruño. Ni siquiera necesitábamos comunicarnos en voz alta, pues mis sentidos estaban tan aguzados que podía escuchar el andar de una oruga a cien pasos, sentía el galope de un caballo retumbando en la tierra a una legua, veía lo que otros no veían. Pero hubiera dado todo, mis ojos, mis oídos, mi piel por calmar la sed que me desgarraba la boca como si una navaja pasara repetidamente por mi lengua una y otra vez. Una muchacha de hermosa blancura, de cabellos rojos como el mismo fuego que sabía sería mi enemigo de ahora en mas se acercó a mí y me acarició el rostro. El contacto de su piel me trajo el recuerdo de sus labios tocando mi cuello y comprendí entonces que ella me había atacado y me había renacido. Su sangre me había nutrido durante mis primeras horas y gracias a ella me había vuelto su par. No sentía amor ni odio por ella, aunque si sentía un gran agradecimiento por haber saciado mi sed, por haberme nutrido con su propia vida aún a riesgo de poner fin a su existencia en ese acto. Porque entonces entendí que podía prescindir de mi piel, de mis ojos, de mi corazón, pero no de mi sangre y que la sangre se había vuelto para mí el néctar y la ambrosía. Me habló en un idioma que mis oídos no reconocieron pero mi alma si y pude entenderla perfectamente. Ya no existían para mí barreras idiomáticas. Hablaba el idioma de mi gente. Preguntó si estaba bien y en el sonido de su suave voz creí notar la preocupación y hasta el cariño. Le respondí que me sentía cansado y sediento y entonces todos se pusieron de pie. Tomó mi mano y me condujo entonces dentro de ese bosque que fue mi lugar de nacimiento. Anduvimos un par de horas y a pesar de la negra oscuridad todo se volvió muy claro para mí. Todo estaba perfectamente nítido aunque no podía ver el color. Llegamos hasta el borde del bosque y vi la que había sido mi aldea, el lugar donde en otra vida fui feliz y fui desgraciado. Y entonces lo sentí. Sentí el hambre atroz dominando mis entrañas y mi cuerpo todo, la sed apoderándose de mis labios, mi cara y mi piel y lleno de un extraño vigor me arrojé al suelo. Los siete que éramos empezamos a jadear y pronto me di cuenta que ya no era yo, que era ese otro que tanto odié y con el que llegué a hacer las paces, el que me nutre y me da valor, pero el que me hace hervir el alma cuando aflora, cuando percibe la sangre y carne. No puedo describir con palabras la sensación invasora que me arroja una y otra vez al abismo, como quien no puede describir una inhalación o un latido. No puedo describir el goce y el placer, el aguzamiento de mis sentidos llevados al paroxismo que me dominan en ese estado. Tampoco puedo describir el dolor, la angustia en el pecho, la sensación que algo salvaje y primitivo me domina. Y aunque sentí temor, también sentí valor y coraje. Y el olor embriagador de la caza me envolvió. Debimos esperar un tiempo insoportablemente largo, unos segundos, o quizás unos minutos, cuando todo mi cuerpo se estremeció y presentí la llegada de la lluvia. El cielo estrellado desapareció de mi vista y una cobertura de gruesas nubes lanzó una sorpresiva descarga de agua sobre el poblado. Eso esperábamos. Las antorchas puestas para repeler a las bestias se apagaron y entonces no me contuve más. Nos lanzamos a la carrera en silencio y cruzamos veloces el descampado entre los árboles y las primeras cabañas. La sucesión de hechos es caótica en mi mente como cada vez que ese otro me domina. Irrumpimos en las casas, partimos a sus gentes y nos preparamos para nutrirnos. El sabor de la sangre fresca en mi boca me sumió en un frenesí descontrolado. Cada sorbo del líquido vital sirvió para saciar mi sed y el hambre que galopaba en mi interior. Y con la sangre llegó el calor y la calma. Y esos que ahora eran presa de mi furia ya no eran nada para mí. No eran mis otrora vecinos, ni los que habían sido mis amigos, ni aquellos que había debido defender del ataque. Eran solo mi sustento y la fuente de mi calma similares a lo que antes habían sido un pato o un buey. La incursión fue veloz, salvaje y fulminante. Mis dientes afilados se abrieron paso en el cuello robusto de mis víctimas como si fueran de pan de centeno y con ansiedad sorbí cada gota de sangre palpitante, cálida y deliciosa. Me sentí complacido y me sentí vivo como nunca antes. Era la única conexión que poseía con ese animal que me dominaba. Era permitirle que me diera vida y tener la absoluta seguridad que jamás podría separarme de su lado y que dependería de él por el resto de mi existencia. Los gritos de los lugareños llegaron hasta nosotros a través de la lluvia y el llanto de nuestras víctimas. Lo que queda de mí los comprende pues cuando soy ese otro mi rostro está desencajado, mi cuerpo quebrado y mis ojos son completamente negros. Todo mi vello y mi cabellera están erizados recibiendo las señales presentes en el aire y mi fuerza se vuelve formidable. Dicen que el rugido del león es tan potente y tan sobrecogedor que acalla al resto de la sabana. Nuestros gritos son similares a los del león y ante él nuestras víctimas se paralizan y no pueden proferir palabra ni moverse siquiera. Miramos casi en conjunto hacia los que venían corriendo bajo la lluvia y el ánsia nos impeló a atacarlos. Hubo una ligera refriega y ante cada gota de sangre flotante en el aire mi fuerza se incrementaba y mi sed también. Ignoro que tanta muerte desparramé aunque si recuerdo el sabor de la savia humana fluyendo en mi boca. Y entonces dentro de mí hubo una convulsión, una alarma que nos indicaba que el peligro estaba acechante. Vi un par de antorchas avanzando hacia nosotros y sentí como mi cuerpo se estremecía. El fuego era mi enemigo y tanto su resplandor como su contacto me hacían daño. Si antes fuimos rápidos, ahora que nos habíamos alimentado éramos veloces como el pensamiento. Emprendimos la carrera hacia la seguridad del bosque y sentí las descargas de los fusiles. En la marcha los niños cayeron, quizás debido a que aún en este estado eran débiles en comparación con un adulto bien armado. Los hombres del poblado los rodearon y con azadas, rastrillos, cualquier instrumento cortante los atacaron. No les temía pues mi impulso animal hacía que supiera sobremanera que era mucho más veloz, más fuerte, más peligroso para ellos que ellos para mí. Pero actuaba en mí contra el tiempo. Íntimamente sabía que el sol que vería por última vez en mis sueños era mi Némesis, que el resplandor, siquiera la luz que emitía, eran mi mortaja y mi tumba. Y el fuego obraba como un hermano menor de este, dañándonos mortalmente. No miré atrás pues el impulso de supervivencia me obligó a salvar mi vida. Ganamos la seguridad de la arboleda y como si pudiese ver en la plena mañana esquivé árboles, ramas, trampas que nos acechaban y nos dispersamos. En mi mente una voz me decía como huir, como salvar mi vida, como conectarme con los demás. Tras una breve carrera y luego de internarnos unos cincuenta kilómetros en la profundidad del bosque nos volvimos a reunir. Corrimos como poseídos, ¿acaso no lo estábamos? Y retornamos a la seguridad de la cueva. Dos de los nuestros se encargaron de cerrar la entrada y disimularla para protegernos de los lugareños y del sol. Y luego fuimos hasta las entrañas de la tierra donde podríamos defendernos. Me sentí extrañamente bien, como si hubiera rejuvenecido. Ese era el efecto que la sangre poseía en mi cuerpo, lo vivificaba. No estaba cansado, ni siquiera agitado, pero nada podía hacer cuando el sol saliera por lo que debía usar ese tiempo para descansar. Tomé asiento sobre una roca y pude apreciar la belleza de las paredes de la gruta. Veía todo cual si fuera de día, mas aún, apreciaba detalles que hubieran escapado a mis ojos de humano. Los otros se sentaron en distintos sitios. A pesar de la pérdida de los niños, no se respiraba una densa pesadumbre, como si se hubiera tratado del extravío de unas barricas de vino o de un par de caballos viejos y ya moribundos. Yo sentí pena por ellos y sentí como ella compartía mi pena... Junto a mí tomó asiento en el suelo de la caverna la muchacha que me había dado a luz. En ella sí sentí el dolor de la pérdida. Anna, tal su nombre, tomó mi brazo y lo rodeó con el suyo. Sentí un perfume embriagador en su cabellera rizada. Era el olor de la sangre que la volvía atractiva. Permaneció a mi lado y trató de calentarse con mi compañía como yo con la suya. Ambos sabíamos que el calor no venía de nuestros cuerpos sino del producto de nuestra incursión. Era una mujer sola, triste y melancólica que necesitaba afecto y por eso me había dado de beber de su sangre. Comprendí entonces que la conversión no había sido producto de la fortuna sino de la necesidad. Me habían estado vigilando y Anna sabía de mis inquietudes intelectuales. Y entonces me contó por qué me había elegido. Con la conversión nuestras cualidades se potenciaban. Yo era un lector apasionado y el maestro de mi poblado y ahora comprendía cosas que antes ni siquiera soñaba con entender. En este mundo analfabeto y puritano yo poseía algo más valioso que la propia sangre. Poseía el conocimiento que solo las grandes ciudades brindaban. Podía llegar a ser un fiel compañero como hacía rato no tenía. Quizás hasta un líder... Anna me contó de su historia y la de los demás. Salvo ella que había sido novicia y educada con esmero y cuidado en un convento del Mediterráneo, los demás que nos acompañaban eran vulgares, sin formación alguna y ahora estaban mas cerca del otro que nos subyugaba que de aquel que alguna vez habían sido. A pesar de todos los beneficios aparentes de este nuevo mundo, la soledad se había vuelto insoportable para ella y se afanaba por lograr compañía buscándola aún entre sus víctimas. Llevaba trescientos años en este mundo y en mas de una ocasión se había visto completamente aislada de sus congéneres viéndose obligada a formar un nuevo clan, aún con lo mas bajo y vil de la sociedad. Estos habían sido aún más salvajes que en su vida anterior y menos cuidadosos por lo que habían sido cazados casi hasta el exterminio. Y nuevamente se había visto sola. Había pasado meses enteros refugiada en lúgubres escondrijos perseguida por hordas de cazadores, con la boca seca y el frío helado agrietando su cuerpo y su mirada. Y aquí entendí dos cosas. Lo que había visto en mi sueño acerca de la angustia, la religiosa atacada, el acoso, era lo que le había sucedido a Anna. Lo sentía como si me hubiera sucedido a mí y gracias a esa revelación lo entendía perfectamente y me unía a ella de una manera aún mas profunda. Lo segundo era lo que nos ocurría una vez que renacíamos. Prácticamente no podíamos morir, no de manera convencional. Las balas nos herían y sufríamos terriblemente por la pérdida de nuestra valiosa sangre, pero nuestras heridas cauterizaban y quedaban reducidas a una marca. Más tarde comprendería cabalmente que la herida que había sufrido en la guerra era tan solo un arañazo comparado con la agonía de una laceración en mi nuevo estado. Y entendí el sufrimiento de Anna y el dolor de su soledad. Encerrada en esa otra gruta se había visto cara a cara con la maldición de nuestra especie. Condenados a la inmortalidad la inanición era un tormento insoportable. Podíamos pasar años sin probar la sangre pero en ese tiempo nuestros cuerpos se marchitaban y estábamos al borde de una muerte que nunca llegaba. Una muerte que solo sobrevendría si el sol nos iluminaba siquiera. Llegué a pensar que ella era una diosa insufladora de vida pues me había traído a este estado y me había abierto las puertas a una nueva concepción. Y allí me di cuenta de lo terrible de nuestra situación. A pesar de haber sido obligado a convivir de esta manera, todo me resultaba aún interesante por mi espíritu indagador y mi sed por el conocimiento. ¿Pero que ocurría con un espíritu simple y llano, arrojado a este mundo nuevo, apartado de sus afectos y de todo lo que conocía? Podía llegar a ser una pesadilla sin fin. Me narró la historia de un convertido, Qull el bárbaro, que habiendo sido un general glorioso en su otra vida decidió conquistar el mundo entero con una horda de gente de nuestra especie. Y allí ordenó la conversión forzada de hombres, mujeres, niños, ancianos, santos y demonios y los transformó en una formidable oleada invasora. Pueblo que arrasaban era pueblo convertido, y si bien sufría pérdidas masivas debido al fuego, que los lugareños llamaban purificador, la cantidad de convertidos era tan grande que el número de integrantes iba aumentando progresivamente. Pero la conversión no es obra de un solo acto, ni siquiera de cualquiera. Debe ser administrada sabiamente para no provocar una transmutación parcial, algo que deja entre los dos mundos a los convertidos, condenándolos a una vida de sufrimiento por lo que habían sido y lo que la sangre nueva los obligaba a ser. Y debe ser realizada por las mujeres. Solo ellas pueden traer a nuevos miembros. Si fuera administrada por un hombre el resultado sería terrible y trágico. Fui testigo de este tipo de conversión y ví los cuerpos llagados y adoloridos de aquellos que no podían dejar de vivir y quedaban sumidos en una agonía perpetua, como el centauro Quirón. En esa ocasión asumí la misión de transformarme en una desgraciada versión de Prometeo y me hice cargo de su salvación acabando con su sufrimiento. Circulaban leyendas acerca de convertidos por hombres que no soportaban la llegada de la noche y solo podía sobrevivir durante el día. Su existencia estaba condenada a una sola jornada como la Efímera. Podían correr pero la llegada al océano, a una cadena montañosa o al mínimo de los percances los exponía a la ausencia de la luz y a su extinción. Las hordas de Qull eran terribles pero desorganizadas, bastas y sin ningún tipo de educación. En su mentalidad de general había eludido las grandes poblaciones y se dirigía a los pequeños poblados donde la miseria y la pobreza tanto de cuerpo como de espíritu se potenciaban al ser convertidos, pues razonaba que para llegar al asalto de los grandes pueblos y las ciudades debía reunir un número importante de soldados. Y fue su gran número y la falta de preparación lo que significó su ruina. Las víctimas realizaban fatigosos éxodos quemándolo todo y volcando aceites y sustancias inflamables dentro de las cuevas cercanas los que encendían destruyendo los posibles lugares de refugio. Un general, permítanme llamarlo humano, comprendió la estrategia y los puntos débiles de los invasores y les tendieron una celada. Aún a costa de sufrir pérdidas de hombres los condujeron hacia su extinción. Ninguno mas que él supo del plan para erradicarlos pues aquellos que eran sometidos por los de Qull servían como informantes solícitos y amables ante los bárbaros. Y así, sabiamente los empujaron hacia el oriente y se vieron sumidos en medio del desierto, del sol perpetuo sin cobijo y de la extinción. Dicen que los miles de conversos fueron reducidos a polvo en apenas unos segundos al clarear el alba. Hoy por hoy las leyendas dicen que en noches cerradas el polvo confundido entre la arena intenta reagruparse para planear la venganza de Qull, pero no es más que eso, una leyenda. Los sobrevivientes que habían logrado escapar fueron capturados y muertos en jornadas posteriores. Los que habían sido mordidos aún cuando no hubieran bebido una sola gota de sangre, requisito indispensable para transmutar a nuestro mundo, eran ejecutados tras un breve responso. Fue allí que la religión se asoció a la salvación y lo demoníaco a nuestra condición. Anna me contaba todo en voz baja, mientras acariciaba mi brazo de arriba abajo y jugueteaba con el delicado collar de cadenilla de oro que siempre llevaba al cuello. Durante días y meses fue descargando todo su conocimiento en mí. Y todo lo comprendía pues a través de su sangre lo había asimilado. Así como los padres legaban a sus hijos el color de los ojos o de los cabellos, nosotros nos transmitíamos la información necesaria para nuestra subsistencia utilizando como vehículo la sangre. Todo lo que había vivido tan intensamente durante los días de mi conversión sumido en ese sueño profundo eran su legado. Todas las experiencias de los que habían sido convertidos por ella y por los que habían sido convertidos antes que ella circulaban por mis venas. Reconocía sus nombres, recordaba sus ocupaciones, si habían muerto o si aún existían. Estaba ligado a mis demás compañeros de especie por un tramado invisible y fuerte como la telaraña. Y entonces entendí lo que ella necesitaba. Con la sangre nueva y procesada corriendo por mi cuerpo, esta ya había sido impresa por mis experiencias y mis sensaciones. Y ella la necesitaba. En un acto supremo de amor, el amor que antes nunca había experimentado, le tendí mi brazo desnudo y produje un corte que dejó drenar el fluido vital. El corte que me infligí fue tormentoso. Aún hoy recuerdo el dolor que sacudió mi cuerpo, como recuerdo cada herida que he sufrido a lo largo de la vida que me impusieron. Y Anna acercó sus labios a mi negra y cálida savia y la sorbió con delicadeza, completamente alejada de ese otro que dormía en nuestro interior y afloraba con la sangre roja de los no convertidos. La oí gemir y por un momento sospeché que era por placer, pero caí en la cuenta que se trataba de emoción. Con mi sangre ella vio el que había sido mi mundo, mi otra infancia en una ciudad lejana, la sofisticación de las calles de suelo empedrado, de los hombres y las mujeres vestidos de forma ridícula, de la belleza de una orquídea, del sabor de una taza de fuerte café de Arabia, el frenesí de la guerra y de la muerte y la vida. Vió y sintió como propios los cuadros de una galería, el color del tejado de una casa, el ladrido de mi perro, el andar de mi caballo, los conocimientos que había atesorado durante años de estudio, experimentación y aprendizaje. Vio países lejanos, vio rostros tatuados, gentes de otros colores... Vio todo lo que mis ojos, mis oídos, mis manos habían registrado, desde el dolor de una herida hasta el beso de una noche de pasión. Y nos sentimos comunicados como nunca lo habíamos estado con nadie. Me abrazó con fuerza y permaneció a mi lado desde ese día. En nuestra concepción los otros de la caverna no existían. Ella me había elegido para su clan y conmigo lo había formado. Yo ya era parte del grupo. En nuestra mutua compañía permanecimos por semanas, meses y luego años dentro de la gruta. Cazábamos juntos siempre con moderación tratando de no atraer la atención y desgarrábamos a nuestras víctimas para que confundieran su muerte con el ataque de algún otro animal salvaje. El resto del grupo nunca se interpuso entre nosotros. Para ellos éramos algo alejado, casi inalcanzables. Entrábamos en comunión solamente al momento de la cacería y allí todos obedecíamos a Anna, pues por experiencia ella nos protegía. Pero pronto se produjo una ruptura en el grupo. El resto, quizás envidioso de nuestra unión, alegó como un único ser, la inclusión de nuevos miembros. La envidia nos llegaba a nosotros también. Anna se opuso pues la cueva no era lo suficiente grande para albergar un grupo mayor. También sabía que un aumento de miembros significaba también un aumento en la frecuencia de nuestras incursiones y eso significaría a su vez que los pobladores nos perseguirían con mayor empeño y furia. Las langostas son combatidas cuando se transforman en plaga y trocan su comportamiento solitario en gregario. Eso nos ocurriría a nosotros si nos multiplicábamos. Pero el instinto en nosotros podía ser irrefrenable en ocasiones. Una temprana noche salieron para alimentarse y buscar nuevos miembros. Anna se dispuso a seguirlos pues la necesidad del grupo era fuerte en ella. La seguí y dejamos como tantas otras veces la seguridad de la cueva. Pero algo en mi interior me advertía que algo malo iba a ocurrir. Había pasado una hora, cuando ella me tomó del brazo y se detuvo. Vi en su rostro el terror y la furia. Y supe que algo ocurría. Los otros miembros del grupo se detuvieron también alejados de nosotros una media legua. Y la catástrofe llegó. Como surgidas de la nada las antorchas se encendieron y fueron rodeados. Anna sintió el impulso de la protección, de defender el clan, pero logré detenerla. La abracé y oculté su rostro para privarla de esas imágenes dolorosas y entonces fui testigo de la masacre. Intentaron defenderse pero fueron consumidos por las llamas. Los oí gritar y llorar y ví a los lugareños azotarlos mientras se apretujaban unos con otros. Hubo un párroco que se acercó envuelto en el mismo frenesí que nos dominaba a nosotros cuando olíamos la sangre y me dije que no éramos tan distintos, que solo nos impulsaban distintos motivos. Anna lloró entre mis brazos por la pérdida de nuestra familia, de sus hijos...La miré y vi que había llorado sangre. Bebí sus lágrimas y traté de reconfortarla cuando sentí la voz. -¡Falta la mujer! ¡El demonio de cabellos rojos! ¡Falta ella! Supe entonces que iban a venir a buscarnos. Tomé a Anna entre mis brazos. Y volví sobre mis pasos rumbo a la seguridad de la cueva. El olor a aceite quemado y el resplandor me indicaron que ya habían llegado y habían arrasado con nuestro refugio. Y sabiendo que solo no podría lograr nada dejé de contenerme, de mantener la cordura y dejé salir a ese en quien me transformaba cada vez que me nutría. Dejé a mi compañera en el suelo y vi que ella también había dejado salir a la bestia. Y entonces emprendimos la carrera fuera del bosque. Nos arriesgábamos al estar en el descampado, pero ya no corríamos por el alimento. Corríamos por nuestra supervivencia. No había Luna y eso nos daba una cierta ventaja. Allí se habían equivocado. Debían haber esperado a la protección de la luz nocturna para atacarnos. Ignoro cuanto corrimos. Estábamos hambrientos y sedientos. La sangre en mi cuerpo clamaba por más sangre. Cruzamos terrenos y vimos otras gentes que se habían adentrado en la oscuridad portando antorchas y teas. Sentimos la necesidad de nutrirnos pero nuestra propia supervivencia nos obligó a seguir corriendo. Fuimos por lo alto de los árboles y vadeamos un río. Y al fin llegamos a un pequeño poblado. El olor en el aire era distinto, como eran distintos los árboles y las propias casas. Habíamos viajado toda la noche. Nos acercamos sigilosamente a la cabaña mas alejada y notamos que estaba vacía. Concientes que nuestro tiempo se acababa entramos a ella y vimos que poseía un sótano para el acopio del grano. Anna se inquietó al pasar al ambiente. La sola ocurrencia que podían capturarnos estando allí era aterrorizante. Fuimos al fondo del espacioso lugar y nos cubrimos bajo unas mantas y tras una parva de grano. Sentí la terrible sed quebrándome la boca y el frío calándome los huesos y me abracé a Anna. No fue tanto por protegerla del peligro exterior. Lo hacía para que se sintiera confortada y no dejase la precaria seguridad del refugio. Para que no me abandonase. El lugar estaba infestado de ratas que se alborotaron cuando llegamos. Presintiendo nuestra naturaleza se alejaron de nosotros. ¡Que fácil hubiera sido tomar un par y alimentarnos de ellas! Pero sabía internamente que beber su sangre solo podía provocar un shock en nuestros cuerpos ya de por si debilitados por la huida y la tensión. Nos estaba vedado beber sangre que no fuera humana. Era como si siendo humano hubiera debido alimentarme con piedras. Imaginé entonces el terrible padecimiento del náufrago que flota en el salado océano con la boca partida por la sed rodeado de agua que atraería su muerte. Pasaron las horas y supongo que nos dormimos. Nos despertó el movimiento lejano de la aldea. Oí voces, griterío, el bullicio propio de una población. Imaginamos que el sol brillaba pues la temperatura dentro del sótano se había elevado. Y entonces sentí el escozor. Estaba conciente que esos que estaban fuera alguna vez habían sido mis hermanos de raza, quizás hasta de patria y de lenguaje, pero ahora eran mi sustento y eso generaba en mí una ansiedad terrible. La bestia en mi interior afloró aún en la oscuridad del sótano. Por un instante no me importaron ni el sol, el fuego o los inconvenientes que me pudieran ocasionar, incluso la muerte. Solo deseaba alimentarme, sentir la sangre cálida correr por mi boca, mojar mi pecho, entrar en contacto con el vello de mi piel. La agitación fue en aumento. Comprendí que estos ahora eran mis enemigos naturales, que ante su cercanía, me rebelaba, deseaba asaltarlos y partirlos, volverme a sentir poderoso como esa primera vez que me alimenté hacía ya cinco años. La furia y el hambre comenzaron a dominarme. Jadeaba desesperado. El filo de mis dientes me rozó la lengua y perdí el control. Y sentí la mano de Anna trayéndome a la calma. La miré y ella vio en mí la desesperación. Trataba de estar calmada, de dominar la bestia que nos alimentaba. Y entonces extendió su cuello hacia mí y apartó la cabellera rojiza y la hermosa cadena de oro que contrastaba con el rojo de su pelo. Y allí comprendí cuanto me amaba. Bebí de su sangre casi con frenesí. Ella me abrazó y ocultó su rostro en mi pecho. Y me calmó. Y me amó. Me recobré y pude volver a dormir sustrayéndome a eso que pasaba sobre nuestras cabezas. Fue uno de los días más largos de mi vida, y también uno de los más reveladores y angustiantes. Ese día conocí la desesperación, el hambre feroz, la agonía de la espera y también el profundo amor. Así como todos mis sentidos se potenciaban ante la sangre, también crecían los sentimientos que mi corazón albergaba. Podía matar sumido en un frenético huracán. Podía escuchar, ver, oler en el aire los distintos sabores de la naturaleza. Y podía amar como nunca antes había amado, al punto de compartir mi sangre, mi bien mas preciado, mi sustento con la persona que estaba a mi lado. Ese día supe entonces que no estaba solo. Relatar los pormenores de nuestras incursiones de caza en ese nuevo lugar sería redundante. Pudimos abandonar el sótano recién dos días después, nos alimentamos y partimos en migración. Una nueva cueva fue nuestro hogar a partir de entonces. Como una pareja de lobos nos mantuvimos unidos. En ocasiones y por poco tiempo se nos unieron otros, Y con ella fui forjando un hogar. Me transformé en ladrón y la sorprendí una ocasión en que dormía trayéndole una cama mullida, algunos muebles, vestidos para ella y ropa de paisano para mí y lo que más atesoraba, una serie de libros. No buscaba volver a aquella vida que ya casi había olvidado, ni siquiera reclamarle que me hubiera traído a este mundo. No vestía mi cuerpo desnudo buscando abrigo o por pudor. Lo hacía para que en los momentos que no nos dominaba la bestia nos sintiéramos más cercanos a ese que alguna vez habíamos sido. Quería solo darle lo que otros no le habían dado, un apoyo y un compañero fiel. Era producto de la evolución. Anna comprendió mi intención y cuando se vistió se sintió aún mas hermosa, aún mas mujer. Pero no era solo por eso que yo lo hacía. Habíamos pasado cuarenta y seis años juntos cuando vi el nacimiento de cierto comportamiento errático en su vida. En ocasiones la bestia afloraba casi sin el menor motivo, aún en medio de la mañana cuando el sol brillaba alto y fuerte. Al retomar la calma se acurrucaba en un rincón y dormitaba profundamente. Otras veces la había visto como perdida, con la mirada en un punto fijo del techo. Permanecía callada y alejada aún estando a escasos centímetros de mi rostro. Pero era en la cacería donde más notaba esa variabilidad en su actitud. Se violentaba ante la presencia de nuestras víctimas. Los atacaba y los desgarraba en canal. Bebía la sangre directamente del hígado y entraba en un frenesí caótico y asesino. Esa fue la primera señal de alarma pues debía deshacerme de los restos para no atraer la atención de los demás. Si veían un cadáver abierto de tal manera eran capaces de asolar toda la zona, llegar hasta las grutas y hacerlas volar por el aire. Pero cuando estaba en control, era la dulce Anna que yo amaba y que me protegía y dejaba que protegiese. Quizás su carácter errático se había acentuado luego de los terribles resultados producidos por nuestra necesidad de procrear. Nuestra especie estaba condenada a la multiplicación por la sangre y no por el sexo, pero como humanos que antes habíamos sido, la atracción sexual, si bien acallada, era tan fuerte como el instinto por cazar. Anna aún tenía el mandato de la procreación y yo deseaba complacerla. No puedo describir el intenso placer del amor carnal que experimentaba con mi amada. Era tan intensa que superaba cualquier otra emoción vivida con anterioridad. Todo mi cuerpo se estremecía al acariciar su piel desnuda y si nos rozábamos y bebíamos nuestra sangre era aún más poderoso. Lo habíamos intentado antes de la llegada de la primavera y, aunque era extremadamente difícil la concepción, lo habíamos logrado y ella había quedado encinta. Fuimos felices, aún más si eso era posible, con la noticia. Ella se sentía plena y en mi interior sentí el orgullo de un padre y la felicidad de un esposo. Y la vi cambiar y volverse aún más sensual. Sus cabellos rizados, eternamente rojos y perpetuamente largos hasta su cintura parecían tomar vida. Me rogaba que hiciéramos el amor una y otra vez y dormía con una placidez en el rostro que llamaba a mi calma y a mi paz. Su cuerpo se iba haciendo más y mas sensual, la redondez de su vientre y de sus pechos era cautivante y contemplar su rostro bien valía sacrificar toda la vida. Pero nuestro sueño estaba condenado. Al cabo del cuarto mes empezó con fuertes dolores en el vientre que la postraron y fueron en paulatino aumento. Hacia el séptimo mes, tras días de terrible padecimiento, frustrado por no poder auxiliarla ni socorrerla en forma alguna, sufrió el aborto de una criatura ennegrecida y lastimosamente deforme. Una niña. Se aferró a ella y lloró lágrimas negras, de dolor, de angustia. Recién tras varios días dejó que la apartase de su lado y la ubicase en el exterior. Me pidió que lo sepultase y que si recordaba alguna le dedicase una oración. Cumplí con su pedido con amoroso cuidado y esmero. Anna entró en un estado de desesperación tal que ni siquiera dejó que la tocase. Sufrió de secreciones mamarias de una sangre ácida y espesa que le provocaron terribles dolores. La imagen de su cuerpo desnudo, bañado en esta leche y ahogando un grito de dolor es una de las imágenes mas terribles que me acompañan aún hoy luego de tanto tiempo. Tras la tragedia su espíritu se volvió aún más oscuro. Me apartaba de su lado, no me hablaba como si la pérdida del embarazo fuera producto de mi propia culpa. Durante esos días salí a cazar y traje una víctima adormecida para que se alimentase. Hubiera sido más fácil traer la sangre en una vasija pero nuestra terrible naturaleza nos obligaba a nutrirnos desde un cuerpo vivo. Mi amada compañera descargó en ese hombre anciano y ya casi moribundo la furia asesina que su cuerpo necesitaba desplegar y calmó su sed sorbiendo por completo el fluido tan necesario. Pero mi amada Anna ya no era la misma. La inestabilidad que había notado en un primer momento se hacía presente con mayor asiduidad. En cierta ocasión ni siquiera llegó a reconocerme. Y el curso de los tiempos fue modificando nuestra vida. Pronto el progreso nos llamó y nos advirtió que nuestra época se iba acabando. Lo que había sido nuestro coto de caza fue poblándose de gentes, que si bien acrecentaba nuestra posibilidad de alimentarnos, reducía al mismo tiempo nuestros escondites. Las grutas fueron estudiadas e invadidas y pronto empezaron a explotarlas en busca de minerales y otros recursos. Una noche de oscura negrura dejamos nuestra cueva, nuestro hogar por tantos años y nos lanzamos a la búsqueda de una nueva morada. Recorrimos cientos de leguas en tres días, cruzamos países, estuvimos a punto de sucumbir al quedar expuestos a la mañana cuando una providencial cueva excavada por algún animal al ras de la tierra nos sirvió de refugio. Obligué a mi compañera a meterse en ella y la seguí. No me importaba mi bienestar, solo quería salvar al amor que la vida me había dado. Hubiera sido terrible para mí perderla, y la protegí con mi cuerpo mientras amanecía y le daba tiempo para buscar agrandar el escondrijo. La luz del sol, el reflejo en verdad me rozó y dejó en mi brazo una marca que aún hoy llevo. El dolor fue intenso y elevó la temperatura de mi cuerpo sumiéndome en un estado febril que me puso al borde de la muerte. Anna excavó la tierra desesperadamente y me llevó al interior donde procedió a cuidarme. Me abrazó y me mantuvo junto a ella en ese espacio diminuto y estrecho donde apenas si podíamos respirar. Estuve conciente todo el tiempo que ella me cuidó. No podía conciliar el sueño reparador. Tan solo me dejaba para ir a buscar el sustento y para hallar una nueva morada. Y pensé entonces que la fragilidad de su estado mental había llegado a un punto crucial cuando la escuché rezar como seguramente lo había hecho allá lejos, cuando era una novicia. -No me abandones ahora mi Señor...No permitas que muera en mi mente antes que él... Si somos tus hijos también, no me quites la vida cuando la he hallado a su lado... Al cabo de un par de semanas halló un refugio seguro y hasta allí me llevó. Triste era nuestro destino empujados constantemente fuera de nuestro hogar y de nuestra vida por la naturaleza de nuestra existencia. Recién allí pude empezar a recuperarme aunque la debilidad provocada por la fiebre me sumió en un prolongado y reparador sueño. Soñé con mi amada, con su cabellera rojiza, con su mano acariciando mi pecho, con sus labios bebiendo de mi brazo, ese mismo brazo que ahora lucía una marca roja producto del sol. Soñé con sus labios besándome y volcando en mi boca la sangre recién cosechada. Y en el sueño noté que sus labios cambiaban y se volvían más suaves, como si fueran más juveniles. Así como el límite de nuestra existencia no poseía comparación en la escala humana, la posibilidad de recuperarnos tras una quemadura solar requería un tiempo prolongado también. Y durante todo ese tiempo dormí y soñé. Aún maldigo ese sueño profundo... Soñé con ese sol terrible que me laceraba el alma. Soné con la vida anterior que había llevado antes de Anna. Reviví los momentos de felicidad que había experimentado junto a ella. Y me dí cuenta de lo afortunado que era aún a pesar de no poder ver el sol directamente, de tener que vivir como fugitivos, de sentir ese frío perpetuo en nuestro cuerpo, de la sed, del hambre, del dolor y la pérdida... Era afortunado pues había conocido al verdadero valor de la existencia. Alejado de la ambición, del dinero y la corrupción, había conocido el valor de la vida, la propia y la ajena. Cazábamos solo cuando necesitábamos alimentarnos, no lo hacíamos por placer... Y había conocido el amor profundo de mi amada Anna. No éramos esposos, ni confidentes, ni compañeros. Éramos mucho más que eso, éramos el uno para el otro. En cierto sentido había vuelto a las raíces y había evolucionado. Quizás éramos el futuro de la humanidad. Lo notaba en mis venas. Mis sentidos hiperdesarrollados me habían abierto un mundo nunca antes presentido, nunca antes visto. Casi no tenía memoria de mi otra vida. Soñé quizás con una mujer que pudo haber sido mi esposa y soñé con ese odio que había experimentado cuando había odiado a aquellos a los que luego defendería. Y me avergoncé por eso. Yo mismo podría haber matado a Anna antes de conocerla y eso me aterrorizó. Y luego soñé con el dolor, con un río negro hecho de sangre fría que se volvía de fuego. Con los cabellos de Anna quebrándose en mil pedazos, con su muerte. Soñé con nuestra hija muerta, la que nos podría haber perpetuado y supongo que lloré. Y luego dejé de soñar... Cuando abrí los ojos busqué a mi amada. Vi a alguien acurrucado en un rincón y debí aguardar que mis ojos recuperaran su sensibilidad. El cuerpo me llamó la atención pues no me resultaba conocido. Su aroma sin embargo me era familiar. Notó que había vuelto en mí y se acercó. Era una mujer de cabellos rubios, lacios como la lluvia en una noche sin viento. Era joven, voluptuosa y deseable. Tuve un ataque de ira al verla y me abalancé hacia ella tomándola por el cuello. Era uno de los nuestros. -¿Acaso no reconoces los labios que te alimentaron todo este tiempo? Sentí el aroma familiar de esos labios besándome durante el sueño y la aparté. -Anna... ¿Dónde está Anna? -Se fue hace un mes. Me trajo aquí y me dijo que te cuidara... Ella dijo que entenderías... No puedo reproducir la desazón, el dolor por la partida. Mi amada Anna, mi compañera, se había marchado. Y si... Entendía. O sospechaba tal vez... Quizás mi padecimiento le había hecho darse cuenta que su frágil estado mental no le permitía cuidarme y había convertido a esta joven mujer para que tomara su lugar, para que fuera mi compañera. Era su ofrenda máxima... ¡ Oh Anna! ¡Prefería morir a tu lado que vivir sin tu compañía! ¡Tu ausencia era más quemante que el sol y que el fuego! ¡Sin tu amor me sentía postrado, amputado de mi vida, de todo lo que le daba sentido a mi existencia...! Sentía la presencia de mi amada en el aire como un silbido tenue y apenas perceptible y supe que aún estaba viva pero lejos de mi lado. En mi pecho, bajo las ropas que me permitían creerme aún un humano sentí el frío del metal y lloré en silencio. Anna me había dejado su collar, el último recuerdo de su vida bajo el sol y lo besé como si pudiera alcanzar esos labios rojos a través de él. Abandoné la cueva y vi una ciudad lejana y una cadena de montañas. Y sentí mas frío que nunca. Creí por un momento que perdería la razón. Y grité su nombre en nuestro idioma... y aguardé en vano su regreso. La muchacha que Anna había dejado a mi cuidado se llamaba Cristina. Si bien era joven y bella, la tosquedad de su espíritu no se comparaba a la delicadeza de mi amor, o quizás yo la veía así para intentar no sentir por ella más que la necesidad de compañía. Ella quería experimentar todo lo que le brindaba esta nueva vida. Quería sentir el poder de este nuevo estado, dominarlo todo. No le interesaba el diálogo, la comunicación, eso que tanto extrañaba de Anna. Potenciada su inmadurez sexual solo deseaba alimentarse y ser satisfecha sexualmente. Su inexperiencia la volvían peligrosa para ella y para mí. Salíamos a cazar y debía advertirle acerca de la necesidad de volver a la seguridad de la gruta. Intenté comunicarme con ella, transmitirle mis experiencias, mi propia sangre pero me sentí vacío. No era mi amor, no era la mujer que amaba... Quizás eso fue lo que impidió que nos uniéramos como pareja. No podía deshonrar la memoria de mi compañera. Si me unía a Cristina sentía como si estuviera traicionando a Anna, y a ella también pues jamás iba a poder darle lo que necesitaba. Solo podía adoctrinarla como sobrevivir. Pasamos casi un año así. Y luego, llevada por su necesidad de experimentar más de lo que yo podía darle se alejó. Verla irse fue como si una parte de mi vida desapareciera. No quería perderla a ella también pero no podía retenerla atada a un recuerdo que no podía compartir. Por años pasé en soledad mi dolor. Busqué a Anna en las grutas de la cercanía, entablé contactos con otros de los nuestros y les pregunté acerca de la mujer de la cabellera roja. Ninguno la había visto. Me impulsaba ese instinto desarrollado que me decía que aún seguía viva y andaba por allí, quizás integrada a otro grupo, quizás olvidándome. Me uní a un grupo integrado solo por hombres y sentí su mismo dolor al saber que no podían aumentar su número. La apatía y el desgano habían quebrado su espíritu y ya no deseaban vivir. Vi a uno de ellos dirigirse hacia una fogata y como su cuerpo era desgarrado por las llamas. No llegó a dar tres pasos pues su cuerpo convertido en cenizas se elevó por el aire llevado por el calor de las llamas. Desee morir en una ocasión. Desee morir mil veces. Cuando podía dejar mi refugio miraba las constelaciones y buscaba el nombre de Anna entre ellas. Y a ellas les hablaba con la esperanza que me pudiera escuchar. Que pudiera hallar el camino para volver a mí. Hallé una gruta inaccesible donde compartí mi angustia en soledad. En ocasiones servía de refugio para alguno de los nuestros e intercambiábamos nuestra sangre. Por unos seis o siete años conviví con una mujer con quien intenté formar pareja, pero la presencia de Anna en mi mente hizo imposible que pudiéramos comunicarnos. Aún así la llegué a apreciar en gran medida. Grande fue el dolor cuando no volvió una noche. Había salido a cazar en solitario a pesar de mis ruegos porque no lo hiciera, porque presentía algo malo. Dentro de mi ser sentí cabalmente como la candela que era su vida se apagaba imprevistamente. Había desaparecido. No como mi adorada mujer de cabellos de fuego que aún estaba presente en el aire. Ella había dejado de existir. Dentro mío aún llevo su historia y la de los suyos. Sentí el alma partida por su muerte y quise morir. Me sentía acompañado pero terriblemente solo. Y cada vez más aislado. En la lejanía las voces se apagaban cada vez con mayor rapidez. El tiempo se nos iba acabando. El progreso, el maldito progreso que nos estaba aniquilando también obligó a los demás a huir. Yo no fui la excepción. Fui desterrado por el avance de la población y dejé la gruta. Y fui un nómada, refugiándome en cuevas, casas abandonadas, incluso en una iglesia donde me guarecí en un claustro de penitencia. Permanecí cerca de una ciudad puesto que ella además de darme sustento, me ofrecía sitios donde pasar las mañanas. Una casa abandonada podía ser un sitio excelente donde dormir. Y aprendí a controlar mis instintos. Atacaba y bebía la sangre, pero me aseguraba de no desangrar en demasía a mis víctimas para que no murieran. Esto si bien no me permitía alimentarme con plenitud, tampoco atraía la atención puesto que una víctima mortal era llamativa para la sociedad de creciente población, donde me había refugiado. Pero hallé mi lugar una noche en que me introduje en el monumental edificio de la biblioteca y museo. En sus sótanos laberínticos podía perderme por años. ¡Que feliz hubiese sido Anna allí! En las noches que no cazaba y me aseguraba que no hubiera nadie deambulando, recorría los anaqueles y devoraba los libros con ansiedad. Me ponía al tanto de los últimos avances en ingeniería, leía los libros de poesía, me asombré con descubrimientos impensados en los tiempos que yo era maestro mas de cien años atrás. Fue en ese lugar que hallé y me apoderé del libro que hoy poseo en mis manos. Leí acerca de países que solo conocía por nombre, reyes conquistadores, viajes fabulosos... Retomé los clásicos del bardo inglés y los ví bajo otra luz, desde este nuevo punto de vista. Supe de hombres que libraban batallas para la liberación de su pueblo allende el océano inspirados por un grupo de notables que habían iniciado una guerra de independencia en el continente llamado América. Releí el Quijote y me pregunté si la sociedad no nos vería como gigantes amenazantes cuando en realidad éramos los molinos de la naturaleza, que ocupábamos nuestro espacio sin molestar a nadie, intentando sobrevivir. Imaginé reinos perdidos, países cubiertos por hielo perpetuo donde el sol no asomaba por semanas seguidas, pero tampoco se ponía por otros meses consecutivos. Leí acerca de animales de cuello largo como un tiro de ocho caballos, de caballos pintados, de un continente negro de donde alguna vez había llegado Aníbal y donde había florecido el imperio Egipcio. Leía en voz alta, para que la mujer que había amado me escuchara. Y fui nuevamente feliz allí. Pasaba horas recorriendo los estantes, incluso olvidándome de alimentar mi cuerpo el cual sin embargo se mantenía fuerte y vital. En el museo recorrí las vitrinas y me maravillé con cosas que solo había visto por ilustraciones. Toqué el sarcófago de un faraón, la momia de un rey andino, me maravillé con las mil formas distintas de los insectos y la fabulosa recreación del esqueleto de una ballena cazada en las cercanías de Nantucket. Me maravillé al ver el cráneo de un simio de proporciones sobrehumanas al que se lo catalogaba como comedor de hombres. No pude menos que sonreír tristemente al ver que su formidable dentadura era más adecuada para masticar hierbas duras que para triturar la dura carne humana. Mí amada Anna me había contado de un compañero de clan que había viajado hacia el continente negro y había convivido con simios gigantes que no le temían y lo trataban como uno más de ellos. Estos increíbles animales, eran desconocidos aún para el grueso de la sociedad que los estigmatizaría como a nuestra raza. Me dí cuenta bien pronto que no éramos tan distintos de esos animales. Quizás ellos también habían sido humanos como nosotros y por alguna mutación de la sangre o del espíritu habían devenido en esas criaturas que solo deseaban subsistir. Redescubrí el placer de la música cuando iba por los techos y llegaba hasta los teatros y asistía a conciertos que me emocionaban hasta hacer vibrar incluso a la bestia que habitaba dentro mío. En las calles la débil luz de gas, si bien me dañaba si me tocaba, no era en lo absoluto una amenaza una vez que había entendido su funcionamiento. Con la lluvia como mi aliada podía adentrarme en las calles de la ciudad recorriéndola a través de las azoteas, ir de una punta a la otra en una sola noche, alimentarme sin llamar la atención y retornar a la seguridad de mi hogar. A veces lo hacía solo para escuchar y ver desde las penumbras. Oía a la gente, a aquellos que alguna vez fueron los míos y fui aprendiendo de este nuevo mundo. Aprendí lo que no estaba en los libros. Aprendí acerca de los avances ferrocarril, de calles iluminadas por la electricidad que volvían a la noche en día, de barcos de acero que surcaban los mares, de guerras en lugares desconocidos, de actos de valor impensados, crímenes terribles provocados por la lascivia y la ira. Escuché acerca de la bajeza y la grandeza del ser humano y me dije que quizás no había cambiado tanto la sociedad, tan solo se había extendido en todos los puntos cardinales. Pero el summum de la crueldad la escuché una noche de Enero, cuando el frío helaba a la gente y me permitía un aumento en la frecuencia de mis incursiones. En esa ocasión escuché acerca de una mujer que había sido capturada. Era alguien que poseía una fuerza extrema, que bebía sangre como los salvajes y que era quemada por el sol y me alarmé. Guiado por el olor de mi especie corrí por las terrazas y sometí a mí ser interior que deseaba salir y alimentarse y llegué hasta una carpa negra donde la gente hacía cola para observar al fenómeno. Poseía un sitio privilegiado desde donde presenciar el espectáculo. El corazón me latía como nunca antes. Esperaba hallar a mi Anna, pero también sabía que si ella era la que estaba en esa carpa desataría la peor furia asesina que la ciudad había visto. Fui acercándome hasta tener un sitio desde donde apreciar el espectáculo y aguardé con impaciencia. Un hombre salió y dirigió unas palabras declamatorias a los presentes. Y luego descorrió el telón de una jaula inmensa. No vi la cabellera rojiza pues no existían cabellos en su cabeza. Su cuerpo desnudo estaba marcado por la lucha, la inanición y el oprobio. La arrebatadora belleza ya no existía. Y reconocí a Cristina en ese lugar. Sentí alivio y sentí odio. Alivio porque la mujer que amaba no estaba allí. Odio porque habían reducido a un espectáculo de circo a una de las criaturas más fabulosas de la creación. Cristina rugió al ver a la gente. Cerré los ojos para no ver lo que siguió pero mi necesidad de saber fue más fuerte. La obligaron a pelear contra un formidable mastín que había sido adiestrado para no temerle a nada y a pesar de las terribles heridas lo venció y frente a la muchedumbre ansiosa intentó beber su sangre. Su boca no hacía daño y comprendí que le habían arrancado todos los dientes y le habían extraído las uñas de las manos y los pies. Vi como retrocedía ante la flama de una antorcha que la redujo como un animal asustado y me sentí impotente. Me puse de pie y me dije que ella no merecía estar allí, que si alguna vez había sido un humano, no podía permitir esta humillación. Y me dispuse a liberarla. Me preparé para dejar aflorar la bestia, ya lo hacía a voluntad, y hubo algo en el aire, un gesto, una palabra que me delató. La única en percibirme fue Cristina. Levantó la cabeza hasta donde estaba y vi su rostro. Con el único ojo sobreviviente me reconoció. Tal vez fue el recuerdo de un tiempo pasado, darse cuenta que podía liberarse del sufrimiento y de recuperar la hidalguía de nuestra especie. Y lloró lágrimas de sangre... Recordó sus tiempos de plenitud, recordó un tiempo en que vagaba libre y dejó suelta la bestia de su interior. Se azotó contra las rejas y con las últimas fuerzas la rompió. El presentador del espectáculo intentó dominarla con una antorcha y notó con terror que ella no retrocedía. Cristina lo atacó con furia sobrehumana, con la furia de una raza destruida y desarraigada. Arrancó su brazo y bebió la sangre que manaba de su muñón deshecho. Supongo que sintió la vida en su boca justo antes que la antorcha la tocara. A pesar del dolor, del desgarro, bebió el líquido en un último acto de rebeldía y vomitó su propia sangre en el rostro del presentador. Luego se redujo a cenizas. No pude seguir viendo. Sentí su muerte en mi interior y mi corazón se detuvo por unos instantes por el dolor. Su voz y su alegría se habían apagado. Volví a mi lugar y me dije que no podía continuar en esa ciudad. Antes de llegar descargué mi ira ante un transeúnte y me sacié intentando calmar mi ira, mi angustia y mi indignación. Permanecí un tiempo más en la biblioteca y luego abandoné el sitio yendo hacia el oeste. Ya no lo disfrutaba. Todo lo que entraba allí permanecía teñido por el recuerdo de Cristina, por su absurda y liberadora muerte, por haberla visto reducida a un guiñapo habiendo perdido toda la belleza que en un momento desprecié. Y sentí una profunda culpa por eso. Si yo no la hubiera alejado de mis sentimientos, quizás habríamos podido ser medianamente felices. Quizás no la habrían atrapado. La culpa me carcomió el alma. Me sentí responsable de su destino final. Volver a la huida fue, ciertamente gratificante. Volví a sentirme vivo, libre con los olores y las sensaciones que flotaban en el aire. Sentí el placer de la caza, de alimentarme sin temor a que me encontraran. Y vi las estrellas. Y vi la Luna. Y traté de buscar a alguien de mi especie. Agucé mis sentidos y olí en el aire buscando alguna señal que me indicara que existía alguien por allí cazando, aguardando hallar a otro como yo. Y fue en vano. ¿Acaso era yo el último? ¿Nos habíamos extinguido como una flama pasajera? ¿Sería yo el depositario del legado de mi especie? Las voces iban apagándose cada vez con mayor rapidez. Los que me habían precedido se estaban extinguiendo. Pensé en Anna, en los otros que se habían cruzado en nuestra vida, en las vidas que había tomado y me sentí maldito por ello. Me sentí adolorido en el cuerpo, aún más que cada una de las veces que fui herido por algún puñal esgrimido por una presa, o la bala de un fusil. Incluso más que la vez que el sol me tocó. Aún así sentía la vida de Anna por algún lugar del orbe y eso me daba fuerzas para seguir, la esperanza de poder hallarla fue el motor de mi destino. Dirigiéndome siempre hacia el oeste, huyendo de la civilización, llegué al mar. El aroma del agua salada fue predominante entonces y embriagador. Reconocí el Canal y me dije que había llegado el momento de buscar un horizonte completamente nuevo. Quizás llegar a América... Dormí esa jornada en una cueva cercana a la playa y en cuanto volví a ser soberano de la noche me dispuse a cruzar por las frías aguas que me separaban de la gran isla. Guardé la ropa que llevaba siempre conmigo y que me permitiría camuflarme si alguien me observaba a la distancia y el libro, mi segundo tesoro más preciado, y me zambullí. El agua helada no me hacía efecto, incluso era beneficiosa pues me permitía sentir en toda mi piel lo que el océano y el mar me decían. Recordé una historia de Anna que narraba de un grupo de los nuestros que habían logrado dominar el arte de la respiración y se habían exiliado al fondo de las lagunas, donde permanecían acechantes a los que intentaban recolectar pesca. Estos estaban protegidos del sol por el agua y en las mañanas se mantenían cerca del fondo donde los rayos del sol y su reflejo no los afectaban. Tardé casi seis horas en llegar al otro lado y en cuanto pisé tierra firme busqué refugio. La aparición de un solitario pescador madrugador me sirvió de alimento. No quise matarlo pues ya no existía en mí ese deseo y pronto gané el refugio de una abandonada iglesia. Llegué al río pestilente y fui adentrándome en el terreno hasta llegar a la ciudad. La ciudad de Londres era inmensa. Me sobrecogí al verla y me pregunté si no estaba arriesgando demasiado al acercarme a ella. Sabía que allí hallaría sustento, pero también sabía que las posibilidades de refugio eran mínimas. La fortuna me acompañó esa vez y logré ingresar en una alejada propiedad cuya familia había muerto por la viruela y era intocable. Las derruidas paredes me ofrecerían la protección suficiente para subsistir por un tiempo al menos en que planearía mi viaje a las Américas. Extrañé la presencia de una biblioteca en la vivienda. Me había acostumbrado a oír con mis ojos a los muertos y ausentes. Aún así pude descansar con comodidad y su lejanía de la ciudad era la exacta como para realizar incursiones y volver a la seguridad en mucho menos tiempo del que necesitaba. Por eso me dediqué a recorrer la Londres acerca de la que tanto había oído y leído. Conocí sus calles, conocí la vida nocturna, pude ver y oír obras de teatro desde las abigarradas azoteas. Me introduje en museos y bibliotecas y recuperé el placer de la lectura. Vi hermosas obras de arte en inmensos salones e intenté guardar en mis ojos la belleza de cuadros que solo percibía en tonalidades de grises, pues solo llegaba a percibir el color de las formas tridimensionales como los cabellos de Anna o la piel de Cristina. Era el precio de la sofisticación y la agudeza. Uno de los momentos mas maravillosos de mi existir fue cuando se inauguró la primer calle iluminada por la electricidad. Necesitaba ver con mis ojos como se había guardado un rayo dentro de una botella. Había leído con respecto a los avances realizados en América al respecto y como el ingenioso invento había llegado a la gran isla. La iluminación era débil y escasa. Apenas unas tres calles cerca del Támesis. Esperé a ser el único habitante de la noche y enfundado en las ropas de mí humanidad cada vez más lejana me acerqué a verlas. Eran una bombillas que emitían una tenue luz amarillenta, aunque mas potentes que la débil luz de gas de los viejos faroles. Y sentí algo increíble. Me acerqué a las lamparillas y no pude evitar acercar mi mano. Al tacto no fui dañado y su luz no quemaba mi carne ni mis ojos. Lo habían logrado. La humanidad por fin había vencido la oscuridad y desde ese día la noche ya nunca sería la misma. Estuve tan excitado por las posibilidades que me adentré en la biblioteca y robé cuantos libros pudiera cargar sobre mis espaldas para enterarme de los avances tecnológicos que el fin de siglo alumbraba. Y todo me refería a América una y otra vez. Eso impulsó aún más mis deseos de emigran y aceleré en mi mente los detalles del viaje. Sabía que no podría atravesar el océano a nado sin transformarme en espuma apenas amaneciese, por lo que tendría que hacerlo en un barco de importante calado y generoso volumen que me permitiesen esconderme en un lugar aislado y alejado de ojos inquietos. Estaba meditando los planes para realizarlo cuando algo perturbó mi sosiego. Me estremecí con cada centímetro de mi cuerpo. Mi bestia interior se puso en alerta y salí al exterior. El aroma sutil, apenas perceptible, me sacudió como una vara en el vendaval. Había alguien más allí. Había alguien de mi especie por ese lugar, quizás alimentándose, quizás acechando. Sentí una terrible desesperación cuando dejé de percibirlo. Me lancé a la carrera sin rumbo determinado, yendo y viniendo, subyugado por el olor tan tenue como el silbido de un pájaro y busqué recuperarlo. Había desaparecido por completo. Volví dentro de la casa tras un par de horas de búsqueda infructuosa y sentí el sol calentando la vivienda. Apenas si pude dormir totalmente descontrolado por el olor. No había podido reconocer si era de un hombre o una mujer y noté que hacía mucho tiempo no lo sentía. Cuando estaba en el continente y aún mas remontándome en el pasado, el olor de la caza y del que éramos cuando nos alimentábamos era uno de los nexos que nos unía. Era como un manto suave que siempre nos indicaba que estábamos acompañados. Era distinto a esa sensación en el alma que nos decía si estábamos vivos. Este era un olor vinculado con la bestia, con lo más puro de nuestra especie. El otro era mas en contacto con nuestro espíritu. No puedo siquiera imaginar la persistencia del olor del ejército de Qull, aunque si podía llegar a entender por qué había tenido tanto éxito. El olor era un vínculo que nos permitía liberar a la bestia de forma completamente natural. Y con el paso del tiempo ese olor que siempre había estado presente se fue haciendo menos persistente, más difícil de notar. Eso indicaba que cada vez éramos menos, que cada vez nos acercábamos más a la extinción. La última vez que lo había sentido con gran fuerza había sido ante la muerte de Cristina. Y desde entonces fue inexistente. Pero ahora había alguien más allí conmigo. Quizás todo un clan. Durante los dos años que había permanecido en la frontera de la civilización londinense jamás había sentido esa sensación, y ahora aguardaba ansioso la llegada de la noche para recuperarla. Pero no retornó. Salía hacia la ciudad en cada oportunidad y como un animal excitado por algo imposible de comprender deambulé por las terrazas y caminé las oscuras calles de los suburbios intentando recuperar una parte de mi pasado. Fue inútil. Quien estaba allí se había ido. Y si yo lo había sentido, ¿porque no me había sentido a mí? ¿Tan alejado estaba yo de mi condición que ya había perdido la capacidad de comunicarme con los otros de mi especie? O quizás se trataba de que hubiera involucionado. Que había pasado demasiado tiempo fuera de mi grupo, solo, y me había aislado. Me sentí más solo que nunca y sentí más que nunca la necesidad de agruparme con mi gente, aunque ello significase ponerme en riesgo. Transcurrieron los días, las semanas y los meses. Fue durante una copiosa nevada que volvió a mí. La noche era joven y el aroma era fuerte y persistente. Y en una loca carrera me dirigí hacia él. Fui llevado por la necesidad, la misma que me obligaba a alimentarme y conocer mas sobre el mundo que me sostenía. Llegué hasta las modernas cloacas de Londres, construidas unos años atrás y me adentré en ellas. No pude evitar observar el hermoso estilo gótico de sus paredes y techos de ladrillos. Como a otros de mi especie, no me importaba el agua ni la pestilencia. Para nosotros era como una molestia menor, y sin duda, la presencia cercana de víctimas. Fui avanzando por las anchas cavernas artificiales y llegué hasta el corazón de la ciudad. El olor fue creciendo a medida que avanzaba y despertó en mí el deseo dormido de compartir con alguien mi existencia. Me desharía de mis ropas, de mis conocimientos, de mi piel y mis ojos si eso significaba la compañía. Y pronto sentí el jadeo, el salvajismo, el olor penetrante y fuerte. Y entonces lo reconocí. Avancé sin temor por lo que pudiera hallar pues el instinto era más fuerte en ese momento y llegué a un recodo. La desnuda figura femenina estaba agazapada. Se tomaba los brazos con las manos como dándose calor. El agua pestilente le daba a la altura de las caderas y parecía haberse rendido. No pude evitar sentir como mi pecho se quebraba como mi boca y mi lengua. La cabellera roja estaba marchitada y la delicada piel blanca como la nieve estaba cubierta de magullones y cortes. Allí, completamente entregada a la bestia se hallaba el amor de mi existencia, el amor en persona, mi madre, mi compañera y mi otro yo. Corrí hacia Anna y me miró sin reconocerme. Se lanzó hacia mí para atacarme y no opuse resistencia. Le entregué mi pecho para que se alimentara y con una brusquedad inusitada se nutrió. El dolor del desgarro no fue tan terrible como la angustia de ver a mi Anna completamente perdida en un limbo casi irrecuperable. La abracé llorando por el amor recuperado y no quise dejarla ir. Probó mi sangre y entonces se calmó. Podría jurar que sus rizos rojos revivieron casi como en los tiempos que fuimos felices. Me miró con el rostro surcado por lágrimas negras como el ébano y acarició mi rostro. -Estás aquí...Estás aquí... La bese con pasión. Con la pasión que me había abandonado con ella la abracé. Apenas tenía fuerzas pues su mente resquebrajada ya no le permitía alimentarse y la dejé que siguiera nutriéndose con mi sangre. - Mi amada...recorrí todo el mundo buscándote y te hallé en el sitio mas infecto de la tierra...amor mío, amor mío... La tomé entre mis brazos y como no había podido lograr Orfeo con su amada Eurídice, dejamos las cloacas infernales. Volvimos a mi hogar y la sentí convulsionarse. Quise darle mi sangre pero ella me alejó con dulzura. Le mostré la cadenilla de oro que colgaba de mi cuello y se la coloqué. Sonrió con alegría por habernos recuperados a los dos. Desee que en ese momento fuera feliz... Me encontraste mi amor...Me hallaste y me rescataste...Me rescataste Acaricié sus cabellos ondulados y limpié su lastimada piel con mis manos. Mis lágrimas negras inundaron su cuerpo. -Llévame con nuestro bebé...no dejes que me encuentre la locura de perderte...no dejes... Hizo un intento vano por retirar su brazo pero yo lo tomé. Necesitaba saber que le había pasado por donde había dejado transcurrir la vida. Quizás de esa manera la ayudaría a soportar la terrible carga que llevaba. Me rogó que no lo hiciera, que no quería perderme otra vez. La besé en los labios y con ese gesto le hice entender que la había hallado para no separarme. Y entonces accedió... La mordí con suavidad, intentando lastimarla lo menos posible conciente que le causaba un dolor terrible y sorbí su sangre. Esta era aún más espesa, como un barro cálido, producto de años de desesperación y de hambre. Y sentí en mi cuerpo el dolor de la angustia. La angustia por la pérdida de nuestra hija, por la pérdida de la cordura, por la desazón... Se arrastró en cuevas solitarias y la ví llamándome y rogando por su muerte. Ví como se había unido a un grupo proveniente del norte donde había sido considerada impura por su enfermedad. La obligaban a alimentarse de despojos y al manifestarse con más fuerza su condición fue utilizada como carnada para atraer más víctimas. Y luego había sido expulsada. La sentí alimentarse con cadáveres desenterrados del camposanto y el viaje en una chalupa que la había llevado hasta la Gran Bretaña. Por años había deambulado con el corazón destrozado, llorando, gritando mi nombre, gritando el nombre de la mujer que la había hecho renacer. Y sentí la paz que había experimentado su cuerpo al beber mi sangre. Y supe que su destino estaba sellado. Y el mío también. Anna permaneció aferrada a mi cuerpo por diez días, nutriéndose de mí. En su mundo partido iba y volvía de la realidad. Lloraba y sonreía, callaba profundamente y luego como reconociéndome me acariciaba el rostro y me besaba en los labios. Una noche de cerrada neblina comenzó a rezar en latín y empezó con temblores y sudores de sangre. Me pidió ver las estrellas una vez más y la llevé fuera. Solo pude aferrarla a mi cuerpo hasta que sucumbió. Quise abrazar su cuerpo junto al mío para no perderla nuevamente pero fue inútil. Lentamente fue desgranándose entre mis dedos y fue convirtiéndose en una sutil y tenue masa de partículas brillantes que se iban haciendo cada vez más pequeñas. Luego se esparcieron por el aire y fueron llevadas por la brisa. En su lugar solo quedó su cadenilla y un suave aroma a orquídeas y lavandas. La había recuperado para perderla. En el libro que saqué de la biblioteca de París, editado en latín, que yo había conservado y cuidado con esmero leí hace tiempo un párrafo dedicado a los nuestros. ‘’Hijos del demonio y de Lilith, profanadora de cunas y consorte de Satán, alejados de la gracia de Dios sobreviven sembrando el terror, la muerte y la miseria. (...) Son fácilmente repelidos por la luz del sol, el agua bendita y el símbolo de la crucifixión. Solo pueden hallar descanso una vez cercenada su cabeza y clavados con una estaca de madera al suelo sobre el que descansan’’ El nombre del libro ilustrado con grabados antiguos de algún monje ignoto era símbolo de la incomprensión y el desconocimiento y lo había conservado para recordar quien había sido y quien era ahora. BESTIARIO. Hoy estoy sentado bajo este árbol desnudo, con la nieve bajo mi piel y veo las estrellas como lo hice por casi doscientos años. Me he desprendido de todas las vestiduras que usé para sentirme alejado de la bestia con la que he pactado la muerte. Mi instinto de supervivencia ha desaparecido y por primera vez en años la sed y el frío no me importan. Y ahora solo espero el amanecer. Y siento paz... La belleza de mí amada Anna permanece en mi interior y ahora solo guardo entre mis manos su cadenilla de oro que fue su más preciado tesoro. Me di cuenta de la terrible paradoja de mi especie. Era inmortal y había visto apagarse lo inextinguible. Solo me sobrevivía el amor y el dolor. Mientras ella estaba perdida siempre conservé la esperanza de volver a hallarla. De transformar en un parpadeo cientos de años de separación. Ahora que tenía la certeza de su desaparición todo mi futuro, lo que podía impulsar a seguir adelante había desaparecido. La luz que me decía en el alma que ella estaba viva y me había dado esperanzas se había apagado y me había sumido en la oscuridad y el silencio. Estaba tan muerto como ella. Con el terrible dolor en mi pecho, mi vientre, mis dientes afilados y mis ojos, grité en todos los idiomas que conocía la ira de mi especie y la mía propia. Olí en el viento la presencia de uno de los nuestros y lo llamé. Tardó tres días en hallarme. Su nombre humano es Yamila. Es una mujer justa y buena, proveniente de la España de Maimónides que lleva setecientos años convertida. Me contó que posee un clan de treinta de los nuestros viviendo en una gruta cerca de Dover. Me sorprendió diciendo que han entablado contacto con los humanos, que han dominado el instinto de la bestia y solo se alimentan con piadosos que ofrecen su sangre en beneficio de la comunidad. No son perseguidos. Incluso prestan su servicio alejando a maleantes y alimañas del poblado y los rebaños. Uno de ellos administra justicia debido a su excepcional agudeza legal. Un grupo ha logrado emigrar a América. Me dio a beber su vida y pude sentir toda su rica historia. La persecución, los tiempos de hambre y bonanza, la formación de su grupo...La paz...Supe también del destino final de aquellos que alguna vez habían sido los míos cuando humano. Los miembros de mi antigua aldea. Habían desaparecido de la faz de la tierra. No había sido por causa de nosotros sino de la guerra y la pestilencia. Le conté mi historia y la de Anna con todos los detalles posibles. Lloró conmigo y me ofreció la compañía de su clan. Me contó que la enfermedad de Anna era una condición poco conocida. En su grupo uno de ellos la había padecido. Se ofreció a beber mi sangre para llevar nuestro recuerdo y compartirlo con los suyos. Rechacé su ofrecimiento y me acompañó por un par de noches preparándome para el camino que había escogido. Le entregué un mechón de mis cabellos y el libro que reflejaba la incomprensión humana para con todos los que éramos distintos y le dije que lo destruyera. Y luego le entregué la cadenilla de mi amada de la que solo conservé el colgante. Le pedí que no nos olvidara. Dijo que jamás podría hacerlo. Luego se alejó. Dicen que la muerte vendrá del cielo y sé que es así. Pronto el sol saldrá y acabará con mi soledad y con mi dolor. Sé que Dios existe pues solo él podría haber creado una criatura tan perfecta como Anna. Solo él podría haberme hecho tan feliz. Intentamos honrar nuestra existencia de acuerdo a nuestras necesidades. Me niego a pensar que soy un engendro demoníaco. No he creado guerras, no he encerrado a criaturas como Cristina para solaz de la masa, no he matado por placer... He amado a la mujer de mi vida con devoción, la perdí y luego la hallé. Intenté ser un defensor de mi raza y a nadie le negué ayuda y si lo hice fue porque el amor no me permitió hacerlo. Quizás fui egoísta al no compartir ese amor con otras mujeres de mi raza. Hoy soy el último de mi pueblo originario y de mi clan. Ya no podré transmitir mi legado pues comprendí lo que Anna no quería en esa última vez que bebí de su sangre. Me había transmitido su enfermedad finalmente. Tarde o temprano empezaré a sentir los síntomas. Pero ya no importa... Espero que Dios perdone todos mis pecados. Se lo preguntaré cuando lo vea como veo ahora el colgante que Anna había llevado en el cuello y que ahora es mi última posesión. Es un delicado crucifijo que lleva su nombre en latín y el de la abadía donde alguna vez había sido convertida. Y le pediré que si no existe el paraíso para nosotros nos permita descansar eternamente en estas constelaciones que son mi techo. Espero que mis cenizas la hallen en la fría mañana. Tal vez nos elevemos llevados por el viento y entonces nos volvamos a unir como la primera vez. Dicen que la búsqueda de la verdad no es para débiles. La vida eterna y el amor tampoco.
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