UN PAR DE ZAPATOS
Publicado en May 25, 2014
Un par de zapatos...
...y cuando llegué, sólo un par de zapatos había quedado. El desánimo que corrió en aquel momento por mi cuerpo y mi cabeza, hizo que decidiera volver muchos pasos atrás; convencerme de que aquella temporada en el sanatorio mental, habían dejado manchas de humedad en mi conciencia y que no podía hacer otra cosa que empezar otra vez. Nada de lo que Dylan dijera en sus canciones o Janis gritara en mis oídos, iban a cambiar este desamparo de raíz que me tenía desahuciado de todo y de todos. Nadie recordaba qué era yo antes, nadie me recordaba y era como que a cada uno que preguntaba, daban miles de vueltas para marear mi mente y llenarme de más desconcierto todavía. Algunos sostenían que yo había hecho un largo viaje, tan largo que todos a cuantos conocía habían muerto; otros que un trabajo duro había hecho perder el equilibrio - físico y mental -, y que por ello y por una bolsa de cemento que me había caído encima, el coma me había llevado a ser olvidado. Muchas horas de diván me tomó convencerme de que era yo una nueva persona, que no me empecinara a buscar los porqués y los cómo de todas las respuesta que no encontraba y de un pasado que me atormenta por estar borrado, desaparecido... Demostraba a cada momento que yo era yo mismo, que no había otro en mi vida, que quien había vuelto no era otro, sino que el que se había olvidado de todo era el mundo, y no yo. Todo parecía una gran pesadilla, todo estaba dando vueltas, todo con gran velocidad y muy lentamente al mismo tiempo. Un par de tijeras, un martillo y varios clavos encontré afuera; no fuera a pensar que sólo el viejo par de zapatos fuera la única pista para encontrar a ese que buscaba y a los otros que me conocían. Entonces, tomé el martillo, los clavos y los zapatos; pero no sabía que hacer con ellos, en cambio, las tijeras me sirvieron para limpiar el antiguo barro que el calzado tenía pegado hace siglos. Luego, de a poco, fui clavando en la pared de madera los zapatos, como si fueran un cuadro, como si fuera mi obra de arte póstuma, los miraba y me sorprendí al darme cuenta que la disposición en la cual los clavé, me daban la impresión de ver un rostro en la penumbra de la habitación. Luego recordé, - por los agujeros que ya tenían los zapatos -, que ya alguien los había clavado antes, pero no en la pared; aunque no supe encontrar dónde habían sido puestos; los había visto clavados ya, pero ¿dónde?... el gran esfuerzo que hice por recordar, me valió un tremendo dolor de cabeza con el que no pude lidiar y me dormí, intentando calmarlo. «Supongo que tendré que vivir con eso», me dijo ella, mientras los dos lo mirábamos en el cajón antes de que lo soldaran. Sus zapatos estaban muy bien lustrados, alguien dijo que él mismo los preparó la noche anterior para que se los pusieran al momento de enterrarlo. Pero, su cara nos miraba, con los ojos cerrados, como si quisiera que más adelante lo recordáramos así, con su cara de felicidad, con sus zapatos lustrados... Le prometí no marcharme todavía, y que nos veríamos a solas en la habitación de la cochería. Luego de los saludos inevitables, y el llanto incontenible de todos en el lugar; a la madrugada nos vimos solos, tan en la oscuridad, tan en silencio que parecía que la tumba era para nosotros, y no para el muerto que aún era llorado en la capilla ardiente. Me abrazó; tan fuerte que supuse que esta vez era por su desesperación y su tristeza; pero luego, buscando en la oscuridad, alcanzó con sus finas manos tocar mi boca y a ella llegó con sus labios; estaban tan fríos, tan resecos que el momento parecía la recreación de las más tétricas películas de Fritz Lang. Seguimos besándonos como si no importara nada más que eso, mientras afuera de la habitación, alguien, no sé quien, llamaba con pequeños golpes, como para no despertar a la viuda, o al muerto. Ninguno de los dos hizo gesto alguno de molestia, y dejamos que el intruso se fuera sin más; nos sentamos en un pequeños sillón, demasiado pequeños para los dos, por lo que ella se levantó un poco la falda y se montó sobre mi, mientras me seguía besando; ya sus labios tenían la temperatura de una taza de té, y su aliento delataba su lascivia; yo, apenas me movía, casi como esperando que alguien, estúpidamente entrara y nos viera allí, pero eso no sucedía, y no sucedió. Me tomó las manos y las puso, una entre sus piernas y la otra a masajear sus pechos, al tiempo que las suyas me acariciaban desde el cuello a mi entrepierna, y yo, muy suavemente acariciaba la piel de sus pechos como tantas veces había soñado, al tiempo que mis dedos producían aún más humedad en su parte más íntima, mientras ella lloraba y gemía. El momento duró toda la madrugada; ella sobre mi, yo sobre ella; de pié contra la pared, sobre la silla, en el piso; nos besamos todo el cuerpo, parecíamos dos adolescentes que se descubren y se prueban cada milímetro de la piel, ese momento con el que los dos habíamos deseado desde hacía más de quince años, como cuando los sábados a la mañana me pedía que la acompañara al salón donde practicaba con los patines, semidesnuda y luego me llevaba de la mano a la oficina del piso de arriba, donde nos tocábamos y besábamos; hoy, ella casada, viuda y desamorada; yo, soltero y decepcionado, un momento que volvía a nuestros años de noviazgo en el que, por pudor, o el simple miedo de dos niños crecidos, no habíamos concretado. Hoy él ya no estaba, y nosotros recordando lo que tanto nos gustaba hacer en la cocina de su casa, en el lavadero o en algún lugar publico, pero alejados de todas las miradas, ahora estábamos ahí, casi en presencia de todos los deudos y su familia, pero detrás de una puerta y en una habitación oscura como la tumba que habitaría él luego de terminada toda esta farsa de llantos. Era la hora de la despedida final, no la nuestra, sino, que habían llagado los empleados de la cochería para soldar el cajón; inevitablemente, ella tenía que estar en ese momento; salió de la habitación, no le vi la cara, pero alguien me dijo que parecía recién nacida, como si la muerte de su marido no le hubiera afectado; como que su cara, tan bonita desde niña y que sus ojos verde amarronados (escupida de mate, como ella decía), mostraran a una joven enamorada, perdida, feliz y fresca; no la vi, y creo que hubiera vuelto a enamorarme de ella como cuando tenía diecisiete. Luego de que todos se fueron de la sala, yo salí de la habitación, nadie había que notara mi presencia en el lugar, sólo la empleada de limpieza que creyó que era un familiar que se había quedado dormido y se alarmó porque no llegaría a tiempo al entierro; subí a mi auto y regresé a mi casa; en la avenida, crucé a los coches fúnebres de regreso y no pensé en otra cosa que llamarla a su celular, pero no lo hice. Llegué a mi departamento, no hice más que darme un baño y acostarme; pero, pocos minutos después, el timbre sonó una vez, dos veces y hasta tres mientras yo decidía si levantarme a atender; por la mirilla solamente vi a alguien que bajaba por la escalera y que se alejaba, abrí la puerta y ella se dio vuelta sobre sus talones, corrió hacia mi y me abrazó mientras me besaba, entramos, y sin decir una palabra nos desnudamos, sin pudor, sin miedos, sin otra cosa en la mente que volver a disfrutar y gozar lo que nuestros cuerpos nos pedían. Nos acariciábamos, besábamos y tocamos como lo hacíamos cuando éramos adolescentes; yo la tomé por detrás y la apoyé contra la fría pared mientras la penetraba y mordía su cuello, y ella se entregaba con todo el ardor de sus entrañas. ...recordé finalmente de quien eran los zapatos, esos que vi dos veces, la primera en los pies del muerto en el cajón, cuando estaban muy lustrados; la otra vez que los vi, fue cuando la encontré a ella con el cuello cortado de lado a lado, a un costado de su cuerpo, clavados en el piso. Ahora ya no quiero recordar, hoy no quiero más que tomar mis pastillas y dejar que los enfermeros del pabellón me empujen hasta la galería donde miro pasar los días por las ventanas sucias de mierda y plumas de paloma.
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