ROMPIENDO FILAS
Publicado en May 31, 2014
Rompiendo filas
Por la mañana temprano, Oscar Porcambl, un oficinista del Estado, se despertó como de costumbre: con un humor de perros. Apenas miró el reloj y ya había echado un insulto, seguido por un portazo en el baño. Abrió la canilla y dejó correr el agua largo rato. Se miró al espejo: «¿Tengo que afeitarme, otra vez?», se dijo. Pero ese día no lo hizo. Es más, tomó su maquinita de afeitar y la tiró al cesto de basura. Se vistió como para estar de entre casa: remera, jeans y zapatillas. Luego se puso la campera de los sábados. Así, despreocupado de todo, con una sonrisa torcida, se dirigió hacia su trabajo. Tomó el colectivo de siempre y ni bien se sentó se hizo el dormido; ese día no tenía ganas de ser caballero ni gentil con nadie. Luego, bajó y se metió en la boca del subte. Iba apurando el paso hasta que de pronto se detuvo. Se quedó pensativo por largo rato, mirando a todos los que hacían fila en las ventanillas para pagar el viaje. Pero sólo una de las ventanillas atendía al público; el resto de los empleados estaban charlando a las carcajadas tomando mate y comiendo facturas. Nadie protestaba. Todos, bien arreglados con sus trajes impecables y sus maletines, algunos más cómodos llevaban un bolsito colgado de un hombro. Las mujeres, por su parte, todas relucientes con sus botas largas por arriba de los pantalones nuevos, sus tapados afrancesados y hasta algunas, incluso, llevaban su gorrito Cocó Chanel para combinar los colores, además de solemnes carteras. Hasta aquí nada parecía extraño respecto de otros días. El viaje era el mismo; la frecuencia era la misma; la gente también, y el trato, ni hablar… Pero Oscar siguió navegando en su imaginación con una presunta escena de la oficina, como si ya estuviera delante de su jefe: «A ver, ¿qué te pasa Porcambl? Vos muy raro; pero muy raro de verdad. Todos comentan de vos y para ser sincero… ya no puedo sostener tu buena imagen en la oficina ¡No podés venir a cualquier hora! Además, estás haciendo macanas con lo informes. No podés escribir lo que se te ocurra, ¡querido mío! ¡Por Dios! Hay un reglamento que cumplir, vos lo sabés. Tenés que seguir las reglas y no patear en contra todo el tiempo. ¡Defendé la camiseta! Que es la que te da de comer. Decíme una cosa che, ¿vos estás bien de la cabeza? ¡Cuidá el laburo che! Mirá que, el asunto… se puede poner difícil ¡eh!...». «¡Qué chanta de mierda!», exclamó de golpe Porcambl; y eso atrajo todas las miradas de las gentes en la estación del subte. «¡Sí! ¡Es un chanta! ¡Un chanta!», siguió gritando mientras iba y venía por el pasillo, abriendo los brazos con la mirada perdida; totalmente sacado. La fila para pagar el pasaje todavía iba en aumento, cada vez más y más personas se agrupaban unos detrás de otros y de repente se escuchó por los parlantes (que dicho sea de paso, funcionaban de milagro): “Se comunica al público usuario que esta línea no circulará hasta nuevo aviso”… Entonces, eso pareció colmarlo del todo. Se acercó a un empleado con la intención de preguntarle si sabía algo al respecto. «Señor, yo no sé nada». «Pero al menos dígame por cuanto tiempo habrá demora». «¡Y qué se yo!». «¡Pero tengo que ir a mi trabajo! ¡Estoy llegando tarde por culpa de ustedes!». «¿Por culpa nuestra? ¿Pero mirá vos? ¡Ja! Entonces hubieras salido más temprano de la cama che, ¡dormilón! Yo me levanto a las tres de la mañana para que vos llegues a tiempo a tu trabajo y…» Porcambl ya estaba en un ataque de ira. No escuchaba nada, ni tampoco quería. «¿Escucharon a este tipo?», les dijo a los que todavía estaban paraditos formando fila en la única ventanilla que, para colmo, ya había cerrado y en sus propias narices. Nadie respondía y eso lo puso aún peor. «¿Pero qué les pasa?», preguntó enloquecido. «¿Están todos idiotizados acaso? ¡Contesten mi pregunta!». ¡Se miraban unos a otros!, algunos con gestos de fastidio, y otros, de piedad. «¡Idiotas!», gritaba Oscar. «¡Idiotas!». Su saliva se había transformado en una espuma blanca y espesa. Sus manos temblaban. Daba miedo verlo. Nadie podía sostenerle la mirada, y mucho menos acercársele a calmarlo. Al contrario, se alejaban como si fuera el propio diablo que estaba ahí presente, resurgido de las tinieblas. «¿Se burlan de mí?», continuaba hablándoles a toda la fila. «¡Se burlan! Pero… me gustaría saber qué les van a decir a sus jefes cuando lleguen a sus trabajos ¿Eh?». Mientras tanto, la gente murmuraba y se reía, y seguían mirándolo con lástima, o al menos, como esperando que dijese algo más para seguir riéndose. Él se percató de eso y dio paso libre a toda su repulsión justo en el momento en que un policía, que estaba ya a dos pasos cerca de él, quiso agarrarlo de un brazo; pero Oscar lo doblegó con un fuerte golpe en la nariz. Le quitó el arma y puso a todos de rodillas. «Así les gusta estar. ¡Así! ¿Verdad? ¡Idiotas!». Repetía una y otra vez. Pero, curiosamente, nadie se había alejado, o movido, o ni siquiera habían amagado a frenarlo. Estaban arrodillados pero en fila; todavía mantenían la fila. Oscar Porcambl los miró sonriente, y ya sin el arma en la mano, les ordenó: «¿Todavía me obedecen? ¡Rompan filas y váyanse a la mierda!». Enseguida, pudo verse cómo otros policías lo esposaban y le golpeaban con sus machetes hasta hacerlo sangrar en la cabeza, en el rostro, por todos lados. Él se reía, y más le pagaban. Hasta que finalmente dejó de ofrecer resistencia, y lo montaron a una camilla, para llevárselo a la morgue.
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Gustavo Milione
Guillermo Capece
Admirable es que yo tengo un cuento escrito hace años, en donde se dan situaciones parecidas, el jefe a lo ultimo lo manda al loquero,
pero el tipo no va. Se va a la casa. Algun dia lo leeras.
Pero el personaje de tu cuento es alguien que cobra de pronto una lucidez critica, y lo hace frente a una cantidad de personas que lo miran y algunas estaran de acuerdo con el... pero a lo último, es muy probable, que esten de acuerdo con los "agentes del orden", porque nadie lo ayuda. Me gusto mucho.
Abrazo
Guillermo