Todas las mujeres del pueblo
Publicado en Jul 17, 2014
Nunca pensó que aquella ocurrencia suya, después de haber leído “El origen de la familia” de Federico Engels, iba a causar tanto revuelo y sobre todo a detonar cambios significativos en la génesis social. Estaba harta de las golpizas de su padre y sus hermanos y más tarde del hombre que le tocó por esposo; tocó, esa es la palabra correcta porque ella jamás hubiera elegido a aquel pelmazo que sólo sabía emborracharse y preñarla. Como era muy observadora se dio cuenta que el mayor orgullo de los hombres del pueblo estaba en la descendencia que dejaban esparcida por todos lados; incluso había quienes se jactaban de haber embarazado a varias hermanas al mismo tiempo. ¿Qué pasaría si de pronto ignoraran quiénes llevaban su sangre? Al fin y al cabo el origen de la familia se produjo por la imperiosa circunstancia de heredar la riqueza, que una vez satisfechas las necesidades básicas del hombre primitivo, empezó a acumularse como producto del trabajo. Exponerlo a las mujeres del pueblo, durante la asamblea mensual de artesanas, resultó más sencillo de lo que había pensado inicialmente, no empleó los términos del libro pero sí un concepto que era común denominador para la mayoría: hartazgo del abuso emocional y físico; de parir los hijos, asear la casa, tejer la palma, dar de comer a los animales y también a sus maridos y todavía tener que entregarles la ganancia que obtenían en la cooperativa a cambio de muchas horas de trabajo. Plantear la solución resultó más difícil, pero también tornó la discusión en algo divertido y jocoso por los comentarios de algunas compañeras del gremio, que a decir verdad eran casi todas las mujeres del pueblo. Le sorprendió encontrar más flexibilidad en las mayores, las que se daba por llamar abuelas, aunque realmente no sobrepasaban los cincuenta años, que en las más jóvenes. -Siguen enamoradas de sus hombres- pensó mientras alzaba la voz para acallar el cotilleo acerca de si sería malo o no acostarse con los señores de las otras señoras. En la primera ronda de votación no pudieron ponerse de acuerdo; una buena parte se pronunciaba por esa libertad sexual irrestricta que les concedería el régimen de poligamia, pero otra no menos importante fracción consideraba aquello abominable; ¿Qué diría el cura, el profesor de la escuela, el doctor que las asistía en cada uno de sus partos? Todos ellos hombres. Parafraseando a cierto líder de las multitudes, alguna de ellas exclamó ¡Al diablo con las instituciones, son nuestras colas! Entonces todas comenzaron a reír, unas de nervios, otras de reflexión y todas estuvieron al fin de acuerdo en que la única manera de detener tanto abuso atávico y machista, era quitándole la etiqueta de propiedad a las mujeres y a los hijos. Al principio los hombres protestaron y se rasgaron las vestiduras durante unos días, pero muy pronto se dieron cuenta que también habían sido enormemente beneficiados. La infidelidad institucionalizada permitió el alivio de numerosos males. Se acabaron los cuernos, los abortos y los hijos no deseados pues los hijos de una eran hijos de todas. Tampoco hubo más niños en situación de calle. Contrario a lo que muchos pudieran pensar el matrimonio no desapareció, lo que sí lo hizo fue el divorcio, sobre todo cuando su organización se replicó en las grandes ciudades cuyos habitantes se sintieron atraídos ante esta solución tan peculiar a los problemas sociales. Nunca más se volvió a usar el término de familia disfuncional; todos eran formados bajo ese régimen que innegablemente tenía mucho de matriarcado, pero que en poco tiempo probó su eficacia. De este modo siglos después alguien leía el libro “El fin de la familia y el origen de la civilización”.
Página 1 / 1
Agregar texto a tus favoritos
Envialo a un amigo
Comentarios (0)
Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.
|