La historia de las Espadas: El resurgimiento de los guerreros
Publicado en Sep 16, 2014
Capítulo I. La historia de las espadas.
En el tercer piso del castillo del Rey del hemisferio occidental, Drulicz se encontraba en una habitación que tiene un balcón con vista a la Gran Plaza de Ciudad Central. Su pequeño y marchitado cuerpo, que simula una pasa gigante, cabía muy bien en la silla donde se sentaba. Fumaba una pipa grande y rudimentaria. De madera. En una mesa simple y roída por el tiempo, había tres espadas viejas en su funda. Por el balcón, se escuchaba un gran alboroto, la gente del pueblo gritaba, había una algarabía como nunca antes vista. El anciano no podía distinguir si había fiesta o pánico, parecía que los dos. El castillo es la construcción más importante que haya fabricado el hombre, su color blanco hace que con el resplandor del sol parezca estar hecho de plata, y su gran dimensión hace que la gente piense que no tiene fin, ya que llega hasta el cielo y su cima se pierde en las nubes. El Rey de Occidente entró a la habitación, Drulicz se encontraba frente a la puerta. El Monarca caminó hacia el balcón, echó un vistazo, se volteó y fue frente a Drulicz. - Entrar a tu habitación siempre me deprime, sólo tienes tu silla donde estás todo el tiempo estos últimos días, esa mesa y una cama- dijo el Rey. Drulicz se limitó a arrojar humo de la boca. Al no tener respuesta el líder de Occidente prosiguió. - No sé cómo puedes tener ese mal hábito, lastimas tu boca e incomodas a los que están cerca de ti. El anciano continuó estático en su silla, las palabras expresadas firmemente por el otro parecían no provocarle alguna reacción. El Monarca, un poco más impaciente, miró las tres espadas situadas en la mesa insípida. - Y no sé cómo puedes tener las espadas así, sin ningún tipo de respeto o protección. - Disculpe si no sigo sus protocolos oficiales, Su Majestad- dijo el viejo y metió la pipa en su boca otra vez. El Rey se dispuso a responder, pero el pequeño hombre prosiguió. - En cuanto a mi hábito, en verdad disfruto mucho una buena bocanada de pipa mientras estoy sentado meditando sobre la vida, y no me importa incomodar a los demás, si alguien quiere gozar de mi compañía tendrán que resistirlo. - Te vas a morir por eso pronto, y todo por ser un viejo testarudo. - He resistido casi 100 años con este hábito, y nunca me ha pasado nada. - Pero antes eras poderoso, nada o nadie podía contigo, pero en los últimos tres meses ya no, y todos tus vicios se te van a acumular. Drulicz miró las espadas inertes y sacó otra vez la pipa de su boca para soltar humo. - No me importa, voy a fumar hasta que me muera. - Eso ya lo sé, desde que envejeciste haces lo que quieres, y no eres de mucha utilidad para nadie. De afuera, los gritos se elevaron un poco, el Monarca se acercó al balcón de la habitación para observar, al sentir un poco el aire fresco que provenía de afuera sintió el contraste con lo viciado del ambiente de la habitación por el humo que emanaba del anciano casi todo el día. Sin asomarse completamente hacia abajo, pudo contemplar grupos de personas celebrando con botellas de vino o cerveza en la mano, completamente embriagadas por la nueva etapa de tranquilidad en el mundo, según decían. Otros se peleaban encarnizadamente a puñetazos entre sí, sin importar quién era el rival, y tenían que ser separados por elementos de seguridad de la Ciudad, que para evitar alguna catástrofe de mayor índole habían sitiado con patrullas y policías la Plaza Principal, la cual estaba repleta de gente que perdía su identidad en la multitud. El Rey se dirigió hacia Drulicz nuevamente. - ¿Lo escuchas?- preguntó el Monarca. - Es imposible no hacerlo, ¿Qué está pasando?- preguntó Drulicz. - Mucha gente cree que ya hay paz en el mundo y está celebrando, hay otra que piensa lo contrario y se siente desprotegida porque no hay guerreros para las espadas – contestó el Rey, quien nuevamente echó una mirada a las tres armas ubicadas en la mesa. La Máxima Autoridad de Occidente era un hombre alto, de imponente aspecto físico, barba negra, pero con ojos de niño inocente. Esperaba una respuesta de Drulicz, pero éste sólo estaba sentado fumando pipa. - ¿Ya no tienen poder las espadas?- preguntó el Rey. - Las espadas siempre tienen poder- contestó el anciano. - Entonces porque ya no las utilizas. - Porque ya no quieren ser utilizadas. - ¿Por qué? - Porque consideran que ya no soy digno de ellas- el antiguo guerrero dijo esto con cierta molestia, como si lo hubiera explicado mil veces- ya estoy viejo, como ves, ya no soy el mismo de antes y por eso el poder de las espadas me ha dejado- prosiguió. El Rey ya había escuchado eso en otras ocasiones, pero aún no se lo explicaba, así que volvió a preguntar. - ¿Después de todas las batallas que peleaste con honor, tú y los otros, así como así ya no puedes usarlas? - Sí- dijo el anciano mientras se sobaba la frente con la mano que no sujetaba la pipa- las espadas sólo pueden ser portadas por verdaderos guerreros, de corazón, que peleen por la humanidad y no por ellos mismos- Drulicz hizo una pausa para darle una bocanada a la pipa y continuó - te lo he dicho mil veces, yo tengo estas cualidades, pero ya no soy un guerrero, estoy viejo, ya no puedo pelear, y el poder de mi espada me ha abandonado, además ¿por qué te preocupa tanto?, no crees tú también que ahora tu reino está tranquilo. El Máximo Gobernante se llevó la mano a la barbilla, con la vista al suelo, parecía meditar la respuesta y luego contestó. - No, creo que no. Miró al anciano, quien permanecía en la misma posición. - Si dejaras que mis soldados más valientes las portaran, para ver si ellos pueden..... - No creo que ningún soldado tuyo pueda portar la espada, o más bien, no creo que las espadas quieran ser portadas por ninguno de tus guerreros- lo interrumpió Drulicz. El Rey esperaba esta respuesta, desde que los compañeros de Drulicz, Alferix y Cartwridge, murieron, sus espadas parecían sólo eso, armas de metal, y después Drulicz, aún joven, llegó hace tres meses al castillo alegando que el poder de la suya lo había dejado. Y las pocas veces que habían sido desenfundadas después de esto, no pasaba nada, no parecían ser espadas mágicas. Sólo eran un pedazo de metal. El Rey siguió insistiendo. - Entonces, ¿Cómo vamos a encontrar a esos guerreros que dices? Drulicz por fin hizo un gesto, sonrió. - ¿Usted cree en que las cosas en la vida se imponen, mi gran Rey? - Claro que no- contestó el hombre- a pesar de ser un Rey me casé por amor y no por la imposición de mis padres, y nunca impongo mis ideas al Consejo, siempre dejo que los miembros se expresen libremente- dijo esto orgulloso. - Exacto- dijo Drulicz exaltado, como encontrando la manera de explicarlo- con las espadas pasa lo mismo, no se pueden imponer a sus portadores, éstos simplemente llegan, no cualquiera es digno de recibir su poder, simplemente algún día llegarán los hombres o mujeres que serán los próximos guerreros. - Pero ¿Cuándo? la gente está asustada, sabe de los peligros que hubo hace mucho tiempo, sabe que sin las espadas pronto todo será como antes, necesitamos a esos guerreros ya– dijo el Soberano sobresaltado. - Ellos vendrán, no te preocupes, ellos llegarán. - Y crees que entrarán por la puerta como si nada, tomarán las espadas y ya- dijo el Rey, todavía molesto. - Claro que no- respondió Drulicz- los encontraré, o más bien, ellos encontrarán las espadas, pero no aquí- por primera vez, se paró, su cuerpo pequeño pasó al lado del Monarca, no le llegaba ni al pecho, se dirigió a la mesa, tomó las espadas y se colgó las correas de las fundas al hombro, las armas le abarcaban de la cabeza hasta casi los talones. Se dirigió a la puerta. - ¿Adónde vas?- preguntó el Rey. - A que me encuentren, a que los guerreros que quieres encuentren las espadas. - Las espadas no estarán seguras afuera, sabes que todo el mundo las quiere. - Aquí no te sirven, Baltaz- el viejo dijo el nombre de su amigo por primera vez- y las necesito para encontrar a esos guerreros, confía en mi juicio, como amigo, confía en mí, algún día volveré, y las espadas estarán en manos de guerreros dignos de ellas, y tu gente ya podrá estar segura. Baltaz sonrió, le dio la espalda a Drulicz, el cual estaba mirando hacia la puerta. - De ustedes tres, eres él más parecido a Sebastián, el gran amigo de mi padre, siempre preocupándose por la humanidad. Está bien, viejo amigo, vete con las espadas, pero no pierdas contacto, porque algún día necesitaré de tus guerreros, y nos volveremos a ver. Drulicz, no dijo nada, no volteó a verlo, pero sonrió, salió por la puerta y la cerró. El Rey se quedó solo, mirando a la puerta. -Sí, nos volveremos a ver- y se acercó al balcón.
Página 1 / 1
Agregar texto a tus favoritos
Envialo a un amigo
Comentarios (0)
Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.
|