Consecuencias
Publicado en Nov 22, 2014
Esa tarde en particular usé el auto de mi padre para ir al trabajo. Recuerdo que era un auto llamativo, de un intenso color rojo.
Como siempre, después de cumplir las horas de clase en el nivel medio, me disponía a pasar por la escuela primaria para recoger a mi hijo Mariano y así, juntos, regresar a casa donde mi madre cuidaba a la menor de mis hijas. Antes de salir de la institución me detuvo la directora para ordenarme que asistiera a una reunión donde los docentes de una división debíamos resolver una situación problemática. Según ella, la presencia era obligatoria y después del timbre del recreo debía instalarme en la sala de profesores junto al resto de mis compañeros. Le expliqué la urgencia que tenía por estar al momento que mi hijo saliera de su escuela y que ni bien terminara de acomodarlo en mi casa, regresaría. Con los labios fruncidos demostrando el desagrado que le provocaba mi excusa, jugó unos segundos con su reloj de pulsera y sin mirarme me dijo, secamente, que tenía diez minutos para atender mis quehaceres domésticos. Desde ese momento, mis recuerdos se proyectan como si se tratara de una película, incluso me veo protagonista obediente, corriendo hacia el auto, lanzando insultos por lo bajo y acomodando los útiles en el asiento de atrás para no demorar al ubicar a Mariano. Me veo impaciente revisando el reloj del tablero mientras disminuyo el volumen de la música que sonaba en la radio como un disco puesto en una revolución equivocada. A gran velocidad tomé la calle menos transitada que me llevaba a mi primer destino. Mi hijo me esperaba en la vereda tomado de la mano de su señorita. Parecía más pequeño en ese lugar vacío. Sin pérdida de tiempo, lo ubiqué en el auto, en el asiento del acompañante. Por esa época se consideraba los cinturones de seguridad unos adornos inservibles. Durante el viaje, Mariano permaneció quieto mirando siempre hacia su ventanilla y yo no insistí con preguntas porque supuse que no quería exponer sus pestañas húmedas. Era la primera vez que regresábamos a casa sin emitir ni una palabra, sólo el estribillo de una canción pegajosa parecía cambiar la letra para repetir una y otra vez los reproches que él no me hizo. También fue la primera vez que al verme llegar no embadurnó mi mejilla con sus labios de caramelo. No llegamos a casa. Tampoco llegué a la reunión que se pudo llevar a cabo sin mí. Un camión fue el impedimento, un camión al que le llevó treinta metros para frenar mientras arrastraba la lata roja que nos alojaba. Recuerdo esa parte de la cinta en cámara lenta, los vidrios picados caían sobre nosotros mientras todo giraba. Fueron segundos, segundos hambrientos de nuestras vidas. Cuando el auto se detuvo, alguien abrió la puerta del lado del acompañante y nos encontró hechos un ovillo de carne bajo la guantera. No sé cómo llegamos allí, en qué momento decidí soltar el volante y pegarme a Mariano. Me resulta imposible explicar hasta hoy la sensación que me recorrió después de palpar su cuerpo y comprobar que estaba ileso, una sensación que puso su carita como ícono del momento porque me dedicó una sonrisa mientras regresaba a mi abrazo. Un amigo que presenció el accidente se llevó a mi hijo a casa y mientras yo esperaba que llegara la policía y el fotógrafo del seguro, me rodearon los curiosos. Para todos, dentro de la chatarra humeante, estaba la protagonista de un milagro verdadero. Unos minutos después comprendí que tenía una fractura en el pie, producto tal vez de la maniobra que hice para cruzarme de asiento o de la fuerza para frenar lo que nunca pude frenar. En mi casa recibí la visita de la directora. La atendí sentada en un sillón, con la bota de yeso recién hecha reposando sobre una silla. Se mostró preocupada y la vi sincera. Me dio los detalles de la reunión que para ella había sido tan importante y agregó sentirse culpable porque sus exigencias, de alguna manera, habían acelerado el auto. No se lo negué, ni siquiera la miré porque tenía las pestañas húmedas de bronca; tal vez, la misma bronca que sintió mi hijo esa tarde cuando le fallé. Silvana Pressacco
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Battaglia
Cuanta verdad en lo que dices.... me gusta tu relato querida SIlvana, que a manera de reflexión nos muestra una dura y fuerte verdad en la vida, lo que sucede por no estar atentos a lo que realmente debe importarnos.... la familia..... cuantas y tantas veces dedicamos más tiempo y esfuerzo en el trabajo sin tomar en cuenta que cuando todo llega a un final, la familia es lo único que nos sostiene y curiosamente lo que más olvidamos....
Genial amiga.....
Silvana Pressacco
Cariños amiga
Mara Vallejo D.-
Tus relatos me fascinan. La forma como hilvanas cada segmento y las innumerables imágenes que me aportan al leerlos, hacen que esté siempre en tus letras. (El tema me es familiar.)
Abrazoss
Silvana Pressacco
Besote linda
Federico Santa Maria Carrera
Fantásticamente has hecho un relato impactante utilizando una serie de elementos que convierten a un texto en un aporte valioso.
Bien escrito porque respeta todas las normas gramaticales; gráfico, porque especificas elocuentemente los detalles y logras con ello una puntualización amena; y por último, amarras en la historia una lección moral que se rescata entre líneas, cual es que las responsabilidades de cada quién han de medirse conforme a valores.
Bien sabes que valoro lo que haces, amiga; tus resultados no permiten que lo haga distinto.
(Y entre paréntesis, ahora la ausente has sido tu. Te extrañé).
Silvana Pressacco
Prometo de ahora en más pasar todos los días un ratito. Te quiero mi chileno lindo.
Enrique Gonzlez Matas
ES VERDAD QUE ESTAMOS SUJETOS A MIL CONSECUENCIAS IMPREVISTAS Y ÉSTAS PUEDEN MARCAR NUESTRAS VIDAS. HE SIDO DIRECTOR DE UN INSTITUTO (LO DIGO SIN JACTANCIA) Y NO ENTIENDO EL AUTORITARISMO QUE DESCRIBES.
TE FELICITO UNA VEZ MÁS CON MI ABRAZO.
Silvana Pressacco
Cariños amigo, gracias por pasar