La historia de las Espadas: El resurgimiento de los guerreros. Captulo VIII. La despedida de Abel
Publicado en Nov 25, 2014
Capítulo VIII.
Pasaron cinco días después de la pelea entre Shin y Hart, y los ánimos en el dojo se habían tranquilizado un poco, no nada más porque Hart no se había aparecido en ese tiempo, sino porque los discípulos de Drulicz estaban muy nerviosos por el viaje que estaba cerca, ya que no sabían el motivo por el que partirían a Ciudad Central. Era un día por la mañana en la aldea Délciran, la noche anterior había llovido, por lo que los caminos estaban fangosos y las chozas húmedas, lo que le daba un tono lúgubre al poblado. Abel caminaba por el lugar, llenándose sus botas de lodo. Una pequeña llovizna había vuelto su pelo crespo cristalino, sin maltratar las ondulaciones que formaban su cabello. Llegó a la aldea por el centro, donde se encuentra la plaza en la que los orientales suelen rezar a su Rey por las tardes, aunque desde la llegada de los occidentales era un poco más difícil ya que habían puesto diversos establecimientos informales para poder mantenerse. Caminó por la avenida principal para después virar en una pequeña calle donde se encontraban pequeñas chozas, aunque en mejor estado que el dojo de Drulicz. Se detuvo en una que era un poco más grande de lo normal, hecha de madera con cimientos de concreto y lo suficientemente fuerte como para resistir tormentas y nevadas, aunque en esa parte del mundo no caía nieve. Por la chimenea de la casa salía humo constante, y en el rostro de Abel se figuró un semblante de nostalgia, seguido por una sonrisa, se dispuso a entrar al hogar. Abrió la puerta sin ningún complejo, al entrar vio una sala bien amueblada, con sillones de algodón y en medio una pequeña mesa con un florero. La chimenea estaba encendida y sintió rápidamente el calor que expedía la misma, diferente al ambiente frío que se impregnaba afuera. Caminó por el pasillo que lleva a la cocina y vio diversas fotografías, principalmente de una familia, una pareja joven con un niño menor. En algunas estaban los tres en un día de campo, en un lago, o en la casa, en la sala de estar por donde había pasado hace unos segundos. Entró sigilosamente en la cocina, y vio a una mujer de edad media, alegremente preparando un desayuno basado en huevos fritos y verduras. La mujer no había notado la presencia del joven, quien permanecía quieto y sonriendo. - Hola ma, veo que estás haciendo el desayuno- exclamó Abel. Estas palabras sobresaltaron a la señora, que volteó rápidamente a la puerta de la cocina y vio a su hijo, lo que le causó una profunda felicidad. - Abel, hijo, que gusto verte, hace tiempo que no pasabas por aquí- dijo esto Norma, la madre de Abel, mientras abrazaba a su hijo, que ya estaba más alto que ella. Notó que su único hijo estaba más fuerte y con un semblante más maduro que antes de irse de la casa para realizar su propia vida- pero qué fuerte te has puesto, ven, tienes que desayunar, tu padre no tardará en bajar ya que muy pronto tendrá que partir al trabajo. Se oyeron pasos bajar de las escaleras, y después pasar por la sala de estar. En la puerta de la cocina se asomó un hombre alto, de barba negra, hombros anchos y con un hacha en la mano, botas grandes para el fango, al ver a su hijo, Héctor se sorprendió: - Abel, que haces por aquí, mira si has crecido- dijo el padre del muchacho con una voz grave y sonriendo. Abel se abrazó con su padre y la familia se sentó en la mesa a desayunar y a platicar de las trivialidades que pasan en la vida de cada uno de ellos. El padre de Abel es leñador y carpintero independiente, tiene un negocio propio y lleva una hacha porque le gusta cortar leña por las mañana antes de llegar al trabajo, para hacer ejercicio. Héctor le contó a su hijo que desde que llegaron los occidentales a la aldea, el negocio de la madera ha bajado un poco, ya que los de la otra parte del mundo quieren objetos más sofisticados y tampoco quieren sus casas de materiales naturales, sino de cemento y ladrillo, muy contrario al gusto de los orientales. - A como vamos, creo que muy pronto Délciran se convertirá en una ciudad, muy parecida a Ciudad Central- comentó el padre al hijo. Después del desayuno, Norma sirvió tres tazas de café, la cual su esposo bebió un poco apresurado, ya que debía partir muy pronto del hogar. - Sabes pa, ahora que hablas de Ciudad Central debo decirles algo, muy pronto partiré para allá por cuestiones de lo que estoy realizando, y no sé cuándo vaya a volver, pero les prometo que en cuanto pueda, regresaré. - Ah hijo, puedes volver cuando quieras, pero sólo de visita, ya que estar en Ciudad Central es mejor a que te quedes aquí, ahí se encuentra el progreso, y creo que para un joven vigoroso como tú esa ciudad es una mina de oportunidades, espero que te vaya bien en lo que estés haciendo en esa pequeña choza- respondió su padre. - Es cierto hijo, aún no sabemos exactamente a qué te dedicas ahí con ese señor, y si ya te vas creo que es mejor que lo hagas de una vez, tu padre y yo queremos saber qué es lo que pasa con tu vida, antes de que partas- agregó la mamá. Abel había esperado esto ¿Cómo decirle a sus padres que se iba a aventurar a una de las odiseas más grandes que hayan existido?, y que sería muy probable que se convirtiera en unos de los guerreros más poderosos del mundo, pero sobre todo, si les contaba y fracasaba, con qué cara regresaría con ellos. Al contarles todo lo que había pasado desde hacía poco más de un año cuando llegó a la choza de Drulicz, su padre tomó la mano de su mujer, y en los ojos de ella se reflejaban lágrimas ávidas de rodar por sus mejillas aperladas. - Escuchaste eso Héctor, nuestro hijo será grande, y ayudará a los débiles y desamparados- dijo la madre de Abel mientras tomaba el brazo de su esposo y las primeras lágrimas empezaban a salirle. - Vaya, mi hijo un guerrero legendario, creo que podré acostumbrarme a eso- dijo el padre. Los tres en la mesa estuvieron un tiempo en silencio, como meditando y acostumbrándose a la situación por la que pasarían en los próximos años, si es que Abel lograba obtener una de las espadas sagradas y convertirse en el defensor del mundo. - Bueno hijo, lo único que puedo decirte antes de que te vayas, es que tengas mucho cuidado del mundo, se ha vuelto muy rudo, y fuera de la aldea no es un lugar muy bonito para vivir, pero creo que lograrás cumplir tu meta, buena suerte- y Héctor le dio un apretón de manos a Abel. - Gracias papá, pero creo que aún hay esperanza con lo que está pasando, esto se revertirá pronto, lo verás. Norma abrazó a Abel, y aún con sus brazos rodeándole el cuello le dijo: - Que te vaya bien amor, y recuerda que aquí siempre será tu casa, puedes regresar cuando quieras. - Hasta luego, mamá. - ¿Irás a visitar a Delia?- le preguntó Héctor a Abel. - Sí, es lo segundo que haré. Abel se despidió de sus padres, quienes permanecieron en la puerta hasta que Abel dio vuelta en la calle y se dirigió a una de las cuatro escuelas de Délciran, a visitar a su amiga Delia. Mientras se dirigía al lugar, Abel recordó que toda su vida había vivido en esa aldea, y que conocía a la mayoría de los pobladores, aunque sea sólo de nombre o de vista. Desde que era niño, su padre fue leñador, por lo cual era muy fuerte. Su padre, al igual que él, nació en Occidente, y conoció a su esposa en un baile clandestino de año nuevo, ya que en aquella época no se permitían ese tipo de eventos en la parte oriental del mundo. Sobre todo porque algunos occidentales, como Héctor, se colaban para conocer mujeres orientales, como Norma. El cortejo entre ambos fue como el de cualquier otro noviazgo que tiene éxito, y su vida transcurrió lo más normal que se pudo, sólo tuvieron un hijo porque lo consideraron lo más apto, para darle mayor y única atención a Abel. Desde pequeño, Abel siempre tuvo instintos honestos y serviciales. Fue educado, buen estudiante y buena persona, por eso batalló cuando dejó a su familia por primera vez para adaptarse a la vida del dojo, con Shin, John, Eleazar y Bou, quienes al inicio no lo veían con buenos ojos. Además de Delia, sus mejores amigos son Burk, un tipo gordo más alto que él que conoce desde que estaban en pre escolar; y Albert, un niño de 8 años, primo segundo de Burk, quien desde que sus piernas fueron lo suficientemente fuertes para caminar, los seguía a todos lados. Así caminó Abel por la calle principal de Délciran, y se paró en una carnicería, donde un hombre gordo mascaba un pedazo de carne seca como bocadillo, mientras otro señor de mayor edad cortaba un gran bulto de carne colgado de un gancho. - Veo que sigues disfrutando de tus productos, Burk- le dijo Abel. Burk se sorprendió al escuchar estas palabras, no tanto por el contenido sino por la voz, ya que reconoció a su viejo amigo de la infancia. - Hey Abel, como has estado, creí que ya te habías desaparecido de la faz de la tierra, cuánto tiempo sin verte. El gordo dijo esto mientras se abrazaban, el señor que cortaba la carne era el papá de Burk, un viejo carnicero que recibía ayuda de su hijo, aunque fuera sólo en el mostrador y comiendo la mayor parte del tiempo. - ¿Cómo está señor?- saludó Abel al padre de su amigo. - Te ves bien Abel, y tú gordo, porque no haces ejercicio como él para que adelgaces y tengas condición física- le recriminó el anciano a su hijo. - Ah, basta papá, sabes que no necesito hacer ejercicio, estoy fuerte como un roble, pregúntale a Abel, ¿Quién era el que ganaba siempre a los aventados en la escuela, eh?- respondió Burk a su padre. El señor sólo hizo un gesto de indiferencia, ya que no sabía que eran los aventados, pero dejó de conversar con los chicos y se puso a cortar la carne nuevamente. - Recuerdas en la escuela Abel, a los aventados, como le ganaba a todos los chicos, incluso hasta los que iban más adelantados que yo- decía Burk a su amigo con mirada de nostalgia. - Claro que lo recuerdo Burk, fuiste el campeón los seis años de primaria, digo, ocho- dijo esto último Abel con un poco de vergüenza, ya que no recordaba que su amigo reprobó dos veces, una vez en primer año y otra en tercero, que fue cuando coincidieron en el salón, aunque ya se conocían porque jugaban en el recreo. - Sí, el campeón- respondió Burk, sin dar importancia al último comentario de Abel- también recuerdo que tú eras de los primeros en salir del juego verdad, con un pequeño empujón y terminabas en el suelo- tiró una carcajada. - Sí, escucha Burk, tengo que hablarte por un momento, ¿Quieres ir a dar un paseo? - Oíste papá, voy a salir un rato con Abel, creo que podemos ir a comer y después a recordar los viejos tiempos, te veré luego, pa. El padre de Burk sólo hizo un gesto de asentimiento y continuó con su labor, mientras Abel y Burk salían de la carnicería para dirigirse a la fonda más cercana. - Sabes Burk, acabo de desayunar con mis padres, y aún es muy temprano para comer, que te parece si vamos a la escuela para recordar los viejos tiempos- le comentó Abel a su amigo. - Bah, está bien, pero primero pasemos por el mercado para comprar un bocadillo mientras caminamos. Fueron primero por el mercado, para que Burk comprara unas frutas. En ese lapso, se encontraron a Albert, quien salió corriendo por entre los puestos para encontrarse con su primo y Abel. - Hola Abel, ¿cómo estás?- dijo el pequeño mientras avanzaba con los brazos abiertos para abrazarlo. - Estoy bien Albert, vaya si has crecido- respondió Abel mientras se agachaba para abrazar a su amigo. - Cómo estás enano- saludó Burk a su primo, mientras lo tomaba del cuello en son de broma y le desbarataba el peinado. - Basta gordo- dijo Albert. Los tres se dirigieron a la escuela del sector de la aldea, mientras bromeaban y platicaban. Mientras todo esto sucedía, Abel pensaba que sin duda Délciran era el mejor lugar para vivir. Tenía todo lo que un hombre podía pedir, familia, amigos, una mujer a quien querer, trabajo estable si lo deseaba, todo. Por eso iba a ser tan difícil partir a la aventura. Para él, ser poderoso, pelear por el bien y ganar prestigio y fama no igualaba el amor de una familia, la nostalgia de los amigos, o estar en los brazos de una mujer hermosa, sólo así, contemplándola y sintiendo su calor. Pero la decisión estaba tomada, y el próximo día partiría a la mayor aventura de su vida, tal vez para ya no volver jamás. Con este pensamiento, Abel decidió que era el momento de decirles a sus amigos que partiría mañana y que tal vez no volvería a verlos. Se los comentó, y cuando llegaron a la escuela, se situaron en la parte del patio donde solían jugar a los aventados de niños. - Vaya, no puedo creer que Abel, mi amigo, un chico de aldea como cualquiera vaya a pelear para ser unos de los guerreros más grandes de Occidente- dijo Burk, sobándose la cabeza, como si todo eso fuera mucho para su cerebro. Albert aún seguía anonadado por toda la información que acababa de recibir, y sólo tenía la boca abierta sin decir palabra alguna. - Bueno, creo que lo único que queda decirte es buena suerte viejo- dijo Burk, mientras le alzaba la mano a su mejor amigo. - Buena suerte a ti también gordo (Abel era de las pocas personas a las que Burk permitía que le dijeran gordo)- después se abrazaron. Abel se agachó para platicar con Albert, quien aún no decía nada. - Bueno peque, es hora de decir adiós, quiero que te portes bien y cuides a Burk, sabes que le gusta comer mucho antes de dormir, pero por eso le dan retorcijones en la noche, y cuida que no se sobrepase con las chavas del pueblo, bueno, con las pocas con las que aún no se ha sobrepasado- al terminar de decir esto, Burk le dijo asno a Abel. - Sí Abel, lo haré… y suerte- respondió Albert. - Bueno amigos, tengo que ir a buscar a Delia, ya que aún no me despido de ella. Abel caminó hacia las aulas de la escuela mientras se despedía de sus amigos, en eso Albert le gritó: - Abel, si algún día regresas, me llevarás contigo, yo también quiero ayudar a salvar el mundo. - Está bien chico, te lo prometo- le respondió Abel, después de todo no pensaba que fuera a volver para cumplir esa promesa. - Oye flaco, antes de que te vayas, que te parece si nos damos una última jugada de aventados, por los viejos tiempos, quiero ver si estás listo para defendernos de los malos- le recriminó Burk a su amigo. - Está bien gordo, como quieras, tu haz la cuenta Albert. Ambos se pusieron en posición de combate, el juego de los aventados era muy simple, dos o más jugadores hacían una rueda, y al momento de que algún árbitro o encargado de vigilar el juego terminara de contar hasta tres, todos se lanzaban al centro a aventarse, y el último que quedara de pie ganaba. Así, Albert empezó a contar, y al terminar de decir tres, Abel y Burk corrieron uno contra otro para que sus cuerpos hicieran una coalición. Al momento de estrellarse, el gordo salió disparado por donde había empezado a correr y rodó unos diez metros por el suelo hasta que se detuvo con una malla de la escuela, Abel se quedó en el centro del patio, justo donde derribó a su amigo. Burk se sobrepuso del golpe y se sentó en el suelo, tomándose la cabeza, no tuvo mayor daño que unos pequeños golpes. - Vaya si te has puesto fuerte, flaco, no pensé que fueras a vencerme de esta manera, creo que estás listo para partir- dijo Burk. - Es que he estado entrenando, pero debo decirte que tuve que utilizar todas mis fuerzas para poder derribarte amigo, y creo que tú te confiaste y no utilizaste toda- dijo esto Abel mientras se acercaba a Burk para tenderle la mano. - Sí, eso sí lo creo- respondió Burk, mientras tomaba la mano de su amigo y se levantaba. - Bueno, ya me tengo que ir, espero volver a verlos. - Sí, claro, el amor llama, nosotros también esperamos saber pronto de ti Abel, aunque sea cuando te hagas famoso, y una última cosa. - ¿Qué? - Dale un beso a Delia de mi parte, y algo más no. - Eres un pervertido. - Ya lo sabes, como siempre. Abel rió y partió en busca de Delia, la mujer a la que quería desde que tenía edad para empezar a fijarse en las mujeres, o tal vez antes. Mientras recorría los pocos metros que lo distanciaban de su primer amor, Abel recordó cómo llegó al dojo de Drulicz. Fue hace poco más de un año, caminaba por las afueras de Délciran con Burk y Albert buscando la Planta de la Vida, que no era más que una pequeña planta de cinco hojas, pero ellos pensaban que quien la encontrara obtendría la felicidad eterna, como siempre lo habían soñado. Por las raíces de los árboles, cerca de los ríos, o en un llano buscaban ávidos la planta de la vida, pero después de cinco horas de resistir el sol y los zancudos empezaban a resentir el cansancio y no les quedaban ánimos de seguir buscando. Por si fuera poco, Burk y Albert empezaron a discutir sobre nimiedades de la vida, por lo que Abel comenzó a desesperarse y les sugirió que se separaran y el que la encontrara la repartiera con los demás, aunque no estaban seguros si eso funcionaría. Los dos primos se fueron por su lado, aun discutiendo, y Abel caminó un poco más al norte. Se topó con una maleza gruesa, que no recordaba estuviera en ese lugar, pero ya tenía demasiado tiempo que no pasaba por ahí que no le sorprendió tanto. Por alguna extraña razón, el deseo de traspasarla le surgió inconteniblemente del cuerpo, creyó que principalmente provenía del corazón. Sintió que tal vez era la Planta de la Vida que lo llamaba, aunque la verdad no estaba muy seguro de que existiera o querer encontrarla para él, ya que se sentía muy feliz con su vida como estaba, pero decidió seguir su impulso y tal vez si la encontraba regalársela a sus viejos amigos. Así que prosiguió, rompió unas cuantas ramas en su camino, y tuvo que quitar hojas y espinas que pasaban cerca de su cara, pero después de andar un poco más de un metro, la maleza terminó y salió un poco confundido quitándose los pedazos de ramas y hojas que quedaron en su ropa. No se dio cuenta lo que había frente a él. John, Shin y Hart, quienes se encontraban en el patio del dojo, lo vieron extrañados, pero Abel seguía quitándose ramas de la espalda sin notar a aquellos jóvenes. - ¿Qué haces aquí?- le preguntó John a aquel joven desconocido que había irrumpido al dojo sin ninguna invitación. Al escuchar la pregunta, Abel volteó y se sorprendió al ver a esos tres jóvenes tan cerca de la aldea, y un dojo que no había visto, a pesar de haber estar viviendo cerca. - ¿Qué?- se limitó a responder Abel, todavía sorprendido de ver a esos tipos. Los tres eran más grandes, y por sus complexiones y miradas frías claramente más fuertes. Se veían hombres con poder. - ¿Estás extraviado, o tienes algún problema?- le preguntó Shin con amabilidad, Abel continuó desconcertado y sólo respondió “no”. - Entonces ¿Qué haces aquí?- replicó John- espera, ¿Eres oriental u occidental?- esto lo dijo con aire especulativo. - No, soy oriental, digo, vivo en Oriente, pero no soy oriental. - Qué rayos estás diciendo, vives en oriente pero no eres oriental, ¿Acaso estás bien de la cabeza?- respondió John. Ante la plática burda, Hart se empezó a desesperar, en aquel momento él era el único que sabía la razón por la que estaban ahí, así que no había necesidad de preguntarle tantas cosas. Para él, Abel era sólo otro contendiente a obtener una espada, un intruso incompetente que se quedaría en el camino. Shin, por su parte, asumía que sólo era algún extranjero extraviado, que había llegado por equivocación. Abel seguía un poco descuidado, y su atención fue a dar a la entrada de la cabaña, donde un anciano de baja estatura y una bella mujer joven salían. - Hola extraño- saludó Soria a Abel, sin que éste contestara, por lo que Soria puso sus manos en la cintura- ¿Qué te pasa, estás perdido?- Abel se disponía a responder que no, aunque pensaba que tal vez sí lo estaba, pero Drulicz interrumpió. - El que llega aquí no es porque esté perdido o desconcertado, sólo llega, no hay otra explicación, bienvenido ¿Cómo te llamas? - Ab… Abel señor- respondió el joven a la pregunta que se le hizo más lógica desde que estaba ante esos extraños. - Bueno Abel, bienvenido a mi dojo, mi nombre es Drulicz y soy el maestro de estos chicos (Hart hizo una cara de enfado ante esta aseveración del viejo), dime ¿Qué te trae por aquí? - Bueno pues, yo… yo estaba buscando algo, pero creo que me desvié un poco y los molesté, será mejor que me vaya. - No es ninguna molestia, y como te comenté al inicio, aquí nadie llega por casualidad ni a interrumpir, ¿Qué estabas buscando?- preguntó el viejo. - Es algo tonto- contestó Abel dubitativo. - En esta vida, lo único tonto es lo que la gente lo hace así, si estabas buscando algo tonto por qué te esforzaste tanto como para atravesar esa maleza. - Bueno, es decir, es tonto lo que buscaba, pero lo buscaba por una buena razón, verá, mis amigos creen que si encontramos cierta planta, esta nos dará la suerte para ser exitosos en nuestras vidas, pero yo no lo creo tanto, sólo lo hacía por diversión, pero creo que buscar el éxito y la felicidad en nuestras vidas sí es importante, aunque yo tengo todo lo que necesito en Délciran. - Eso es bueno Abel, es muy bueno, mientras haya más personas felices en esta tierra, habrá más paz y menos guerra, ¿Lo sabías? - Sí, algo similar me comenta mi papá, pero ustedes qué hacen aquí, nunca los he visto por Délciran, ¿Son forasteros? - Sí Abel, es una forma de decirlo, somos forasteros, y lo que hacemos aquí es entrenar artes marciales y leyes de la vida para buscar ser mejores personas, verdad muchachos. - Sí maestro- respondió Shin. - Si usted lo dice- dijo John, ante la mirada inquisitiva de Drulicz, Shin y Soria. Hart no dijo nada. - Entrenar artes marciales, vaya, eso es genial, pero, ¿Para qué?- comentó Abel. - Porque creemos que con mejores personas hay un mundo mejor, las cosas en los últimos años no han ido tan bien- respondió Drulicz. - Sí, eso he escuchado. ¿Cobra? maestro, o algo así- este comentario de Abel provocó las risas de John y Soria. - Claro que no, Abel, no cobro, sólo que aquí cada quien se mantiene como puede, lo único que pido es total compromiso con las labores que te ordene, dime ¿Estás interesado en formar parte de este grupo? Todos miraron a los ojos a Abel, éste regresó la mirada al grupo, no supo qué decir, le tentaba la idea de entrenar y ver en que podría cambiar eso su vida, pero consideraba que su vida estaba bien y no necesitaba cambios. - Lo tendré que pensar, por lo menos este día, y luego les diré- se limitó a decir Abel. - Está bien Abel, te esperaremos, espero que encuentras la planta que estabas buscando- respondió Drulicz. Después de estas palabras Abel regresó por donde llegó, pensando que tal vez había encontrado lo que estaba buscando, por un acto instintivo tapó como pudo el hoyo que hizo en la maleza, en ese momento regresaron Burk y Albert, le preguntaron si había encontrado algo. Él sólo respondió que no. Abel llegó al aula donde su amada Delia daba clases a niños de no más de seis años, se paró en la entrada sin hacer ruido para sólo contemplarla, como le gustaba hacerlo cuando ella dormía, comía, o trabajaba como en ese momento. Delia estaba entretenida con los niños, pero al sentir la presencia de alguien en la puerta volteó. Vio a Abel y sus miradas se conectaron como dos haces de luz destinados a estar siempre juntos, y en éstos se reflejaron los sentimientos de ambos que procedían del corazón y del alma. Cuando estaban juntos en el mismo lugar, la fragancia del amor se sentía en el aire. - Hola Abel, que bueno que nos vienes a visitar, verdad niños- dijo Delia. Los niños respondieron con un “Sí” unísono. - Vengo a ver a la mujer más bella del mundo, ustedes son afortunados el tenerla todos los días niños- respondió Abel. La clase estaba por terminar. Abel tuvo que esperar 15 minutos a que finalizara y otra media hora en que llegaban los padres por sus hijos para estar a solas con su amada. Pasearon por la plaza principal de Délciran, en donde la mayoría de los transeúntes los conocían y los saludaban. Ella iba tomada del brazo de Abel, como una pareja de adultos con más de 20 años de casados. Reflejaban seguridad, amor y compromiso entre ellos, y su relación siempre fue ejemplo para jóvenes y grandes de la aldea, como también eran buen ejemplo los padres de Abel. Después de pasear, comieron en una fonda de la plaza unos guisos de carne con legumbres y pan almendrado. Después fueron a la casa de Delia, en la que tomaron dos caballos para ir al lago más cercano a la aldea, en el camino jugaban entre sí carreras que no duraban más de diez metros y platicaban de sus vidas, que estaban destinadas a permanecer juntas por siempre. Llegaron al lago, y ahí pasearon por la orilla, en ocasiones Abel la cargaba y amenazaba con tirarla al agua, como dos novios tontos que lo único que quieren es llamar la atención. Después se acomodaron bajo la sombra de un árbol a contemplar la naturaleza que los rodeaba, que ante sus ojos de amor, era la más bella del mundo. - Delia- dijo Abel- tengo algo muy importante que decirte. Delia, como mujer con alto sentido de la intuición, sabía que esta ocasión tan especial se debía a algo, y no se sorprendió al escuchar estas palabras de su novio. - ¿Qué pasa amor? - Recuerdas que te comenté que estábamos entrenando con un maestro de artes marciales para buscar ser mejores personas y ayudar a los demás. - Así es, y me comentaste que pensabas que había algo detrás de todo esto, es decir, un hombre llega de la nada y se instala en las afueras de la aldea, y llegan a él gente de todos lados, ¿qué pasó? - Bueno, creo que esto es más importante de lo que pensé- y Abel le explicó todo lo que había pasado en las últimas semanas. Después de terminar se quedaron un rato en silencio, y después Delia le preguntó: - ¿Y a qué van a Ciudad Central? - Bueno… la verdad no lo sé, pero… - Entonces no sabes si es para algo importante o simplemente van de vacaciones. - Bueno, el maestro dijo que el Rey le había hablado, supongo que debe hacer para algo importante. - ¿Cómo sabes que no los quiere para bufones? Abel descubrió que Delia estaba bromeando con él. Juguetearon un poco para después hacer las paces con un beso. - Estoy orgullosa de ti amor- dijo Delia e hizo una pequeña pausa- pero quiero que me prometas algo. - ¿Qué pasa cariño? - Que no importa lo que pase, o en que te conviertas, siempre me recordarás así como yo te recordaré. Eres mi primer amor, y siempre tendrás un lugar especial en mi corazón. - Claro que nunca te olvidaré Delia, eres la mujer más increíble que he conocido y me has hecho sentir cosas que no creo alguien pueda superar, y no importa lo que pase, siempre te amaré. - También quiero que me prometas otra cosa. - Qué amor. - Que no importa que sea lo que te depare, las dificultades que tengas o lo que sufras, quiero que triunfes, prométemelo. Abel se quedó callado por un momento. - Lo haré amor, te lo prometo. Después de estas palabras se fundieron en un beso que parecía eterno, y después se quedaron bajo el árbol abrazados sin decir nada, disfrutando el momento como sólo dos enamorados lo pueden hacer. Esa fue la última vez que hicieron el amor.
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