Cuento de Navidad
Publicado en Dec 16, 2014
Cae la noche en la Gran Ciudad y en el domicilio de los padres de Rocío hay ambiente de fiesta con toda clase de lujos mientras que en la enorme sala principal un gran árbol de Navidad preside toda la escena. Rocío, la única hija de Papá Amador y Mamá Lucía, está radiante de felicidad contemplando la gran cantidad de regalos que están a los pies de un enorme Papá Noel que parece sonreírle mientras ella no sabe por dónde empezar...
Papá Amador le prohibe comenzar a abrir aquella ingente cantidad de regalos hasta que no hayan cenado los tres juntos. No necesitan a nadie más para ser felices. No es necesario que alguien más esté en la reunión, ya que los tres son únicos, diferentes a los demás. Son suficientes para tener todo lo que siempre desean y llevar el tren de vida que mejor se les antoje. Así que lo único que desean, esta noche, es pasarlo juntos (algo que a lo largo del año casi nunca ocurre), sin más compañía que el loro multicolor que intenta, vanamente y ante las risas de Papá Amador, abrir la puerta de aquella su dorada jaula donde transcurre su vida en un continuo mirar hacia la chimenea. ¿Qué sucede en la chimenea de la casa de Papá Amador y Mamá Lucía? ¿Quizás alguna vana esperanza para dar calor a un ser, anónimo tal vez, que flota en el ambiente como alguien buscando un poco de liberación? Quizás. Tal vez sea solamente una pequeña nostalgia que, de vez en cuando, se refleja en los lindos ojos azules de Rocío cuando piensa, más veces de las que ella desearía, que algo le falta a su existencia. Pero ahora no está pensando eso. Ahora sólo está pensando en que llegue la hora de cenar para terminar cuanto antes con aquella nerviosa inquietud para darse el gusto y el gran placer de abrir toda aquella multitud de regalos. Pero antes hay que salir a la calle para buscar ese postre favorito que a ella tanto le gusta saborear: las trufas de chocolate con almendras de la Pastelería Luxe. Sentado en la acera, acurrucado contra la pared, a escasos cien metros de la puerta del inmenso jardín de la mansión de Papá Amador y Mamá Lucía, está Pepito, vestido con harapos y tiritando por culpa del frío que tiene todo su cuerpo. O tal vez no esté tiritando de frío sino temblando de terror. ¿Y por qué Pepito tiene miedo si es la noche de Navidad? ¿Qué es la Navidad para ese niño a la hora de soñar? Es que resulta que Pepito nunca ha podido soñar durante todos su once años de edad; no conoce esa clase de ensoñación y sólo sabe que, cuando llegue a la destartalada chabola del lejano arrabal donde malvive con su madre, un padrastro que siempre está borracho y otros siete hermanitos más quen andan siempre tirados por el suelo, va a recibir una verdadera paliza cuando su padrastro, siempre borracho, se entere de que no lleva ni tan sólo un miserable centavo a la casa. Va a recibir la paliza más grande de su vida ante el silencio de su madre que está con la cara llena de moratones; pero nunca ha sabido, ni sabe, por qué tienen que castigarle siempre por el pecado de haber nacido fuera de lugar, como si la vida no fuese más que un simple llegar en el mejor momento y en el mejor lugar. No. Pepito no sabe soñar, nunca ha aprendido a soñar y nadie le ha enseñado a soñar. En los fríos inviernos de la Navidad, nunca ha recibido ni un solo regalo así que no le queda otro remedio que entrecruzar sus débiles piernas, seguir acurrucado contra la pared y esperar. ¿Qué espera Pepito de la Navidad? Como no sabe soñar no espera nada salvo la brutal paliza que va a recibir. Nunca ha podido adivinar qué significa aquello de la Navidad. Por el cielo estrellado, aquella noche, varias decenas de estrellas fugaces pasaron raudas y veloces, pero Pepito las mira y no sabe de dónde vienen ni hacia dónde van... Al pasar junto a Pepito, Papá Amador quiere acelerar el paso, Mamá Lucía ha mirado de soslayo al niño y se ha agarrado fuertemente al brazo de Papá Amador; pero Rocío se ha detenido para mirar, por un momento con sus lindos ojos azules, a aquel niño de once años acurrucado contra la pared de la acera. Ella sólo tiene ocho años de edad. - ¡Vamos, Rocío, que tenemos prisa! ¡No podemos perder el tiempo! - No tiene nada, papá... - ¿Cómo sabes tú que no tiene nada? - Porque me lo dice su mirada vacía. Efectivamente, la mirada de Pepito es un vacío absoluto sin ninguna clase de expresión. Y es entonces, al mirarle fijamente, cuando Mamá Lucía lo ha decidido... - Está bien, esta noche cenará en nuestra casa. - Pero no puede venir con nosotros a la Pastelería Luxe. Si quiere esperarnos en la calle ya vendremos a por él. - Gracias, papá. Después la niña se dirige al niño. - ¿Cómo te llamas? A la pregunta de Rocío, Pepito no contesta nada pero dos furtivas lágrimas surgen de sus apagados ojos y recorren su rostro. No tiene nada más que decir cuando la niña le limpia las dos lágrimas con sus suaves manos. Y después Papá Amador, Mamá Lucía y ella se marchan lejos, muy lejos de la mirada de Pepito. Al regresar de la Pastelería Luxe, está todavía el niño temblando de miedo y acurrucado contra la pared. - ¿No te has ido todavía? - ¡Papá, tú dijiste que nos esperase! - Pero... - Pero nada, Amador. Nos lo llevamos a casa para que cene con nosotros. - Gracias, mamá. Aquella noche fue algo irreal para Pepito; algo que no estaba nunca previsto en su triste existencia. Para su soropresa pudo comprobar que le abrían la puerta de aquel inmenso y hermoso jardín y que le abrían la puerta de aquella lujosa mansión. Pasó dentro y pensó que todo aquelllo sólo era un cuento de hadas. Pero fue verdad. Rocío y Pepito cenaron y comieron toda clase de golosinas y, después, ella sintió la inmensa emoción de jugar durante horas enteras compartiendo todos sus juguetes con él. - ¿Cómo te llamas? Ahora sí. Ahora Pepito pudo contestar sin soltar un par de lágrimas... - No lo sé pero todos me llaman Pepito. - ¿Te gusta este balón? - ¿Es de reglamento? - Sí. - Es la primera vez que tengo un balón de reglamento en mis manos. - Te lo regalo. - ¿De verdad que me lo puedo quedar para mí? - De verdad que te lo regalo. Yo tengo muchos más. Papá Amador dio por terminada la velada... - Bueno, ya es muy tarde y te tienes que marchar, Pepito. Lo siento. - ¡Espera, papa! ¡Espera sólo un momento más! Pepito sabía muy bien que aquello iba a durar muy poco y lo comprendió, pero escuchó la voz de Mamá Lucía como proveniente de algún lejano país. - Este niño no puede andar solo por las calles a estas horas de la madrugada. Esta noche se queda a dormir con nosotros. - ¿Tú lo crees necesario, Lucía? - Totalmente necesario, Amador. Es un acto de caridad. - Gracias, mamá. Los niños estuvieron jugando un poco más con aquel maravilloso y brillante balón de reglamento que Pepito todavía no podía creer que le perteneciese a él. Hasta que Mamá Lucía decidió que ya era de verdad muy tarde para que los niños estuviesen despiertos. - Pepito, aquí tienes este sofá para que duermas esta noche junto a la chimenea. Pepito se tumbó en el sofá mientras Mamá Lucía le cubría su ya caliente cuerpo con una manta y él estrechaba fuertemente el balón contra su corazón antes de quedar dormido. Rocío no hacía otra cosa sino mirarle con esa mirada de nostalgia que algunas veces aparecía en sus luminosos y bellos ojos azules. - Mamá... - ¿Y ahora qué pasa, Rocío? Ya hemos hecho todo lo que hemos podido hacer por él. - Es que... yo quiero un hermanito para poder jugar y no sentirme tan sola... - Pero ya sabes que tu papá no desea tener más familia... - Estoy pidiendo que sea Pepito ese hermanito que tanto necesito yo. Mamá Lucía observó detenidamente a aquel niño de once años que dormía profundamente en el sofá, junto a la caliente chimenea, estrechando fuertemente el balón contra su corazón. - Está bien. Mañana mismo hablaré con papá para ver si es posible... - Gracias, mamá. - Ahora quiero que te portes bien y vayas a tu habitación a dormir. - ¿Puedo quedarme un par de minutos más mirándole? - Bueno; pero después apagas todas las luces y a dormir... Mamá Lucía abandonó la gran sala y entonces Pepito abrió sus ojos, ahora luminosos y alegres, para ver cómo Rocío abría la ventana que daba al inmenso jardín y cómo, después, se acercó a la dorada jaula, abrió la pequeña puerta, y el loro multicolor, en breves décimas de segundos, salió velozmente por la ventana con dirección a la lejana selva. ¡Era su total liberación! - Quizás eso sea la Navidad... -pensó Pepito. Y el niño volvió a quedarse dormido, al lado de la caliente chimenea, mientras soñaba por primera vez en su vida.
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José Orero De Julián
Elvia Gonzalez