AGUSTINA
Publicado en Feb 08, 2015
Una noche de Julio, Agustina vino a mí, para contarme sobre su vida... sobre sus ochenta años.
Ella estaba sentada en una mecedora de color roble y yo, en la inmensidad de la imaginación, estaba sentada en mi cama, con el notebook abierto, para tomar nota sobre su relato... Después de escribir lo que ella me narró, quedamos reflexivas por varios minutos y prometimos, salvar a otras "Agustina". Ella se despidió y tal como se hizo anunciar, volvió al reino de la imaginación, para inspirarse y relatar otras historias... AGUSTINA Dijo que volvería, cuando partió sin rumbo, sólo con la mochila a cuestas, unas zapatillas rotas azules, un gorro de lana chilota y una bufanda morada, que daba cuenta del frío de la estación. Los gritos se hicieron verbo, a causa de la última riña con su padre, con mi padre... - ¡Márchate y no vuelvas... maricón de mierda...! - ¡Quédate con tu "hombría", macho desgraciado...! - ¡Maldito "ser humano"...! exclamó mi hermano... Mi madre, despavorida, corría detrás de mi padre, llorando y clamando por la paz de éstos, sus dos hombres amados... - ¡Rubén, deja en paz al niño... Por favor, sólo tiene diez años...! - ¡Que no se vaya...! suplicaba mi madre... Nunca viví otra escena más desgarradora, que las súplicas de mi madre, para retener a ese hijo que le daba tantas alegrías... Es que Humberto era su vida y sin decirlo, la complicidad que existía entre ellos, le daba la razón para vivir, para aceptar lo inaceptable... - ¡Volveré...! ¡Perdona madre querida, por dejarte...! - ¡Perdón Agustina, Rosalía y Estela...! - Moriré, antes que quedarme... - ¡Volveré por ustedes...! Corrió y corrió, perdiéndose su figura entre los grandes pinos, que se encontraban detrás de la casa... Ese día, mi hermano no aguantó más los malos tratos de nuestro padre, no toleró su borrachera, su falta de afecto hacia mi madre y sus palizas, sobre nuestros cuerpos... Humberto se fue y lloré... a escondidas... Mis perros, "Gladiolo" y "Solitario" aullaban buscando a Humberto, olfateando cada centímetro de nuestra tierra... Al final del día, se echaban cercanos a la casa y en un acto de resignación comían y bebían el agua, mirando hacia los pinos... Mi padre prohibió pronunciar su nombre, quemó las pocas pertenencias y construyó una lápida, a unos metros de la casa, para recordarnos a todos, que Humberto estaba muerto, entre los vivos... Desde aquel día, todo cambió... Mi madre, ya no cantó más... Mis dos hermanas mayores, continuaron trabajando el campo, calladas, resignadas de sus destinos, sin decisión alguna, como especies que se transan en el mercado del machismo exacerbado... Mis hermanas habían perdido la voz, después de acatar todo lo dispuesto por mi padre... Habían aprendido a recibir menos golpes, menos insultos y en plena ignorancia, se habían convertido en objetos vivientes... Casi no me hablaban y a mi madre sólo el saludo le bastaba... Mi padre, siguió igual, bebiendo, gritando y asustando con su mal humor... Había pasado cinco años, Humberto tendría dulce quince años y yo imaginaba su felicidad, lejos de este martirio, creando para mí otra realidad, para no sufrir, para llevar mis doce años pensando en finales de cuento, finales felices... Pasó el tiempo, mi madre no volvió a sonreír y cayó enferma... La pena la mató segundo a segundo, aunque mi padre no lo advirtió, visitando las faldas de doña Amanda... El curandero habló de una pena profunda, de no querer vivir... Mis hermanas, en cambio, decían que era falta de fe... Lo cierto es que, a mis catorce años, perdí a mi madre y coloqué la última flor de Primavera sobre su tumba... Llegué a casa, ordené los muebles y por instrucción de mi padre tuve que quemar sus pertenencias... - ¡Si se fue, que sea de verdad...! - ¡No quiero rastros de ella...! Gritó mi padre, mientras tiraba más leña al fuego... Escondí las únicas botas de tacones, que guardaba para ocasiones especiales, en un acto de total rebeldía y para recordarla, ante la desaparición de todo lo que ella había dejado en vida... su presencia... Pronto, mis hermanas mayores se casaron con sólo diecisiete y dieciocho años, respectivamente... Mis cuñados eran unos huasos ignorantes y machistas, pero dueños de la tierra... Dueños de tomates, papas y zapallos, para comer y vender... Esto era lo que importaba a mi progenitor... Con el tiempo, sólo mentalmente, borré la palabra "padre" de mi vocabulario y de mi corazón... Mis hermanas me enseñaron que se podía vivir sin amor, y ante la clemencia vivieron con el dolor a cuestas, con una cachetada en el rostro, frente a un no, frente al alcohol y calladas aceptaban infidelidades y sexo sin pasión... - No era cuestión de fe... Exclamó un día Rosalía... - Es cuestión de llorar... Acotó Estela... Aprendí a escribir y también los números, junto a la monja que hacía religión, en un cercano colegio, vetado por mi progenitor... Un día, mi padre encontró un libro debajo de mi colchón, me persiguió por la casa y con un cinturón azotó mis piernas... Esas huellas me siguieron en mi andar, siempre en pantalones... La única manera de escapar de ese destino era dejar atrás la ignorancia y esto, temió siempre mi padre... Deseaba tener hijos analfabetos, para que no conocieran el mundo para esclavizarlos, desde la niñez... Continué estudiando a escondidas, siempre a escondidas del hombre que golpeó a mi madre y de mis cuñados, que me miraban como a un trofeo a alcanzar... Un día, el hombre malvado, (aprendí varios adjetivos para "mi padre") dijo tener un dueño para mí, para servirle, para ser esclava en un hogar sin amor, para aguantar lo que mi madre aceptó y lo que mis hermanas lloraban... Rosalía había parido una hija y Estela también... Otras niñas que vivirían el desconsuelo de estar aquí, donde la ley es de los hombres y las mujeres no podemos alzar la voz... Mi esperanza era mi hermano y su juramento de "regresar por nosotras"... Cada mañana miraba largamente hacia los pinos y hasta la sombra de otoño, se desvanecía en el aire... Fue una tarde de invierno, igual que aquella donde Humberto marchó... Preparaba un té para mi padre y de pronto una mano tomó mi cintura, mientras la otra jalaba mi largo cabello negro hacia atrás... Era el marido de Estela y yo comencé a temblar... ¿Me creería mi "progenitor"...? Mis manos tocaron la tosca y grande mano sobre mi cabello e intenté zafarme, con la fuerza de mis quince años... Él, con el poder de macho brío me llevaba hacia su cuerpo entero... Fue entonces, que tomé la taza de té caliente y la lancé hacia atrás quemando su abdomen y parte de sus genitales... Los alaridos que emitía este hombre se escuchaban en toda la región... Se retorcía en el suelo de dolor y su rostro tenía la rabia del animal herido... Mi corazón palpitaba más fuerte y el ahogo comenzó a nublar mi vista, hasta que escuché la voz del victimario... - ¡Qué está pasando...! ¡Qué pasa con mi té, Agustina...! - ¡Tanta demora...! Seguido, vinieron los improperios de costumbre, las descalificaciones y las amenazas... Abrí la puerta y comencé a correr en dirección a los pinos... Era el mismo sendero que alguna vez recorrió mi hermano... Los árboles enormes fueron mis cómplices y mis perros me seguían, temiendo lo peor... Sabía que, de alcanzarme, yo no estaría viva para contarlo... Mientras corría, escuchaba la voz de mi progenitor, junto a Ernesto, el marido de Rosalía, quienes daban la indicación a otro empleado, para que me buscasen a caballo, pero mis piernas rechonchas habían tomado distancia, ante el pavor del encuentro con otra golpiza... Sabía que Estela, en lo más íntimo, agradecía mi actuar, como una forma de vengar al hombre que la maltrataba y la violaba en su borrachera... Yo no quería esa vida y al igual que Humberto, estaba dispuesta a morir, a pesar del dolor que esto implicaba... Corrí con todas mis fuerzas y me preguntaba si sería el camino, que me conduciría a mi hermano Humberto... Mis perros ya no me seguían y las voces humanas se habían transformado en silencio... Pensé ir al colegio a buscar a Sor Morelia, pero sabía que comenzarían buscándome allí... La tarde comenzó a llegar y temía su oscuridad... De pronto, vi una carreta detenida cuyo cochero había bajado a orinar... Atrás, llevaba fardos de paja y me escondí entre unos espacios... Por suerte había tres mantas que me ayudaron a capear el frío... Viajamos casi toda la noche, mientras, pedía al cielo que no me encontrasen mis cazadores... Desperté cuando el movimiento cesó... alrededor del medio día... Esta vez, el cochero descendió a comprar pan... Rápidamente bajé y corrí hacia una zona luminosa... que destacaba entre la neblina... Era una estación de tren y un pito anunciaba la próxima salida... Subí a uno de los vagones del tren, cuyo rumbo era el norte... Era el vagón de primera clase y varias miradas se posaron sobre mí... Llevé mis manos a la cara y comencé a llorar... Una pasajera me preguntó qué me pasaba pero yo no podía hablar, en medio del cansancio físico y mental... Ella buscó en su bolso y me dio una botella de té con limón, que bebí con ansiedad... También, un pan con queso y lo devoré en pocos minutos... Desconocía mi destino, pero estaba cierta que era el comienzo de mi libertad... La tarde trajo a la noche y dormí al lado de la bondadosa señora, llamada doña Marta... La paz se respiraba y por primera vez, sentí tranquilidad... Eran las diez de la mañana, cuando desperté... El tren había llegado a Santiago y bajó mi compañera de viaje... Me asusté y lo advirtió... Me preguntó adónde iba y fue en ese momento, que le conté todo mi pesar... En medio de una leche con chocolate y unas tostadas con mantequilla derretida, le mostré las huellas de los maltratos, le conté sobre la vida de mis hermanos, le mencioné la huida de Humberto y la muerte de mi madre... Todo, absolutamente todo y ella me acogió en su casa... Sabía que, de no encontrarme mis cazadores, abandonarían la búsqueda... Una mujer no era un bien preciado, para ocupar largas horas de faena... Pensarían que caí por un acantilado, que me comió una jauría de perros hambrientos o que un hombre me llevó a su hogar, para cumplir con mis funciones... En aquellos años, los padres eran dueños de sus hijos y los maltratos, eran algo normal... Los hijos no tenían derecho sólo obligaciones... Más aún en el campo, en aquellos parajes bellos, donde la naturaleza esconde los gritos, donde el agua lava los pecados y el dolor, donde la brisa curte la piel y el cabello y donde se desconoce el amor... La señora Marta era una mujer de cincuenta y seis años, profesora de francés y dueña de un conocido liceo. Había quedado viuda muy joven con un hijo que vivía en India, donde éste había formado familia... Ella vivía con una niñera que cuidaba su casa, jardín y su perro, "Martín"... Me pasó una habitación y llamó a su hermano Carlos, un respetable abogado, quien le sugirió sobre mi adopción... No había inscripción ni partida de nacimiento y en ese momento, me convertí en "Constanza Martínez Leiva"... su apreciada sobrina... Cortaron mis cabellos y me enseñaron a rezar... Un médico aminoró las huellas de mis piernas y comencé a usar vestidos y zapatos con tacones... Pensé que mamá estaría feliz de verme así... Pensé que las botas de tacones de mi madre ya no existirían, ocultas en el tronco de un árbol... Comencé a estudiar en el Liceo N° 27-G el liceo de la familia y desde allí, amé la literatura y el idioma francés... Doña Marta me reforzaba en su casa y me había convertido verdaderamente, en la hija que ella no tuvo... En las noches, antes de dormir, oraba a Dios y pedía que cuidara a mis hermanos, me ayudara encontrar a Humberto, esa difícil búsqueda sin datos específicos, sin fotografía, ni nada que me ayudase, salvo la intuición... Así pasó el tiempo y cada vez el temor de encontrarme con mi padre era menor... Ahora, yo tenía el poder de la sabiduría... Ahora, yo me amaba y me sentía protegida por una verdadera familia... Estudié Literatura, para rasgar la inspiración del alma herida, cayendo letras en las líneas de un papel... Una parte de mí, deseaba construir familia, pero la otra, recordaba una frase que repetía mi madre: "El amor no existe, sólo comida que echarse a la boca..." Había aprendido que el amor existe, más aún, cuando conocí a Iván, el hijo de la señora Marta, a su señora e hijos... ¡Qué linda familia...! Afectuosos, unidos, respetuosos... Incluso, a mí me trataron con amor y desde la India, me trajeron unos trajes y una muñeca de trapo, que puse sobre mi cama, mientras duró mi tardía infancia... A los setenta y seis años, falleció la señora Marta y la familia, decidió dejarme la mitad de la casa... La otra mitad, sería de Aurora, la fiel ama de llaves, que se convirtió en mi tía... Ambas, estábamos solas y nos hacíamos compañía... El liceo lo vendieron a unos sacerdotes y el dinero, fue repartido entre los tres nietos, que también vivían en India... La partida de la señora Marta me enseñó un dolor diferente, no era el mismo dolor, que cuando partió mi madre o huyó mi hermano... Esta partida, había sido con dignidad y en su funeral, nos habían acompañado los bellos recuerdos de su especial actuar... Como la casa era grande, le consulté a Aurora, si le molestaría que trajese a mis hermanas y ella, gentilmente, me respondió: "Sería mejor si viviésemos las cuatro..." Ganaba el sustento, escribiendo una columna en el diario y ayudando en la redacción a otros nuevos estudiantes de Literatura... Aprendí a disfrutar de la música y compré un tocadiscos. Hubo una especial canción que me recordaba la niñez: "Me desperté llorando, que triste estaba el día vida mía..." Esta frase, me llevaba a mi madre... ¡Cuánto sufrió la partida de Humberto...! Me preguntaba si mis hermanas habían llorado así, mi propia partida... Fue un miércoles veinte de Abril cuando me di coraje e invité a Aurora, me acompañase a mi pueblo para buscar a mis queridas Rosalía y Estela... ¿Estarían aún allí o Humberto las había rescatado...? Tomamos el tren muy temprano y llegamos al anochecer al pueblo más cercano, de la tierra que me había visto nacer Nos alojamos en un pequeño y nuevo hostal. A mis treinta y cinco años noté varios cambios, rostros nuevos, muchos niños, pero pocas sonrisas... La pequeña escuela, donde había aprendido la importancia de las letras y de los números, se había quemado en un extraño accidente... Sor Morelia había logrado escapar, pero sus graves quemaduras la habían llevado a la muerte, junto a otros dos niños... A la mañana siguiente, en compañía de Aurora, consulté a algunos habitantes, por "las familias que vivían en los alrededores"... Algunos mencionaron a los "Riquelme y sus plantaciones de manzana", otros, a los "Peña y la producción de huevos", pero a los dos días de llegadas, una señora que vendía flores, en una pequeña feria de verduras y frutas, mencionó a los "Espinoza Rivera y sus tragedias"... Mi corazón palpitó con más fuerza e indagué al respecto "¿A qué se refiere con tragedias...?" "A cinco puestos más allá, está la señora Rosalía pregúntele a ella... "Usted sabe, señora, si alguien me escucha dirá que son chismes... ¿Lleva gladiolos...?" Fue Aurora quien confirmó la compra y ayudó a mantenerme de pie... Nuestra forma de vestir y hablar marcaba la diferencia entre aquellos habitantes... Todos nos observaban de reojo... Nadie me había reconocido, aunque sólo me conocían los huasos empleados de mi progenitor... Caminé hacia el puesto de Rosalía y nuestras miradas se cruzaron... Las lágrimas comenzaron a asomar en silencio... No era fácil adivinar el dolor que mi hermana guardaba y la alegría que significaba volver a vernos... Tomé unos tomates y le pedí un kilo... Ella, ahora, estaba segura que estaba frente a su hermana menor pues aunque yo hablase diferente, el tono de mi voz no había cambiado... - "¿Dónde podemos hablar, hermana...?" Ella no pudo hablar y después de unos minutos tragándose las lágrimas me preguntó dónde me alojaba... - "Espéreme allá... iré en algún momento del día..." Pagué el kilo de tomates y caminamos de regreso al hostal... Cada minuto de espera, significó un siglo... Mi angustia y ansiedad unidas, me nublaban la razón y quería ir corriendo en su búsqueda tomar su mano y buscar a Estela, para luego huir a Santiago y vivir en la casa de la felicidad... de la paz... Fue cerca de las cuatro de la tarde, que la dueña del hostal tocó a mi puerta, - "Señora Constanza, alguien la busca abajo... le traen unas verduras que dejó olvidadas en la feria..." DI la orden que subiera "alguien", me excusé de no bajar, debido a mi "cansancio"... Una vez cerrada la puerta de la habitación y de que Aurora cerrase la suya, nos abrazamos con Rosalía en un llanto ahogado... Permanecimos así unos segundos y luego, la invité a sentarse sobre mi cama... Ella representaba más de sus treinta y nueve años. Su piel estaba muy arrugada, sus cabellos sin cuidados y las canas la avejentaban demasiado... Pude notar huellas de golpes y las comisuras de sus labios apagados por no sonreír... Teníamos sólo quince minutos antes que su familia la comenzara a extrañar... Tan poco tiempo para veinte años transcurridos... El tiempo era un tesoro invaluable y debíamos disfrutarlo dulcemente... Podría pensarse que hubo mucha demora, en ir a buscar a mis hermanas, pero el temor paraliza y no tuve fuerzas, hasta que perdí también a la señora Marta... Tal vez, ante la soledad, vino a mí el pasado y construí un puente emocional, para enfrentarme a los dolores que afloraban... Me senté a su lado y apreté su mano - ¡Vine a buscarlas... Vamos a buscar a Estela...! - No es posible, ella no está aquí... - ¿Dónde está...? Iremos a buscarla dónde ella esté... - Es imposible... está con nuestra madre... y Humberto... Una daga clavó mi corazón... Abracé a Rosalía y lloré, como una niña... como antaño... pero esta vez, mi llanto hizo eco en el cuarto... Inclusive, vino Aurora a tocar mi puerta, por si la necesitaba... - ¡Humberto está muerto... está muerto...! - repetía una y otra vez, tomando no sólo la mano de Rosalía, sino la de Aurora... Ambas me recordaban que el silencio era crucial... Quise indagar qué había pasado con mis hermanos y fue así, que Rosalía relató la tragedia... - "El día que partiste, por culpa del accidente de la taza de té, Ramón quemó sus genitales y nunca pudo ser el mismo... Sentía que su hombría se había esfumado, pero no el poder que ejercía sobre Estela... Muchas veces, la golpeaba sin motivos y también a su hija, Renata... En una tarde de borrachera, empujó a la pequeña, que yacía dormida en el regazo de Estela... La niña cayó y golpeó su cabeza en un armario, esto le provocó la muerte... Estela, no pudo soportar tanto dolor... Recuerdas, siempre decía: Es cuestión de llorar... pero, esta vez, no bastaba el llanto, su mente y cuerpo se rindieron... La encontraron ahorcada, en uno de los pinos... Era extraño escuchar a nuestro cuñado, decir que las amaba, si siempre demostró lo contrario... Ramón, se volvió loco por la pérdida de sus dos mujeres y se entregó a la policía... Allí, le dijeron que no se preocupara, que entendían había sido un accidente, un doloroso accidente y lo dejaron en libertad... Ramón, perdió todas sus tierras y lo que ésta producía... Mi padre se adueñó de todo, argumentando la "tristeza" que significaba haber perdido a su hija y nieta... Después de unos meses, cuando llegó el crudo invierno, Ramón apareció muerto, congelado, en la calle, como un animal..." - ¡Pobre Estela... pobre hermana...! Fue mi culpa... Fue por culpa de ese maldito accidente... pero sabes, Ramón quería dañarme y me defendí... - No digas nada, Agustina... Es fácil adivinar lo que pasó... No te sientas culpable... Estela nunca te culpó... Antes del accidente, también la golpeaba... Nos abrazamos un instante, mientras mi hermana tocaba mi rostro y cabellos... - ¿Qué pasó con Humberto...? ¿Cómo sabes que está muerto...? - ¿Recuerdas la lápida que nuestro padre construyó, cuando nuestro hermano huyó...? - Sí, lo recuerdo... Nuestra madre lloró con ello... Rosalía, continuó con el relato: "Cuando Estela murió, mi padre estaba a varios kilómetros de distancia, entregando una producción de zapallos y papas... Ernesto y otros trabajadores, decidieron sepultar a Estela y a la niña, en aquel lugar y ocupar la misma lápida... Mientras cavaban, descubrieron que verdaderamente, allí estaba Humberto... Reconocí sus zapatillas azules... Nuestro hermano, no tuvo éxito en su huida... Días después, escuché a mi padre relatarle a Ernesto, que Humberto había muerto accidentado, al caer cuesta bajo, en un acantilado... Pero uno de los trabajadores de papá, dijo que había forcejeado con nuestro padre y éste lo empujó con la intención de hacerlo desaparecer, celoso del amor que sentía nuestra madre, hacia Humberto... Nuestra madre lo sabía... porque recorriendo entre los pinos, encontré en uno de ellos, en un agujero, las botas negras de tacones de mamá y dentro de una de ellas, estaba la bufanda morada, que Humberto llevaba puesta, al huir... Ella siempre lo supo... pero sabía que nuestra esperanza, radicaba en creer que Humberto, volvería por nosotras..." Aquí, mi pena aumentó más y más... No quise contarle a Rosalía, que yo había escondido las botas de nuestra madre, sin advertir que dentro de una de ellas, estaba la bufanda... De haberme enterado, tal vez, mi destino hubiese sido otro... La fuerza de huir, me la había dado mi hermano, con su osado actuar... Él, no había tenido la misma suerte y no había alcanzado a vivir en paz... como yo había vivido mis últimos veintiún años... - Pero estás tú, querida Rosalía... Prepara tus cosas y la de tus hijos... Ven conmigo... - ¿Adónde podría huir...? Aquí, tengo cinco hijos y hasta nietos... Aquí es mi destino... pero, puedes ayudar a las más pequeñas... Tienen diez y trece años... y desean aprender a leer... como tú... Ernesto ya no pasa en casa, tiene un amor más joven... Viene a mi cama cada dos meses, respiro tranquilidad... sólo que no quiero dañen a mis niñas... La mayor sufrió mucho, con uno de los trabajadores de nuestro padre... ¿No preguntas por él...? - ¿Por qué querría saber de él, si sólo nos hizo daño...? - afirmé. - Está ciego y ha perdido la memoria... a veces... cree que es un niño... De pronto, tocaron la puerta... - Señora Constanza, afuera un señor busca a la señora Rosalía... - Ya va... Dígale al señor que la busca, que ella me está dando la receta del charquicán, por favor... Ella baja enseguida... al menos que el señor desee subir a buscarla... - No se preocupe, señora Constanza, le avisaré... Otro respiro de compartir minutos con mi hermana... y de planificar la huida de mis sobrinas... Le entregué dinero, como una forma de pagar la "clase de cocina"... y nos abrazamos felices, a pesar de la tragedia relatada ... Éramos sobrevivientes de la sociedad machista y para ambas, nuestra fortaleza había sido la esperanza... Esa noche, mientras algunos dormían la borrachera, Rosalía salió con Violeta y Raquel rumbo al hostal, que quedaba a unos noventa minutos caminando... El primer kilómetro lo hicieron a pie, luego, continuaron en carreta, para evitar ruidos ante el silencio de la noche y no despertar sospecha en los demás miembros de la familia... Ella no temía a las represalias... Después de nuestro reencuentro, tenía la certeza de que sus hijas estarían bien... Podía morir tranquila podría reunirse con nuestra madre y hermanos y les contaría que la esperanza estaba viva... Por mi parte, junto a Aurora, esperamos a las niñas a unos pocos metros del hostal... Cuando me despedí de Rosalía, sabía que no habría otro encuentro... inclusive, con sus propias hijas, a las que hizo jurar no volvieran al pueblo... Las niñas lloraron y costó zafarlas, pero sabíamos que era lo mejor... "Compramos" el silencio de la dueña del hostal quien nos vio entrar con las niñas al cuarto... No le dijimos quiénes éramos, ni adónde iríamos... Inventé que una señora adinerada requería de dos jovencitas, para el aseo de su gran mansión... Además, agregué, que Rosalía no sabía las intenciones de huída de sus hijas, pero que éstas ayudarían desde lejos... A las seis de la mañana vino una antigua camioneta Ford y nos llevó a la estación de trenes, rumbo al norte... Nunca hablamos de nuestro destino y ya en Santiago tomamos otro tren, que nos llevó trescientos kilómetros más al norte, como una forma de despistar... Allí, nos quedamos tres días y después, regresamos tranquilas a la capital, para continuar nuestras vidas... Una vez en casa, llamé al "tío Carlos", para que registrara a mis sobrinas como lo había hecho conmigo... "Lucía" y "Nancy Leiva Espinoza" tomaban clases particulares, para luego ingresar a un prestigioso liceo de niñas, donde cambiaron sus vidas... Eran libres, libres de golpes, de malos tratos, de una vejez prematura y de la ignorancia que esclaviza... Mis sobrinas crecieron y se convirtieron en maestras... Se casaron y formaron bellas familias... Nunca volvieron al pueblo y el secreto de sus identidades murió junto al pasado... No conocí el amor o no quise conocerlo, o no me di las oportunidades para ello... Mi vida transcurrió en dar amor a otros niños y sepultar el dolor de mis catorce años de esclavitud... Así, traspasé al papel las cientos de historias de mi pueblo y las que nacieron en mi imaginación... También, nació mi primer libro dedicado a mi madre y hermanos: "Ánimas"... Hoy, en la tranquilidad de mis ochenta años, escribo mi historia entre verso y prosa diseñada, para rescatar en cualquier década a tantas "Agustina" que pululan en el mundo... Pretendo sensibilizar el corazón humano, para que muchas "Marta" cambien el destino de tantas niñas, que sueñan con una familia que las ame, y les dibuje la ansiada felicidad... En pleno siglo veintiuno, quedan muchas "Agustina" por rescatar en el mundo... Éste, aún es mi dolor...
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