Pulpita II -El Impala Blanco
Publicado en Sep 14, 2009
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Ajustó un pañuelo a manera de cofia, se puso sus enormes anteojos oscuros y, de pronto, era la propia Sofía Loren manejando aquel Chevrolet Impala blanco. Aceleró y los neumáticos chillaron en el polvo; dobló a la derecha, en la primera esquina, para poner rumbo al norte por el camino de tierra que bajaba hasta, a casi un kilómetro, los pantanos que precedían al río. Miré para atrás y la luneta me mostro que el polvo que el auto dejaba atrás danzaba en torbellinos. El mismo viento norte que se colaba por la ventanilla abierta y que me quitó el sombrero, nada podía con su majestad de rodete oculto bajo la cofia. Aferraba el volante con expertiz, como si manejara aquel coche desde hacía tiempo, y eso, en aquella muchacha, quería decir desde niña. Animada, quizás por ir acompañada del desposeído que vería en mí, ingresó a toda velocidad por una huella entre dos bañados. Las matas golpeteaban bajo el chasis del Impala. La supe de armas llevar viéndola manejar, segura de sí, pisando el acelerador por demás, frunciendo el hociquito por el tufo del limo del pantano. Quien hubiera dicho que esa niña rica de teléfonos blancos que creía saberlo todo amparada en la impunidad que le ofrece su dinero y que ignoraba que lo real, en aquel momento y lugar, era el hecho de que no tenía garantía alguna de seguridad en aquella zona completamente alejada; qué le daba la certeza de que yo no iría a matarla. Debería saber con quien trataba, sabría que hacía muy poco tiempo yo había vuelto a caminar por las calles de esta ciudad de la ahora me sentía tan ajeno; sabría de mis últimos años en Loreto? Detuvo el coche, se escucharon los teros. -Una amiga en común, Teresa Jara... -¿amiga en común? -la interrumpí con hosquedad. -confío en Teresita y ella me dijo que confía en usted. -empiece por no mentirme. Además, en el bar estaría mucho más segura que en este coche, en este bañado repleto de cadáveres. Además usted no me conoce. -sí que lo conozco, usted no me recuerda-. Se quitó las gafas esperando que yo la recordara. Pero nada, no la recordé. -Teresita me dijo que había estado trabajando fuera... -eso es mentira, por ejemplo. estuve detenido en Loreto. Un enjambre de niños en cueros que habian saludado el paso del Impala había logrado alcanzarnos, y ya rodeaba el auto; la miraban como a un angel. Uno se acercó a la ventanilla y le mostro su palma hacia arriba. Ella se quitó ambos aros y los depositó en esa palma como una ofrenda. Los ojos del chico no pudieron volverse más enormes. Los demás carasucias contemplaban aquel momento que pudo llegar a ser conmovedor, pero que no llegó a consumarse: la incontinencia de los celos los llevo a una estampida y de pronto una docena de manitos se metían codiciosas por la ventanilla. Una le arrancó las gafas negras. Otra la cofia. Y yo no pude impedirlo. En acto reflejo, ella puso el motor en marcha y el ocho cilindros rugió. Los que habían logrado botín, se alejaron. Pero varios quedaron aferrados a la ahora desmelenana muchacha a quien yo trataba de socorrer quitándole niños de encima. -¿Qué está haciendo? ... ¡más despacio, por dios!... no van a hacerle nada... ¡mire el camino! ¡frene! El Impala ya daba saltos entre la maleza, como desbocado, ella se debatía por conducirlo con el cuello doblado por una niñita en cueros que, empedernida por hacerse con la última hebilla que quedaba en el malogrado rodete, la coronaba dando chillidos. Otro pulga, con medio cuerpo adentro del coche, practicaba un cacheo para ver qué podía llevarse. Con un desprecio de coche de altas gamas, el Impala metió dos de sus redondas patas en un bañado y logró soltarse de esas alimañas. Esos dos ultimos terminaron en las aguas del pantano. Una con su nueva hebilla ya puesta; pero el pulga, sin souvenir alguno. Volanteó como si vuera el Aguilucho Galvez y giró en U. Apuntó al grupete en cueros, que fue una centrífuga estampida evitando el auto. Volví a sentir miedo, el mismo miedo que aquel día que no querría recordar. No sé que asociación de ideas me llevó a sentir ese miedo, pero estaba espantado, impresionado, confundido, sorprendido por el hecho de que aquella chica de tal alcurnia hubiese aparecido en el bar para buscarme y llevarme a aquel inverosímil paseo. Aferrado al marco de la ventanilla, fui yo quien dijo mentalmente: "no me lastimes", las mismas ultimas palabras que me había dicho Gloria. De regreso por el mismo camino que nos había traído del bar, el Impala rozó la carrocería de un Ford 1938 que se herrumbraba abandonada bajo la sombra de un lapacho, antes de dejar de gruñir y de aplastar gallinas hasta detenerse. Un nubarrón de polvo siguió su inercia. La chica, finalmente se puso a llorar. Un mechón enmarañado le quitaba solemnidad a su lamento. Carraspeé, todavía temblando aferrado al cuadro de la ventanilla. Insólitamente y, en un tono entre comprensivo y de disculpa, le dije: -No tenga miedo, no voy a hacerle daño. No me recordaba capaz de ser tan amable. La carcel me había cambiado, y ese nuevo yo me veía como un verdadero idiota por ser incapaz de exigirle que terminara con aquello. Ese nuevo yo, que tenía cuatro años defendiéndome de todo, intentaba convencerme de que aquellos niños en realidad habían sido una bendición para ella, que su aparición la habían salvado de mí, y que tal vez debía considerarlos sus ángeles de la guarda. Me oí preguntarle casi con dulzura: -¿Y en qué puedo ayudarla? Respiró hondo, corrigió como pudo la rebeldía de su melena. Me mordió el corazón al mirarme llorosa. -Es que Teresita me dijo... nada, olvídese -y se secaba con gestos sublimes y un pañuelo que había logrado salvar del saqueo de los infantes- ... yo no estoy acostumbrada a esto... es que tengo miedo... snif... porque nos están amenazando. -¿a Teresita y a usted? -no, a mi familia, obviamente- aclaró de mal talante una obviedad, dando por finalizado el sollozo, haciéndome sentir aún más estúpido que antes. -¿y sabe quién los amenaza?- Pregunté con mi ensayado semblante perspicaz de cuando era secretario de juzgado. -Sí... en realidad sospechamos de alguien. Un "uf" se me escapó al oír ese nombre e incluso creo que di un salto en el asiento del Impala, noté que tenía las manos sudadas. -¿Stelazza, el abogado? -Dijo Teresita que usted lo conoce... -si, para mi disgusto fuimos socios. Además, en esta ciudad ¿quien no lo conoce o ignora ese nombre? Asi como nadie ignora el suyo, o el de su padre, Paulina. -Yo nunca dije mi nombre. -no sea tonta, sé que Teresita trabaja en casa de los Figueroa Ramos, y ahora sí me acuerdo de vos, Paulina. Gloria te cuidaba cuando eras chiquita. -dice Teresita que estuviste preso porque te culparon de matarla, pero que no fuiste vos. -no quiero hablar de eso. Entonces ¿El Gordo los está amenazando? -Sí, dice papá es extraño que alguien así haya llegado a tener influencia en tan altas esferas. Se debe tener mucho coraje para amenazar a alguien como papá. Dice papá que Stellazza está con los zurdos... -imposible. -...y que después de que los zurdos asesinaran al doctor Alfaro Cruz, Stellazza se hizo cargo de... -imposible, el Gordo no está con los zurdos. Y a Alfaro Cruz no lo mataron los zurdos. -Stellazza... -¡basta! ¡no lo nombres más a ese hijo de puta! Me ofendió oir una y otra vez su nombre en boca de Paulina, me revolvió viejos recuerdos, el trauma del recuerdo de Gloria, largas noches en la jaula. Me volví a sentir rechazado. Me volví a sentir un cornudo. Me oí desagradable al preguntarle: -¿y si sólo son caprichos suyos? Me dedicó una mirada infernal y me preguntó si ya no nos habíamos tuteado; respondí que eramos dos desconocidos y que ninguno de los dos eran aquellas personas que fuimos. -sean simples caprichos o no- me interrumpió tajante, y ahí conocí la insolencia de alguien desacostumbrado a los regaños. Me llamó "Señor Rojo" cuando me dijo que no tenía tiempo para perder, y sí cosas muy importantes en juego. -Así que voy a adelantarle mil, y doy por aceptada mi oferta. Tome, ni hace falta contarlo. Acepté el sobre. Una suma muy importante. -Teresita me pidió que lo ayudara. -Ajá, y cuál sería a tarea? -matarlo. -está loca. -Teresita dijo que vos sabrías cómo hacerlo. -Créame que por ese dinero la tierra se traga hasta a los justos... puede conseguir a otro, yo conozco miles- le dije guardándome el sobre en el bolsillo de la camisa. Pero el miedo había desaparecido. Ahora que al fín me sentía realmente libre, por primera vez desde que salí de la sombra, y quizá como nunca antes en mi vida. Ese sobre con el fajo, un talismán. Podría aprender a vivir sin un hogar, pero sin un centavo, como en estos últimos meses, era indigno. Tanto que a veces idealizaba mi celda, a la que casi quería volver. Porque a pesar de la espiritualidad, la ilusión de redención por haber cumplido esa condena, de haber leído y releído esos evangelios manoseados por mil presos, en aquellas noches de encierro yo soñaba con mil torturas para aquél Gordo hijo de puta; y ahí estaba, en el Impala, pudiendo decir que me sentía feliz, o sintiendo lo mas parecido a esa felicidad que sentí alguna vez, allá lejos en el tiempo. -la venganza es un plato que se come frío. Eso dice papá. -no soy asesino. -me alegro, pero igual vas a tener que matarlo. Ciertas dudas me rebotaban en el parietal: ¿Son sinónimos inocencia y tontería? ¿Acaso era una estupidez desaprovechar el banquete, prácticamente servido, de la venganza? ¿O era una estupidez el volver a sumergirme en las oscuras aguas del indeleble talión de culpa y retribución, y más, por un motivo tan vano, tan egoísta como lo es el mero desquite? ¿Es tan difícil ofrecer la otra mejilla? Supe que aquella propuesta de Paulina era la oportunidad de volver a esclavizarme y pude haber bajado de aquel suntuoso automóvil sin sentir necesidad de oír más. Pero también supe que aquella era una oportunidad para volver a empezar y me dije, "Talión, nomás" y le dije a un imaginario Strelassa: "al fin me las vas a pagar. Vas a tener que sufrir, basura." -Dígame: ¿Éste tipo tiene que morir?- si no quise morderme la lengua fue porque no me di cuenta de que, con esa pregunta, cometía una imprudencia de la que, posiblemente, iría a arrepentirme. -¡por Dios, no!- Los frenos se clavaron. Volví a recalcarme el meñique de siempre, golpeándolo contra el torpedo del coche. -Teresita me aseguró que usted no era un asesino... ¿usted es un asesino? -no, claro que no... -dijo que usted podía ayudarme, que usted era un hombre refinado, que sería sutil y sabría cómo hacer lo que le estoy pidiendo ¡y me aseguró que usted no lastimaría a nadie! ¿sabe que? Me parece que todo esto es un error. -Señorita: nunca fui un criminal, aunque haya estado preso. Y ya cumplí mi condena... si había que matarlo, yo no podría hacer esto que me está pidiendo -contesté hipócritamente. -le prohibo que lo lastime. No lo deje aparecer a las siete de la tarde en el Parque Paraguayo. Haga eso y recibirá la suma convenida, que es mucho y es mi dinero. -está claro, Señorita. El impala reanudó su marcha. -y demás está que le exija la máxima discreción posible. Sólo Teresita sabe de nuestra reunión; ella va a darle un sobre con unos datos. "¡Qué niña! ¿Será en la cama como maneja?". Eso pensaba yo, mientras veía sus manos enjoyadas aferrarse al enorme volante blanco del Impala. Descubrí que la amaba como puede amar un malherido. Y que la amaba por querer poner a Strelassa (Cruz Strelassa como le decía ella) en su lugar; la amaba por pedírmelo a mí, y por adelantarme semejante suma, por prometer el cuádruple por hacerlo. La amaba por devolverme el mismo viejo sueño. Lo difícil era no lastimar a ese hijo de puta. Antes de bajar del Impala, le dije en un tono profesional: -Quédese tranquila que mañana a las siete de la tarde, Cruz Strelassa va a estar en otro lugar. -más le vale. "La vida da sus vueltas", pensaba yo a orillas del río, tirando piedras al agua en una tarde que empezaba a tener el brillo que logra el cielo cuando atardece, desplegando encanto con sus velos rosados, en éstos veranillos del diablo. La piedra rebotó cuatro veces en la superficie y terminó por desaparecer hundiéndose en un seguro viaje a la negrura del fondo del Paraná. El dolor en mi meñique auguró una tormenta.
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inocencio rex
gracias por el consejo, en eso consiste la historia.
Ricardo Fernndez
inocencio rex
usted me honraría siguiendo esta torpe historia y, sobre todo, criticándola con su buen genio y sabiduría.
un gran abrazo, amigo del alma
miguel cabeza
miguel cabeza