Pulpita III-La damajuana, una esquela y el plan
Publicado en Sep 15, 2009
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Pasé a buscar al Polaco Borzuk por la despensa de su tío, quien me contestó en su castellano de inmigrante: -está en pieza, durmiendo... ese vago... ¡Buscalo! -gracias, don Vladimiro. Con permiso. El Polaco cargaba una borrachera de varios días, de varios meses. En realidad, sobrio era mucho más peligroso, por eso me animé a abofetearlo cuando, luego de gritar incoherencias varias, amenazándome de muerte quiso pelear (incluso me erró una trompada para desparramarse en el piso con estruendo, y para no poder volver a levantar su metro noventa). No era la primera vez que hacía aquello de querer trompearse conmigo. Lo acosté en su cama y le quité esos zapatos suyos, horribles y de color mostaza, que ya estaban para la basura. Sonará tierno eso de que lo acosté en su cama y también la observación hecha a sus zapatos... y eso que no dije que compartimos celda un buen tiempo... pero eso es harina de otro costal. Lo cierto es que se durmió como el angelito que jamás fue. -paso más tarde, don Vladimiro. -¡seguro va a estar en bar!... ese vago. En la pensión descorché una damajuana de vino tinto e invité a todos a cenar. La señora Ramírez, feliz porque había saldado mi deuda con ella y había adelantado un mes en forma indemnizatoria, preparó un verdadero banquete. Sirvió un estofado de gallina con papas, batatas y zapallos (antes, como opípara entrada, su célebre escabeche de ciervo). Ante el raro espectáculo de mi buen humor, mi ánimo conversador y mi óptimo semblante, las mujeres en la mesa preguntaron si acaso yo estaba enamorado. En mi habitación, cuando ya disfrutaba mi primer Camel en meses, volví a todo lo que había sucedido aquella tarde; me descubrí soberbio, creyendome una herramienta del destino, creyendo que quizá Dios había me puesto en esas circunstancias para que hubiese algo de justicia en Su Mundo... y que yo era el Destino, y que Strelassa lo desconocía, y que esta vez había otra sentencia: no ya de la justicia humana sino de la Divina. Que esta vez le tocaba perder a él. Lo que manchaba el misticismo que justificaba la saña con la que iba a hacer pagar a Strelassa mis cuatro años de cárcel, era el dinero. Después, quizás para justificarme, volví a la negra baba en la que se convierten las arenas del reloj en el claustro de una celda; luego pensé y supe que nunca habrá otra manera de crecer, que hay que poner el lomo, que hay que bajar la mirada e incluso morir con una bala atravesándonos el corazón, que todo eso es para que el Soberano no caiga. El Soberano no cayó: cumplí mi sentencia sin chistar. Ofrecí la otra mejilla. Toleré la injusticia. Dando una bocanada al cigarrillo recordé lo que decía el capellán del penal de Loreto: siempre hay una nueva chance si uno se compromete a ser puro de corazón. Sentí paz, un sociego que me llevó a recordar que el Brasil era mi tierra prometida en aquellos días en los que atravesaba las babas negras de un tiempo y una oscuridad que eran la pura y única realidad; en aquellas noches yo soñaba despierto con la misma utopía con la que lo hacía ahora, fumando mi primer Camel en una flamante libertad, y con una fe vigorizada por los cinco mil a cobrar. Playas, Brasil, el mar. Golpearon la puerta muy insistentemente. Me acerqué reclamando paciencia. Abrí: era el Facha (Genaro Faccia) y estaba borracho. Vino a pedirme, con su voz de roedor, que le preste unos pesos. -¿a mí me pedís plata, Facha? -vos me debes...- me contestó, poniendo, involuntariamente, los ojos en blanco. -estás loco, Facha. Si yo no te debo nada. -dale, Angelito, si vos tenés. -Eructó al ver la damajuana.- Me dijeron que andás con una mina de guita. Indignado por ese comentario (¡qué manga de chismosos los del bar!), contesté: -¡¿que?!... si yo no tengo ni para tus putas, Facha. El Facha se sirvió de mi vaso de vino y se sentó en el brazo apolillado del único bien familiar en mi posesión: el mismo sillón bordó, espléndido en otras épocas que ahora, asimétrico, traicionaba con sus pinchazos de resorte, sus agujas de paja y con tachas a medio salir. Pregunté: -¿viste al Polaco? ¿Está en el bar? -si. El Facha dio dos tragos, como desesperado de sed y el vino desapareció del vaso. Luego arremetió con la damajuana para tomar directamente del pico. Una cascada roja le manchó la camisa; enojado, luego de un hipar desdeñoso y con brusquedad, abandonó una damajuana que tambaleando estuvo a punto de volcarse. Miró alrededor como queriendo identificar el lugar. Al verme se ubicó y pateando el piso mientras estrellaba el vaso contra la pared, insistió con el mangazo. -¡dame plata!. -¡andate, Facha, antes de que te comas los dientes! -lo amenacé con furia. -no me hables así... mejor cuidate conmigo ¡un día te vas a arrepentir! Cuando amagó con arrebatar la damajuana para arrojármela, lo agarré del cuello de la camisa y le pegué un puñetazo bajo el esternón. Se dobló exhalando una queja gutural que terminó en vómito. Algo que me enfureció aún más. Un inquilino reclamó silencio, insultándonos desde su habitación. Me encontré parado, mirando incrédulo aquel charco maldito, con un cuello de camisa, hecho jirones, en la mano. Arrastré al Facha, le di una patada en el culo y cerré la puerta. Lo oí irse jadeando y escupiendo por el patio del conventillo. Me sentía fuerte, me sentía justo. Me sentía como debe sentirse Dios pasando un lampazo. Minutos después, apenas terminaba de limpiar, vi el sobre de papel madera que habían infiltrado por debajo de la puerta. Lo sacudí, ya abierto. Cayó un papelito dibujando elipses, que escrito a máquina decía: Alberdi 1836 -uhmm: la dirección de Strelassa. Sigue viviendo en el mismo caserón. ¿Eso es todo?- Revisé el sobre por dentro y encontré un papel de carta, también tipeado, que decía: "Señor Rojo: La dirección del papel adjunto (ruego que por favor lo memorice y lo destruya) es en la que encontrará al Dr. Cruz Strelassa. No se preocupe por el cobro de lo convenido. Haga su trabajo que yo sabré contactarlo y recompensarlo. Le deseo suerte. P.M. " "P/d: recuerde destruir toda evidencia." ¿Eh? ¿Eso era todo?... ¿Qué esperaba yo? ¿Qué me dijera los secretos por escrito? ¿Que en la carta que me invitara a compartir su imperio? Yo ya formaba parte de su imperio: a su manera, ya era un empleado suyo. ¿"recompensarlo", decía? Dios... cómo necesitaba una mujer. Me gustó que Paulina me deseara suerte. Codicioso, volví a contar el dinero y a oler su perfume. Cada yema de cada dedo tuvo su mínimo orgasmo. Separé trescientos y los metí en un escondite que no hace falta revelar. Unas cuantas monedas quedaron en el cenicero. Conté los cuatrocientos que iría a pagarle al Polaco y los guardé en el mismo sobre de la nota de Paulina. Me afeité con la navaja en el ritual de siempre antes de engominarme, de vestirme íntegramente de negro y de salir de la pensión rumbo al bar del Cordobés; debía asegurarme que don Vladimiro tenía razón acerca del paradero del vago de su sobrino, el Polaco, que cuando se enterara de lo que iba a ganar en el trabajito que le había conseguido (esos cuatrocientos, ensobrados en papel madera) ¡iría a enloquecer! Me lo imaginaba cabeceando paredes, enrojecido de tanto gritar sapucais, sus gritos de guerra, o tirando mil puñetazos al aire creyéndose capaz de todo. Dice el mito que una vez el Polaco, enojado porque una vaca a la que molestaba tironeándole la cola le soltó un tortazo de bosta a la cara, la durmió de una trompada. Lo creo. Me topé con varias de las tertulias típicas de las noches ya veraniegas de aquel final de noviembre, al son del chamamé, de los sapucais y de los tiros al aire. Me sentía espléndido y, olvidado el malestar del meñique recalcado, estuve tentado a entrar a la última de las festicholas por la que pasé. Pero decidí seguir mi camino: era mejor que delineara el plan cuanto antes, porque cuando el Polaco proyectaba algo, se precisaba demasiada adrenalina, y aún más suerte. Generalmente, sus planes resultaban un desmadre en el que se necesitaban nervios de acero para no terminar matándolo de un tiro. Mientras caminaba las pocas cuadras que faltaban para llegar al bar, diagramé mentalmente la forma en que haríamos el trabajo: 1- hora: 3 AM. Trabajo con ganzúa. Nos metemos con antifaz en casa de Strelassa. Lo sorprendemos durmiendo. Paliza memorable: la pata de cabra en ambas rodillas, trompadas a la cara, puñetazos a las costillas y a los riñones, un par de culatazos de mi .32 para que vea estrellas azules. 2- llenamos la bañera y nos explayamos ahogándolo pero, obviamente, sin matarlo, porque no es parte del trato, y 3- Lo amordazamos, lo encapuchamos y le dejamos en claro que vamos a estar con él hasta que haya pasado la hora de reunión con la señorita M., con quien jamás de los jamases volvería a meterse. Básico. Nota: no olvidar recitarle la frase de San Pablo en el Corintios 10: "... humana es mi condición, pero no lo es mi combate. Nuestras armas no son las humanas, pero tienen la fuerza de Dios para destruir todas las fortalezas." Una luz en la negrura de la vereda llamó mi atención. Curioso, fui acercándome sin dejar de mirarla. Una vela roja se quemaba dentro de un frasco de vidrio rodeado por una cinta negra atada en un moño. Lo levante y pude ver en su interior un popurrí de semillas, viruta, mechones de pelo y el papel picado de lo que podría haber sido una carta; todo aquello, embebido por la cera derretida, parecía ir rehogándose en sangre. La mala espina del mal agüero me dio una horrible puntada en la boca del estómago. Solté el frasco, reventó en la vereda. Quise recitar el Corintos 10, pero no pude. Con la mente nublada, de un salto busqué madera que tocar para conjurar el gualicho.
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inocencio rex
inocencio rex
Ricardo Fernndez
miguel cabeza
inocencio rex
gracias
Arturo Palavicini
Me vas atrapando en la historia. Nuevamente, más personajes, más escenarios. ¡Es cómo una película!
Tus textos fluyen sin obstáculos, libres, van creciendo, se van haciendo intrincados pero van cobrando fuerza.
La historia ya es maravillosa Rex, me tienes totalmente cautivo...
Sigo...
Arturo Palavicini