La cátedra
Publicado en Aug 31, 2015
En aquel lugar, nadie me tomaba en cuenta. Por más que insistiera, la atención era lo que más se negaba. Había una abundancia de todo, mas ese todo hacía que las cosas desaparecieran en frente de sus caras. Todos, sin importar cuándo, cómo, dónde y porqué, estaban demasiado ocupados consigo mismos. Y nadie prestaba atención. Nadie prestaba nada.
Decidí acercarme al maestro. Un hombre muy alto, muy delgado, muy despeinado, muy barbudo, muy inteligente, muy talentoso, muy alegre, apasionado, demandante, determinante, amante. El hombre era, bajo todo aspecto, un extremo. El maestro daba una cátedra como nunca ví, ni antes, ni después. Su cara era de una concentración indescriptible, sus movimientos, apasionados. Cuando hablaba, su voz era dulce como la música que tocaba en su piano, pero tan varonil como la del hombre más viril que vi en mi vida. Su pelo se movía con el movimiento, constante, de su cuerpo. Sus manos eran batutas. Sus dedos, pinceles. La escena era victoriana. En medio de la habitación, justo en frente de la cama, había un gran piano de cola, sobre una alfombra de colores y diseños exóticos. Al lado un lienzo, blanco aún, sobre su atril. Un poco más allá, detrás del piano, un libro en blanco, sobre un escritorio, con su correspondiente pluma y tinta. Más allá de las vallas instaladas al rededor del maestro y sus instrumentos, había un chico, con un pergamino en la mano. En éste, escritas palabras aparentemente aleatorias que, a medida que se le decían, el maestro las transformaba en melodías en su piano, en escritos en su libro, en pinturas en su lienzo. Siempre el maestro parecía reconocer, recordar, revivir lo que el chico decía. Y luego, a veces por solo unos cuantos segundos, se abalnzaba sobre su piano a tocar las melodías más hermosas que escuché. Luego de eso hablaba. Hablaba con una pasión hipnotizante, con una convicción sobrecogedora. Con una verdad innegable. Y luego se arrojaba al libro. Y en el libro se entregaba por completo. Muchas veces hablaba mientras escribía. Otras, escribía mientras hablaba. Sus tópicos eran la vida misma. De eso era esta cátedra. Ningún tema era irrelevante. Y todos pasaban, de alguna u otra forma, por sus instrumentos. A través de sus intrumentos, hacia nosostros. Y nosotros entendíamos. Veíamos, escuchábamos, leíamos. Porque estábamos despiertos, porque queríamos ver. Porque queríamos aprender ese arte de la vida, que es el más difícil, el más lejano, el más inalcanzable y el más importante. Y a través del arte de vida del maestro, aprendimos. Su entrega, su pasión, su muerte en sus instrumentos, en sus enseñanzas, el resucitar de su voz y manos y mente y espíritu a través de este arte, le hizo eterno. Eterno en nuestros propios discípulos, en nuestro propio ser. Gracias a dicha cátedra yo, al fin, aprendí a hablar. Y ya nunca más fui ignorado.
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maria del rosario
un buen docente le encuentra la vuelta a un chico difícil o introvertido, a veces pasamos inadvertidos y otras encontramos a alguien que puede vernos o sabe de antemano el potencial que tenemos...
esa maestra o maestro puede cambiar una vida... todo un arte el ser docente, lamentablemente en la realidad cotidiana hay muchos que decepcionan .
un abrazo
maría del...
solimar
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