EL TATITA JOSÉ
Publicado en Nov 27, 2015
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EL  TATITA  JOSÉ
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(Una Historia Real)
Por Alejandra Correas Vázquez
            "El Tatita José era negro pero tenía los ojos azules"-solía contar nuestra abuela a quien llamábamos Mamagrande
  
            "Tata" significa abuelo y anciano en lengua quichua. También en México encontramos la denominación de Tata, como jefe de una comunidad nativa. En Perú es Tayta. Es una voz por tanto precolombina. Fue adoptada por la vieja sociedad colonial y transferida a la nueva sociedad argentina (en especial de ambiente rico ganadero) como un trato patriarcal por su alto rango social. El Tata es el abuelo y el Tati suele ser el padre
  
Asimismo es empleado por el gauchaje para designar a un abuelo respetado. Y también lo hallamos en el campo religioso criollo como "Tata Dios". El Creador.
  
            El Tata Viejo suele ser el bisabuelo. Incluye dicho término un gran sentimiento de respetabilidad, que conlleva un título reverencial, válido desde las culturas precolombinas. Fue transmitido su uso de un idioma a otro, y el castellano colonial y argentino lo adoptó. Por ello mismo asombra que un esclavo fuese :
  
" El  Tatita  José "
  
Corría el siglo XIX y había en aquel momento una Argentina en llamas, empobrecida, que mostraba sólo miseria y destrucción. Fue una guerra civil despiadada llamada "Anarquía" que había dejado esta tierra sudamericana convertida en un páramo agobiante. La Pachamama estaba lacerada e improductiva.
  
Y las guerras civiles, siempre, además de ciudades incendiadas y haciendas robadas, producen ¡numerosos niños huérfanos! Deudos dolorosos, hijos de familias perseguidas, como  también de sus persecutores o enemigos. De sus allegados o conocidos. O desconocidos. Y que especialmente, dejan como saldo :
  
Muchos niños huérfanos...
  
Niños. Sí, niños. Niños como todo niño al fin de cuentas. Los cuales -en este caso especial-- eran depositados en una estancia aislada de la zona llamada "La Esquina" (provincia de Córdoba), perteneciente a la familia Ortiz de Ocampo. Niños escondidos allí como protección a eventuales venganzas políticas y a "razzias" punitivas, de carácter ideológico, de exterminio. Niños que quedaron en la guarda del Mayoral de esa estancia: el Tatita José.  Un esclavo.
  
            Mayoral de una Estancia rica y dolorida. Una propiedad de hacendados pudientes y perseguidos. Diezmados. Muchos niños... Muchísimos niños pasaron por la mano educadora del esclavo José, nacido en la Rioja, propiedad él de la familia Ortiz de Ocampo, y protector él, de su descendencia. De su hacienda. De sus principios. De sus recuerdos. Sus valores. Sus hijos. Como también de los hijos de sus amigos. Y en algunos casos, también de sus enemigos, que habían quedado muy solos.
  
            Nadie quedaba vivo en aquella familia, en esa casa solariega de la Estancia de La Esquina, como varón adulto (en su mayoría murieron en las guerra) ...¡Nadie!... Salvo él: el Tatita José y su treintena de niños¡...
  
            Así son las guerras.
  
            Eran niños. Pero hijos en conjunto de esa estirpe con gestas heroicas, con figuras históricas y célebres que hoy día se admiran y han dado su nombre a las calles y sitios nacionales de Argentina. Pero no era por ello menos cierto, el infortunio de estas criaturas. Su dolor, su soledad.
  
Hijos de su tiempo. Hijos de las guerras. Hijos de su época. Hijos de la historia. Huerfanitos...
  
 Defendidos de este modo mediante aquel anonimato, de las increíbles venganzas políticas que se abaten siempre y en todos los casos, sobre la descendencia indefensa. Refugiados allá en esa estancia solitaria de La Esquina junto al Tatita José: Severo, adusto,  exigente,  tierno, cariñoso.
  
La forma en que él educaba, enseñaba y reprendía a esa bandada de niños perseguidos por la historia, por el cruel desencuentro entre los hombres de una misma nación y de un mismo origen, quedó fijado entre ellos, con ese agradecimiento que supera al tiempo.
  
            Pues todos aquellos connacionales argentinos que se asesinaban entre sí, con actos desmedidos, entre horrendas sangrías sin piedad alguna, en ese lacerante siglo XIX, tenían genes fraternos. Se devastaban, se herían y masacraban. Se perseguían sin tregua y con saña cruel, pero sin embargo corría por sus venas una sangre común ibérica. Pues era esta etnia dirigente la que estaba enfrentada... Mientras que los indios patagónicos y guaraníes los miraban sorprendidos, sin intervenir en sus querellas.
            El Cono Sur Sudamericano no era en aquel momento, tal como había sido en siglos anteriores, una tierra dedicada al progreso. Sino un mundo en decadencia que se destruía a sí mismo y que arrasaba a las propias familias que lo constituían. Llevar en esos días un apellido que fuera destacado en la función societaria, era casi un estigma, un peligro de vida. O una condena en el mejor de los casos al exilio. Y todo ello sucedía con explicaciones diversas, con justificaciones arbitrarias que parecieran inapelables: Como siempre hacen los violentos.
  
Y esta dirigencia que se empeñaba en autodestruirse con crímenes abusivos, había dado la espalda a sus ancestros. A aquéllos solitarios pioneros que siglos atrás se embarcaran en la aventura del Océano y de las Indias, navegando en barcos semejantes a cáscaras de nuez... Para construir. Edificando ciudades. Plantando vides. Criando ganado. Sembrando trigo. Levantando bellas escuelas.
  
            Y estos huérfanos de guerra, niños solos, niños olvidados, niños ricos y pudientes, pero escondidos con peligro de sus vidas. De alcurnia social, pero muy solos en definitiva, no olvidaron  nunca al Tatita José que los condujo de la mano con presencia paternal, hasta que se repartieron por el mundo en busca de sus propios destinos.        
  
Profesionales, políticos, diplomáticos, diputados, sacerdotes, estancieros, militares, damas de sociedad, embajadores y profesores universitarios... Fueron señalados como los niños que antaño protegiera, criara y educara,  el  Tatita  José, un esclavo negro de ojos azules. 
             
            En una casa con muchos niños. En esa cruel anarquía que duró cincuenta años. Huérfanos todos. O con padres que aún se hallaban en el fragor de las batallas. Hijos de las guerras numerosas y contradictorias del siglo XIX. Hijos de familias cercenadas. Y que en muchos casos... eran esos niños, los últimos representantes vivos de las mismas.
  
Aquellos niños perseguidos por el infortunio, por el belicismo desencadenado presuntamente ideológico, sin piedad y sin amor real al terruño. Con padres siempre ausentes. O muertos en las refriegas. Padres a los que muchas veces, ellos no llegarían a conocer. Aquellos niños alojados allí y alejados de las batallas.
  
            Protegidos y separados del peligro, común en muchas guerras intestinas y fratricidas. En aquel bélico clima, que el Tatita José enfrentó sin temor ni debilidad. Con talento. Con valor, firmeza y temple.
  
            Defendía casi ácidamente oponiéndose a cualquier intento de que le arrebatasen aquellos niños. Fuese quién fuese el intruso (o pariente) que intentase reclamar por ellos, en los momentos peores de las guerras.  Se jugaba por ellos. Alma vigorosa colocada en una situación límite, enfrentado a un mundo convulsionado. Dirigía personalmente a gauchos, chinitas, ganado, tambos, sembrados, producción, comercio.
  
Cuidando a esos niños que se ocultaban en la estancia de La Esquina, de probables agresiones, por causa de sus padres guerreros. Con esa mano especial que él supo dar en el momento preciso, dentro de un clima caótico. Sacando adelante aquella situación difícil, de un tiempo anárquico y cruento, como aquél que le tocara vivir al Tatita  José.
  
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Foto del autor Alejandra Correas Vázquez
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Descripción

Una historia real en el largo período de guerra civil argentina del siglo XIX

Palabras Clave: tatita jose

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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