Ese extraño momento
Publicado en Dec 29, 2015
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I
Cruzó  tímidamente el pasillo que la separaba del retablo impresionante, una pared inmensa que no dejaba lugar desnudo; hilarante mezcla de ángeles, querubines, vírgenes y mariposas de metal dorado y, por si fuera poco, sobrepuesto, un manto de flores naturales hecho con los pétalos sangrantes de muchas rosas. Como se trataba de un recinto religioso pensó que era una sagrada escena y no tenía nada que temer, pero algo en el fondo suyo se estremeció haciéndola sentir mareos y vahídos, luego una oleada de sudores fríos y finalmente unas ganas incontrolables de vomitar.  
La mano que tocó su hombro no era glacial, tampoco cadavérica, sino una viril y cálida de piel muy fina, aun así se resistió a mirar ni siquiera de reojo pues la sensación de temor se acrecentaba en su bajo vientre hasta convertirse en algo muy incómodo; una excitación sexual inesperada que la avergonzó por pensar que se encontraba en lugar santo.
Como si se tratara de una buena película no fue capaz de adivinar el final de esa escena, de algún modo su malestar físico había minado su razonamiento, se tambaleó entre las bancas de madera y al mirar detrás de su hombro comprobó que el sitio (que oscilaba entre museo y oratorio) se encontraba completamente vacío. Luego se desmayó.
II
Con un aire de ceremonia, pero sin reverencia alguna, él dejó sobre el buró una tarjeta con sus datos de localización y una estampita de un santo milagroso, al reverso una oración sugería arrepentirse de los pecados y en adelante llevar una existencia regida por la circunspección y templanza, ella lo asumió como una alusión. No quería admitirlo pero se sentía un poco sucia, un poco incorrecta; sus zapatos de color rojo yacían desparramados bajo la cama, pensó que en otro contexto podría pasar por una prostituta, se enjuició, se flageló y salió de la habitación del hotel “Papagayo” casi una hora después que su compañero amoroso de la noche anterior. ¿Qué recordaba de esa noche? alcohol, mucho alcohol, pero no cualquiera: alcohol consagrado, besos entrecortados, promesas marcadas por la inmediatez y la necesidad de quitarse rápido la ropa pues la ansiedad que jadeaba entre sus piernas exigía una válvula de escape.
Le emocionó pensar que era el novicio más guapo del seminario; lo había visto por vez primera cuando acudió al retiro espiritual de tres días, lo que no entendía es cómo había llegado a ese punto de intimidad con él ¿Qué más daba?  Ya todo se había consumado. Su vientre estaba cargado de placer y huellas de mordiscos, los dientes inquietos del joven habían escalado cada estribo de su intimidad.
 
 
III
Hacía dos meses que Irene regresara de su viaje, organizado por la parroquia de su comunidad y aún asistía a la terapia aconsejada por el doctor que la atendiera cuando se desmayó frente al retablo renacentista de aquella iglesia colosal, mitad patrimonio de la cultura, mitad santuario. Había leído en alguna ocasión acerca del síndrome de Stendhal, (que algunos especialistas explican como la saturación mental de un placer excesivo a partir de la contemplación de belleza artística, que puede traducirse en un gran malestar acompañado de síntomas como mareos, ataques de ansiedad, sudoración y palpitaciones, entre otros) pero en ese momento le pareció ridículo que alguien pudiera enfermarse de belleza, tan ridículo como enfermarse por amor o desamor.
No obstante y tras escuchar con atención al vigilante que la encontró desmayada y la oyó delirar mencionado a un tal Cesáreo Benjamín, decidió que tal vez sí le había sucedido algo que tenía que ver con la contemplación de aquel magnífico retablo donde lo que más había llamado su atención no era la Madonna ni tampoco los querubines ni las rosas disecadas que parecían estar vivas y sangrantes, sino el rostro merengue y delicado del novicio que emergía de un monasterio, envuelto en sus místicos y sencillos ropajes.
Hasta ese momento la terapia concluía que era parte de sus aflicciones aquel episodio donde perdió el sentido; simplemente una proyección de su pensamiento agobiado por una vida solitaria donde no había un hombre a quien calentarle de comer ni unos hijos que abrazar y a quienes contarles cuentos mientras acariciaba su frente. Toda la culpa de ella, por pasarse al bando de las mujeres antigregarias que andan por la vida como gallinas sin corral y ante la falta de una familia somatizan sus carencias emocionales y enferman sus cuerpos prematuramente. Eso le explicó el terapeuta con el mismo aire acartonado con el que bebía su café mientras le daba unas bocanadas a su Cohiba.
IV
La boca de Cesáreo Benjamín era un deleite suspendido y su lengua se movía como una serpiente sobre sus labios, se preguntaba cómo era posible que un alma tan joven fuera tan docta en los sagrados caminos del placer, se preguntaba cómo es que podía tenerlo en su lecho cada noche; solicito, enardecido y erecto al tiempo que le susurraba lo mucho que ella le recordaba a su madre. Finalmente había decidido que por aquella ocasión y cada una de las subsecuentes no se cuestionaría más si aquello era un delirio de su mente; una yuxtaposición de una realidad con otra donde pasaban cosas solo visibles para sus ojos o se trataba de una presencia sobrenatural. En suma, ya había gastado demasiado dinero en terapias y médicos que le ayudaran a entender qué le estaba pasando y síndrome o no, las explosiones de su vientre eran reales, las magulladuras de su carne también y en unos meses comprobaría que el embarazo aun más.  
 
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Foto del autor Laura Vegocco
Textos Publicados: 41
Miembro desde: Nov 05, 2012
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Descripción

La belleza no solo deleita los sentidos, también tiene sus momentos oscuros y por eso es más bella aún. Esa dosis de sordidez que desalinea todo es como una rosa escarlata en medio de la nieve.

Palabras Clave: Pasión deseo idilio fervor sobrenatural imaginario

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción


Creditos: Laura Vegocco

Derechos de Autor: Laura V.Gómez C.


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