Copas de Cristal
Publicado en Jun 13, 2016
Victoria llora desconsoladamente, ha hecho una travesura y lo sabe. Como toda abuela trata de consolarla.
Victoria de cuatro años de edad es como una copa de cristal a la que hay que llenar. La niña de ojos castaños y profundos, viene todos los fines de semana, a mi casa. Es como un presidiario al que recién liberaron. Cuando era más pequeña, la asustaba entrar. Vivo en una casa de fachada triste. Dos ventanas dan a la calle. Los postigos siempre están abiertos, rara vez los cierro. Esas dos enormes ventanas son como los sugestivos ojos de una mujer que dan un toque llamativo a la cuadra. La puerta del zaguán, de hierro forjado, protegiendo a los vitrales cuentan, por si solos, el sacrificio que superó mi familia, para llegar a estas tierras, todos inmigrantes, que con esfuerzo, pusieron ladrillo a ladrillo, para construir esta hermosa casa de fachada triste. La niña sabe que hizo algo que no debía hacer, en el living, el de las visitas, esa sala con olor siempre a limpio. Pobre niña, le brillan los ojitos, su mirada es traviesa. No es posible retarla. Vive en un departamento interno de dos ambientes. La ventana de su departamento, a pesar de la frondosa imaginación de un niño, no logra despertarle interés. Agreguemos a eso, la rutina semanal, que arranca cuando se levanta casi a la madrugada, toma la leche y va al jardín. A las 4 de la tarde, ella lo ignora, pero todos quieren escapar de tener la obligación de ir a buscarla. Mi nuera no puede porque el trabajo se lo impide. El padre de Victoria todvia es un niño. Mi hijo inmaduro, a pesar que lo aconsejo, no me escucha, cuando le advierto que su copa de cristal, la de la vida, le está tambaleando y se le puede romper, Muchas veces he ido a buscar a Victoria, su mirada se ilumina. Pero mi edad está pesando como en un reloj de arena. En mi caso la copa de la vida se está inclinando. Mis nietos son quienes la equilibran, pero mi físico no me permite criarlos, me conformó con que mi espíritu pueda malcriarlos. Últimamente, la busca la empleada de turno. Victoria ya no recuerda el nombre de quien la retira. Caminan en silencio hasta llegar a casa. Victoria odia, por un momento, a esos grandes que no entienden nada. Ellos no lo saben, pero para ella, su momento más importante, es contar sus aventuras en la escuela. Victoria. Por favor no llorés..? Te lastimaste? Te lo dije que no debías abrir la alacena. Varias veces le dije a mi nieta que no tocara esa pesada alacena de roble, de puertas de vidrio grueso donde relucen las lujosas copas, puestas hacia abajo, en hilera, como un ejército preparado para las visitas. En mi casa, se respira libertad, a pesar de ser antigua y con humedades en las paredes. En el invierno, prendemos la chimenea, y disfrutamos escuchando el crepitar del lapacho, dando un toque mágico a esa sala. En cambio a las cinco de la tarde, durante la semana, Victoria, se niega a tomar la leche. La empleada la reta y termina poniéndole la televisión, con algún dibujito animado para que mi nieta se entretenga. Casi todo lo que ve en la televisión está contaminado por publicidad, manejada por hábiles, que saben vender para que los niños aprendan a que lo importante es consumir. Algunas veces llenamos mal a nuestras tiernas copas de cristal. Victoria…Victoria…no pasa nada. No debes tocar las copas del modular, te podés lastimar. Mientras consuelo a la niña, lamento al ver en el piso, los fragmentos de vidrio. Era una pequeña copa. La única que estaba boca abajo en la alacena. Era una copa de licor, en vidrio trabajado. Recuerdo, cuando probé con esa copa, por primera vez, el licor de mandarina de mi abuela Cata. Victoria, niña no llores. Las copas se rompen pero la vida continúa.
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Enrique Dintrans A:
Saludos
Diana Decunto