MÁS DE TI
Publicado en Jun 14, 2016
Debía morir. Lo supe cuando T. me habló de aquel cura del demonio. No lo había pensado antes, pero su enfermedad quizá fue emisora del perentorio efecto de la venganza. Una misiva con la savia suficiente para ver las cosas de otro modo. Quizá fuera injusto juzgarlo por algo que nosotros mismos habíamos esculpido con la paciencia y el tiento adecuado, de idéntica pasta a la obsesión con las sotanas y púlpitos. Qué imagen debí de ofrecer a una mujer a la que me había entregado conscientemente y ahora detestaba. Sería la excusa perfecta para echarme en cara la intencionada cruzada por enamorarme sin cautela, por no respetar su sello y por ahogarla en una cárcel sin letrero. Aquel hombre grotescamente estirado, de pelo ralo y mostacho alineado, nos casó a pesar y por encima del hastío y de los celos. Me había otorgado la fe y la disposición de una procedencia cristiana aun cuando su corazón intuía a la oxidada goleta. Casó también a mis padres y a algún tío que no llegué a conocer. La vida en Costra fluía entre la cotidianidad de aceras y bares sujetos a prescripción. Solo el sol costeño, de inmensa fuerza y de lienzo poético cobraba sentido de cuando en cuando, si se era capaz de detener el estrépito de los pensamientos. Pero esa empresa ya no crecía en mi jardín de falsas promesas, lo que de verdad brotaba era el fervoroso anhelo de la victoria sobre los cánones de las hermosas balaustradas del Conde, la luz de romances precoces y reales aposentada sobre el presente. El cura subía y bajaba atornillando los adoquines al suelo, aparentemente tranquilo, pero maquinando un nuevo casamiento, un nefasto alumbramiento que de mí había hecho creer en el crimen. Tampoco levitaba ni soñaba con salvar a pobres ingenuos, pero de hecho mi propia ingenuidad me dolía, y ello debía de ser, no sé, la razón, mi razón. T. aún tuvo fuerzas para mirarme inquisitivamente, como queriendo adivinar la rabia y la frustración, rebosantescontenedoras de desasosiego. Lo cierto es que así fue en un primer momento, pero ya me sentía tranquilo, decidido y con una tarea de nombres y apellidos catapultadainequívocamente a los no flaquean al relatarlo. Vivía escondido en su ermita, que no era suya, pero de laque hacía gala en otro éxito de propiedad, esta vez no carnal. Por las noches cerraba el pórtico y se encaminaba con gesto adusto al portal destartalado anejo al edifico. Allí pasaban dos horas donde la luz de la claraboya dibujaba extraños reflejos en el cielo de Costra. Después, volvía sobre sus pasos y mantenía una cháchara aborrecible acerca de las desgracias vecinales anunciadas por el discreto campanario. El templo era su casa y también su tumba. Una mañana desperté temprano con la vaga intención de pasear, ya no me sorprendía mirar a la izquierda y ver las sábanas vencidas hacia el otro costado, incluso era una sensación de lo más agradable. ¿Quién era realmente T.? Se presentaba igual que un pasadizo, tedioso y absurdo, de una irreal inflexión y de la misma partida a la vuelta de esaroca inmaterial. Un pasadizo inabarcable, un carácter impreciso, de aristas que marcan otra silueta torcida hacia otra silueta llana y otra idénticamente torcida. ¿Sería ése final del pasadizo una sucesión de capítulos tortuosamente familiares? Miré por la ventana y vi a T. flanquear las primeras casas. Eran mamotretos blancos de paredes desconchadas, en cuyos chaflanes ondeaban jirones de goma ocultando los umbrales de moradas estridentemente silenciosas. En algunas de estas guaridas, se erigían pequeñas hornacinas de vírgenes que rezaban al mar y a pescadores engullidos por sus propias redes. El mar lucía inquietante aquella mañana. Perdí la pista de T. en cuestión de segundos, ensimismado como estaba, en otras cavilaciones. Sospechaba que, después de todo, era otro desgraciado el que andaba detrás de ella esperando arramplar a las quimeras de sus caballos, mas las quimeras son ilusiones, montañas suaves y redondeadas que se desvanecen al contacto de su piel. Por ello dejé que el cráter creciera sin demora en un denodado esfuerzo por aliviar la imagen de sus ojos. El mero hecho de escudriñarlos de cerca o en la distancia me encogía el corazón y mermaba mi carácter. Salí de casa y caminé durante un rato. Ni rastro de ella. Tampoco me importaba demasiado, o eso suponía, aunque sentí curiosidad por adivinar su nuevo itinerario. Se clavaban las miradas de los perros en mí, como si fuera yo el desdichado que merodea en busca de un bocado y anduviera exhibiendo cada una de mis costillas hacia manos más generosas. La ermita dominaba Costra y se podía apreciar su aspecto macilento desde cualquier punto del pueblo. El alcalde pensó que esta no revisada versión de una obra de épocase proclamaría vencedora en un concurso por dejar boquiabierto a críticos y foráneos con gusto, a místicos y a los que buscan lo castizo en olores rancios. Una versión que, por otro lado, ni los arquitectos de la decrepitud podrían soportar Los ladrillos parecían codearse por mantener el equilibrio, pues el paso del tiempo y la humedad los empujaba a una carrera por sortear el abismo y no convertirse en polvo. Era verano, y las cigüeñas crotoraban espasmódicamente en dirección a su próxima migración. Me dirigí a los aledaños de la ermita y la contemplé desde sus cimientos, agachado, midiendo la altura a la que pretendieron consagrarla. Las campanas comenzaban a voltearse mostrando su badajo, emitiendo una sinfonía de inverosímiles tañidos, una nueva eucaristía en manos del impostor. No podía faltar. El cura ofrecía la misa matutina a viejas y desconsolados que asían con fuerza rosarios de metal. Cuando llegó la hora de postrarse sobre aquellas tablas almohadilladas, alzó la vista. Yo me había quedado de pie, quería intimidar a los siguientes versículos escupidos mil veces por su lengua viperina. Vaciló un instante ante mi insumisa posición, pero continuó leyendo con voz quebradiza y entrecortada. Carraspeó varias veces e imprimió un ritmo más rápido en pos de terminar cuanto antes. Yo seguía erguido mientras los feligreses se sentaban y levantaban maquinalmente. Me miraban recelosos, rehuyendo mis ojos al responderles de soslayo. Eran conscientes de la premura del cura, y me culpaban de manera tácita por ello. ¿Y si T. se había escondido en la ermita? La idea me produjo un sudor denso y frío. Me sequé la frente y miré mi mano. No reconocía mi propia languidez, el brillo de las gotitas se bifurcaba entre mis dedos trémulos. El anillo de esposo me oprimía y empecé a removerlofrenéticamente de izquierda a derecha para aliviarme. El monaguillo se encaminaba a mi altura con paso ligero, entretanto las monedas repiqueteaban alborozadas en la cesta de mimbre que mecía distraídamente. Antes de llegar a mi banco tiré con fuerza y extraje el anillo, aprisionándolo en mi mano derecha. La huella amoratadamostraba una certeza más cruel que liberadora. Abrí la mano y dejé que resbalase el anillo de mi palma a la cesta.El monaguillo no supo cómo reaccionar, se quedó varios segundos prendado de la reverberación del gravado. No se atrevió, o no quiso, juzgar el cuadro que su cabeza había materializado en ese instante, solo asintió y no separó sus ojos del suelo. Al dejar la cesta sobre el mantel que cubría la mesa, el rostro del cura se agravó y creí que sus pómulos se desnivelaron unos centímetros. Tragó saliva y continuó como bien pudo. Los perdones, los avisos y las bendiciones se relevaron con prontitud y nos despidió abruptamente: - Podéis iros- Guardó la paz para sí y la desazón para los pocos que nos habíamos congregado. Permanecí inmutable, aislado de los cuchicheos que flotaban en espiral a mi alrededor y de los cuales asumía estoicamente mi responsabilidad. El cura se apresuró hacia la sacristía sin reparar en que yo seguía allí, esperando, no sé muy bien a qué, dado que las dudas y el remordimiento que me habían traicionado enlos últimos años se propagaban igual que un cáncer arremetiendo contra las pocas células vivas que luchaban, incontrolables y desnortadas, contra su sino irremediable. ¿Y si T. la esperaba allí, en la sacristía, aguardando a que las últimas tablillas de la ermita cesaran de rechinar bajo mi peso? ¿Cuándo se había tornado la frivolidad de mis actos en infundir temor a los demás? La puerta de la sacristía quedó entreabierta y sospeché que las dos víboras pretendían allanarme las respuestas, para quizá apiadarme de sus frágiles corazones, desleír la rabia. Era tarde. Mi cuerpo se hallaba disgregado de mi mente, agujereaba las últimas esperanzas de evadir decisiones precipitadas. Subí al altar y abrí la alhacena dorada que guardaba la copa con posos de vino. Era una copa extraña y deforme. La empuñe con fuerza por el único espacio libre entre las ondulaciones que describía su tallo y la base. De un portazo abrí la pesada puerta. Allí estaban los dos, cuerpo a cuerpo, enfrentados y cogidos de la mano. No dijeron nada, yo tampoco. Empecé a temblar y solté la copa, estallando muy lejos de me mis oídos. ¿Quién era yo? ¿Acaso lo sabía? Sentí una impotencia terrible, ganas de llorar, ganas de cuestionarles mi presencia allí, o simplemente escuchar por última vez queera un espejo de sus vidas, un espejo que tenían miedo de mirar. Repentinamente la volví a amar, quería lanzarme a sus brazos, besarla, adorarla, tocar su piel despacio. Solo ella, incólume, sin amonestaciones, sin las manos ajenas que la apretaban casi con misericordia. Sin embargo era incapaz de regresar... Entonces la volví a odiar, a lastimarme, a odiarme más, sin preocupaciones, obstinado con el pasadizo, con volver a casa. Perdí la vista progresivamente, y el control de mis piernas. Solo recuerdo a dos figuras abalanzándose sobre mí, rodeando invisiblemente mi cuello… Desperté en mi cama, las sábanas seguían recluidas hacia el otro costado y las ventanas estaban abiertas de par en par. Del alféizar se bamboleaban, atajadas por las bisagras del marco, las líneas de una carta más extensa. Las leí: Ya no estoy contigo, pero no dudo que seguirás dentro de mí, acusándome no solo a mí, sino a todos los que han intentado quererte. Me has vendido al amor igual que ahora me vendo a él sin remedio. Me ha cuidado sin herirme, sin reservas y sin nada a cambio. Entiéndelo, por favor, no te acerques a nosotros. Espero un hijo suyo. :::: Un barco de chipirones vencía la marejada cuando varios tripulantes avistaron, a voz en grito, un cuerpo ataviado con sotana. Se aproximaron a escasos metros y voltearon entre varios de ellos el cadáver. El rostro, lívido y descompuesto, mantenía una sonrisa desencajada, y sus ojos sugerían pestañear. En su regazo, un bebé deporcelana emulaba estar jubiloso. Los descubridores, aterrados, no supieron qué contar al atracar
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Marìa Vallejo D.-
Has vuelto a publicar y eso me agrada enormemente, no pueden dormir las letras cuando hay montones de ellas que lo detestan !!
La historia tiene grandes matices y mezclas perfectas, imágenes, sonidos, todo un tropel de campanas y silencios sumidos en sueños casi reales . . .
Me ha encantao !!
Abrazos