ROSARIO LA DESGRACIADA. Captulo Segundo.
Publicado en Jul 06, 2016
—No tengo bragas limpias. Las tres que tengo están sucias, y me hace falta lavar también una camiseta manchada.
—No te preocupes, yo me llevo la ropa a casa de esta familia. —¿Para qué haces eso, si podemos comprar una lavadora? —Porque habría que hacer una instalación de fontanería y nosotros no tenemos dinero. — Pero, ¿ seguro que no se puede hacer la instalación de una lavadora después de los millones que te han pagado por el “negocio de papá? —Hay que ahorrar para el día de mañana. —Yo no quiero malvivir. —¡Pues ponte a trabajar! El mes de mayo ya pasó y llegamos al veintiuno de junio, último día de clase, y terminó la primaria. Yo era buena estudiante y quería estudiar medicina. Pero mi madre me dijo que no podía ser y me puso a trabajar en una casa. —Me van a dar una beca para estudiar. — Si quieres seguir viviendo en esta casa, tú tienes que aportar dinero, y no estudiar — Pero si la maestra me ha dicho que yo valgo para estudiar —Eso ya lo veremos. Cuando cumplió los catorce años, la madre Rosario habló con un notario sevillano ;se puso a trabajar en el servicio doméstico; y la hija se resignó, a pesar de haber discutido todo el verano. En septiembre se incorporó a servir en casa del notario Antonio Álvarez. —¡ Eso es imposible ¡Hay que trabajar! —Pero yo quiero superarme… —A partir de mañana, trabajarás en casa de los Álvarez de sirvienta. Mi amiga Rosario apenas tuvo juguetes en su infancia; su padre se había suicidado y su madre le había borrado su ilusión de estudiar para superarse a sí misma. Y fue, finalmente, obligada a servir en la casa de una familia pudiente, durante todo el día. Cuando llegaba a su casa estaba agotada y encima nunca pudo disfrutar de su dinero, porque se lo tenía que dar todo a su madre. No podía comprarse ropa, ni arreglar la casa porque, según su madre, Rosario, nunca había dinero. Las polémicas con los vecinos se convirtieron en un tira y afloja, hasta que se mudaron, a la calle Real. En la calle Real, compraron una casa de vecinos muy vieja. Se accedía mediante un portal de vidrieras verdes; después de la entrada había un patio central lleno de macetas de plantas con flores: algunas estaban ya marchitas porque había quedado una mujer sola a cargo de la casa y el cuidado del patio después de la muerte de unos vecinos y el traslado a una residencia del resto. Se llamaba Gracita, rebasaba los cincuenta años, de cabello canoso, siempre peinada con un moño. Llevaba puestas unas gafas de montura de pasta de color; iba siempre vestida de negro, según dijo, por la muerte de sus padres, y de su marido. Alrededor del patio, estaban las habitaciones familiares. No había cuarto de aseo, tan solo un váter compartido por todos los vecinos. Todas las habitaciones albergaba una cama de matrimonio, y la de los hijos .Enfrente, había una cocina que tenía los muros desconchados por la humedad. Los únicos muebles que había eran una cómoda de caoba vino tinto con cinco cajones y encima tenía colocada un jarrón con rosas en el centro y alrededor, unas fotos de ella vestida de novia con un traje blanco liso y un velo. El tocador era de pino marrón y pegado a un espejo grande con los bordes de madera. Por último, tenía una mesa, dos sillas y una hamaca. El televisor tenía una pantalla pequeña. —Yo nací en esta casa, precisamente. Esta ventana pequeña, no existía, ahí había una cama chiquitina donde dormíamos mis cuatro hermanos y yo, y la cocina de enfrente no tenía techo. Todo eso, lo arreglé yo después. —Y el resto de las habitaciones, ¿por qué no las arreglaste? —Eso eran de otras familias que se habían mudado y claro, desde entonces, esos cuartuchos están desocupados. Únicamente en el que nos encontramos está en mejores condiciones en mejores condiciones porque era de mi familia. Los apartamentos se cerraban con una puerta de chapa, cubierta con una cortina de guías. Al cruzar el patio, entraron en un antiguo corral que ya no existe, y encontraron un pozo de agua. —El pozo se dejó de usar desde que las vecinas instalaron unas tubería para el agua potable, la cogían del grifo y dejaron cogerla del pozo—dijo Gracita. Rosario compró aquel terreno, con intención de arreglar aquella casa y poner esas habitaciones en alquiler. No sé cuánto dinero se gastarían, pero tuvo problemas con los albañiles al tardar un año en pagarle. Así que una noche, cuando estaban durmiendo, sintieron muchos porrazos de la puerta de la calle, y salió un tal Antonio, un muchacho joven, moreno, de tez oscura, que se fue a vivir de alquiler a un apartamento que caía al lado del portón porque había tenido un niño. Después de destrozar la puerta; la tiraron al suelo; pasando por el patio; preguntaron y se fueron directamente al apartamento de Rosario. —¿Quién anda ahí, hombre? Están despertando a mi niño.— preguntó Antonio —¿Dónde está la bruja?— Andaban gritando una vez que entraron en el patio — —¡ Quiénes sois ustedes! ¡ Por qué armáis tanto escándalo a estas horas! ¿Quién es esa bruja!— Preguntó Antonio mientras los hombres buscaban como locos a Rosario. Salieron todos los vecinos, menos Rosario — —¡ La bruja es una ladrona! ¡ Es la dueña de los apartamentos!¡Nosotros hicimos la obra hace más de cuatro años, y todavía, no nos paga! — —Pues llegar a un acuerdo con Rosario, pero no arméis estos escándalos porque nos hacéis pagar justos por pegadores, nosotros no tenemos culpa— Le contestó Antonio mirándole a por frente — —Nosotros queremos llegar a un acuerdo con esta mujer, pero siempre nos pone excusa: “hoy no puede ser”, “mañana ya hablamos”, “ya os llamaré”, y así no podemos seguir Llamaron de forma constante al apartamento de Rosario, gritando: —¡Abra esa puerta, vieja bruja!,¡ sé que estás ahí! —¡Os vais a buscar una ruina!— dijo Rosario —¡Me da igual, pero a nosotros nos va a pagar lo que nos debe, si no te quemaremos la casa! —Mamá, debemos llegar a un acuerdo con ellos, de lo contrario no nos van a dejar en paz. —¡Salirse todos de la casa, venga —¡Julio, echa una cerilla y prende fuego a toda la casa con la vieja y la niña adentro! —¡Mamá! —Déjalo, nos quiere asustar. Rosario se asomó a la ventana y vio el humo. —¡Vamos, niña, que nos moriremos! Llenaron cuatro cubos de agua en el cuarto de baño y se afanaron en apagar el fuego como pudieron. Los vecinos de otras casas salieron enseguida ayudarles; no obstante, algún rumor se escuchó, “claro, como esta tía es tan miserable, seguro que se ha ganado problemas con algunos”. Se escucharon las sirenas de los bomberos y llegaron a la casa en llamas, apagando el fuego con las mangueras en quince minutos. No tuvo más remedio que pedir ayuda al ayuntamiento, y se fueron a un bloque de pisos, ya muy viejo y con poco espacio. Sólo tenía un dormitorio con una cama grande y un cuarto de baño, tenía las tejas llenas de verdina debido a la humedad. —Anda mamá, págale ya lo que les debes, y así nos dejarán tranquilas… Mira el susto que nos hemos llevado y a la pareja joven que tenía al niño. Al final, la madre Rosario les prometió que le iba a pagar por meses todo el dinero atrasado de estos cuatro años atrás. Recibió a los albañiles en su nuevo piso: — Si dejáis las amenazas y la violencia, yo os adelantaré por meses todo el dinero atrasado de estos cuatro años. — Y¿ cuántos nos pagará?— Les preguntó Joaquín el jefe de su cuadrilla con una cara de desconfiado. — Unas cien mil pesetas todos los meses. — No es suficiente— Le contestó Joaquín moviendo la cabeza — Entonces, unas ciento cincuenta mil pesetas — Está bien— Ya se fueron todos a su casa conforme y la hija Rosario los despidió en la puerta. A partir de entonces, ya no tuvieron más problemas pues, la madre Rosario cumplió con el trato, y ya no se volvieron a ver más.. Enfrente vivía Carlos, un muchacho de veinte años, soltero, moreno, de piel tostada, unos ojos oscuros y saltones, pero tenía unas pestañas tan bonitas y tan largas, que resultaba atractivo. Su cuerpo esbelto y relleno, servía de modelo para muchos hombres, y las mujeres se fijaban en él. Todos se quedaban mirando a Rosario, una vez al salir del piso, ella sonríe, a Carlos, pero vuelve la cara por timidez. —Me gustaría charlar contigo. —No tengo tiempo. —Puedes quedar un fin de semana. La vida de Rosario era monótona y aburrida: del trabajo a su casa y de su casa, al trabajo, y llegaba cansada. —¿Qué te pasa, niña? —Nada. —Me parece que están llamando. —Voy. —Hola, Carlos. —¿Cómo estás? —Cansada, ¿y tú? —Bueno, el fin de semana puedes estar tranquila. —Bueno, tengo las tareas de aquí. —Pero, por la tarde puedes quedar, ¿no? —A lo mejor.
Página 1 / 1
Agregar texto a tus favoritos
Envialo a un amigo
Comentarios (0)
Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.
|