La Beti
Publicado en Dec 28, 2016
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LA BETI
 
 
 
 
 
 
 
 
                                                 “¡La Beti se murió!”
Ese aviso, descarnado, completamente inesperado sonó a través del auricular del teléfono como una puñalada helada.
Eran las cuatro de la mañana cuando me empecé a vestir para salir hacia su casa. La voz de mi tía, teñida de desesperación, de angustia, de inevitable fatalidad, me mareó un poco. Recordé mi contestación y me pregunté si había utilizado las mejores palabras para consolarla. ¿Acaso hay palabras adecuadas para un momento así? Se me hace que cualquier cosa que uno dijera o dijese sonaría inadecuado, tanto por omisión como por exceso de vocablos. Supongo que lo que ella necesitaba escuchar en esos momentos era que ya estaba saliendo a su encuentro para encargarme de todo.
Estaba frente al volante de mi auto cuando sentí que quizás no había salido bien abrigado para afrontar el viento frío del otoño, aunque eso ya no importaba.
Mientras surcaba las calles desoladas de una fantasmal Buenos Aires desde mi casa en Flores hasta San Telmo, me invadió una repentina angustia por la novedad.
La Beti se había ido finalmente.
Mi abuela contaba con ochenta y dos años. Se llamaba Betina Roccaforte de Díaz, como le gustaba firmar, aunque siempre había sido La Beti para todos, así, con el artículo por delante como si fuera parte de su propio nombre.
Era chiquita, supongo que en sus años mozos había medido un par de centímetros más, pero en ese metro cincuenta y cuatro combinaba toda la fuerza, el empuje y el amor que ser humano alguno podía condensar en si mismo. Había enviudado de muy joven y nunca más había vuelto a casarse. Con tres hijos a cargo, no tuvo la menor vacilación a la hora de salir a trabajar, de cuidar a los chicos y encargarse de la casa que con su esfuerzo fue pagando peso sobre peso hasta ser finalmente suya. Envío a los tres hijos a una escuela de jornada completa con comedor en la calle Humberto Primo al 300, lo que le permitía disponer de casi todo el día para trabajar limpiando casas ajenas. Y jamás abandonó el luto por el esposo que había muerto tan joven. Dicen que primero su demostración de duelo era evidente, pero que con el pasar de los años se había limitado a un pañuelito negro con las iniciales de él o la ropa interior en ese color. Y si bien parecía una mujer anticuada tanto en su aspecto como sus modos, sabía disfrutar de la vida. Cuando los ahorros se lo permitieron se fue a Mar del Plata con los tres críos a pasar una semanita parando en un hotelito chiquito que la tuvo luego como cliente regular por los próximos cuarenta años. Dicen las malas lenguas que tenía algo con el dueño del establecimiento, algo que no puedo asegurar ni desmentir, ya que no podía imaginarme a mi abuela en una relación informal. Aunque tampoco lo descartaría, pues de vez en cuando aproximadamente cada mes, se vestía primorosamente para encontrarse con alguien, y volvía mas tarde de lo acostumbrado. Según ella iba a bailar tango a una milonga en Congreso, actividad que sabía hacer muy bien, nunca faltaba una fiesta de fin de año o hasta algún acto escolar en que no se luciera bailando la más difícil de las piezas con una soltura y una elegancia remarcables. Si hasta llegó a dar clases en una milonga para turistas con lo que embolsaba un mas que apreciable sueldo cuando el turismo empezó a hacerse fuerte en Buenos Aires. Mi madre, sin embargo, decía que aprovechaba esas escapadas mensuales para encontrarse con “el tipo ese” y creo que en alguna oportunidad hubo un intercambio de palabras entre las dos que La Beti zanjó con autoridad haciendo pesar su condición de madre. Por mi parte, yo hubiera estado feliz.
Mi primer recuerdo de ella no es visual sino olfativo. Dicen que el olfato es el sentido que mas se graba en la mente. Sospecho que sí, pues cada vez que sentía y que siento el olor a colonia inglesa, automáticamente me transporto a una muy primerísima infancia cuando me alzaba en brazos. Yo fui su primer nieto y fue quizás por eso que nuestra relación fue tan estrecha. Fui el único de sus nietos que viajó solo con ella hasta Mar del Plata para pasar una semana. Allá me enseñó a nadar y a perderle el miedo al océano. Adoraba nadar. Cuando podía se escapaba hasta la pileta del club para hacer varios largos que la rejuvenecían. Supongo que gracias a su convicción llegué a nadar tan bien y pude destacarme en la escuela y en el secundario escapándome cuando podía para imitar su actividad. Y también aprendí a bailar el tango…
Llegué a la casa de San Telmo y vi la ambulancia en la entrada. Fue entonces que tuve la real certeza que La Beti no estaba más.
Entré a la casa y vi a mi tía llorando desconsolada abrazada a mi madre, que había llegado apenas unos minutos antes. Las abracé a ambas y sentí como temblaban. Tuve miedo de quebrarlas como a dos palitos secos.
Pasé al dormitorio, a ese dormitorio inmaculado y vi al médico y al chofer de la ambulancia que preparaban todo. Al verme uno me dijo unas palabras en voz baja, supongo que fue un pésame y me dejaron solo en la habitación junto a mi abuela. Me impactó verla allí, diminuta, con su camisón rosado. Tenía la boca abierta y los ojos cerrados. Me senté a su lado y la toqué. Tenía una tonalidad grisácea propia de la muerte y ya estaba fría. Dos días atrás, cuando estuvimos juntos, la había notado algo desmejorada y agotada, y hasta me llegó a vaticinar algo que no escuché, o no quise escuchar, acerca de que ya estaba cansada, que quería irse a Mar del Plata por última vez para meter los pies en el mar. Le dije que tenía mucho por delante todavía a lo que me sonrió como sabiendo que ambos nos mentíamos mutuamente. Pronto la casa sería una romería entre mis hermanos, mis primos, los amigos y los conocidos que llegarían para presentar un último saludo y me sentí culpable por el estado en el que estaba. Saqué un pañuelo de seda que tenía colgado sobre una silla junto a la cama y con él le hice un lazo para cerrarle la boca y que pareciera que dormía. Si hasta me pareció que sonreía cuando la vi antes que se la llevaran en la ambulancia.
Los acompañé para hacer los trámites. Ninguno de mis hermanos pudo ni quiso venir conmigo, aunque eso no importaba. Yo se lo debía a ella y no a ellos. Llevé sus mejores zapatos de tango para que se los pusieran y esa misma tarde la velamos.
El desfile de gente fue increíble. Mi mamá y mis tías lloraban a más no poder, mis primos y mis hermanos se juntaron en la cocina para preparar el café y discutir que debían hacer con la casa y con los muebles. No los pude escuchar. Me indignaba que ya estuvieran haciendo planes cuando el cadáver de mi abuela aún estaba frente a ellos y durante todo el velatorio me mantuve apartado, charlando con los que habían sido sus amigos o consolando a aquellos que lloraban a mares.
Me pareció ver un rostro conocido entre la multitud. Un hombre anciano se apeó de un taxi y entró a la sala acompañado solo de un bastón y de un hermoso ramo de gardenias. Traté de hacer memoria y de pronto como una luz lo recordé. ¡El dueño del hotelito de Mar del Plata! Se acercó al féretro y estuvo allí un rato. Me pregunto siempre que fue lo que le dijo en voz baja mientras le acariciaba la mano.
Mi madre se acercó a él y me apresuré para interponerme entre ellos por si hacía falta, pero asombrosamente ella lo abrazó y se mantuvo así por un par de minutos consolando el llanto de ese hombre. ¡Ella lo había llamado y había tomado el primer avión desde Mar del Plata para ofrecerle su último adiós!
Habían hecho las paces en algún momento… ¡eso habría hecho feliz a La Beti!
El cortejo fúnebre partió hacia el cementerio a las diez de la mañana.
Mi abuela había comprado, previsora, una parcela para toda la familia, en un cementerio privado. Lo había hecho cuando recién se había instalado y el precio había sido, al pasar el tiempo y las sucesivas crisis, sumamente ventajoso.
En la capilla ardiente el sacerdote dio un último sermón. Mi tía seguía llorando. ¡Cómo alguien puede tener tantas lágrimas dentro! Si hubiésemos perdido el rumbo, habríamos retornado fácilmente a casa siguiendo los lagrimones que había derramado durante todo el camino.
El féretro me pareció chiquito y frágil. Cargarlo fue como cargar una cáscara vacía, en realidad, mi abuela no estaba allí, estaba en Mar del Plata, en la milonga, en los sillones de su casa, en la pileta del club Boca Juniors… Dentro del cajón quedaba apenas un recuerdo de aquello fabuloso que había sido mi abuela…
Que había sido La Beti…
Los días posteriores fueron extraños.
Mi abuela no estaba más.
Supe entonces que los viernes que pasábamos juntos ya no ocurrirían, que las escapadas que hacíamos a las milongas no se volverían a repetir, que ya no volveríamos a ir a la pileta y fue entonces que caí en la cuenta de la gran ausencia de su pequeño cuerpo.
Mis hermanos y mis primos se abocaron a la tarea de intentar convencer a mi tía para que dejara la casa de San Telmo y así poder venderla y repartir las ganancias entre la familia, que esa casa le traía malos recuerdos, que no era bueno que estuviera sola… Ella les contestó que prefería estar sola antes que estar acompañada de unos chacales como ellos, con perdón de los chacales, y que si tanto se preocupaban por su bienestar, habrían hecho un gran bien acompañando a La Beti cuando los necesitaba, que el único que había estado con ellas dos todo el tiempo había sido yo, que de ser por ellos la habrían tirado en el primer volquete que tuvieran a mano…
Por supuesto esto acrecentó la distancia entre ellos y yo, que veían en mí a una seria amenaza para quedarse con la casa. La verdad, no me importaba la casa, pero si podía hacer algo para complicarles la vida para que se hicieran con ella, sin duda pondría mi mejor esfuerzo en la empresa.
Como veía que mi tía era la más necesitada en esta situación, le sugerí que todos los viernes nos encontráramos para comer. Le propuse mi departamento, ya que la casa me traía muchos recuerdos. Se excusó amablemente diciéndome que se cansaba de viajar desde San Telmo hasta Flores, por lo que finalmente accedí a que nos viésemos donde vivía, muy a mi pesar, para comer los lunes. Ella cocinaría.
Pasamos varios meses así, tiempo durante el cual conocí mejor a mi tía. Había sido la única de las tres hijas en quedarse soltera. Dicen que había salido con un tipo casado que constantemente le dijo que iba a abandonar a su esposa para irse a vivir juntos, pero eso nunca sucedió. El hombre murió y ni siquiera pudo ir a despedirlo al funeral. Quizás por eso lloraba tanto en el de La Beti…
Había sido secretaria y una gran taquígrafa, pero el advenimiento de la computadora la habían apartado por completo de su trabajo. Ahora sobrevivía con su trabajo de enseñanza del inglés en cuatro colegios aguardando su jubilación.
Sentí pena por ella, y me sentí culpable por degradarla de esa manera, y asumí que parte de su personalidad tan retraída se debía a la arrolladora de La Beti.
Fue una noche en que volvía a casa después de estar a su lado y de un suculento plato de ravioles a la boloñesa que ocurrió.
Habíamos estado hablando con la tía acerca de nuestros gustos, casi sin saber como llegamos a ese punto, en que salió a tema el asunto de lo mucho que le gustaba a Beti el agua. Me confió que a ella le daba mucho miedo desde una ocasión en que se tiró a la pileta y perdió el pie. Contaba entonces siete años, y su madre, mi abuela, la sacó y debió socorrerla pues había tragado mucha agua. Desde entonces le provocaba un miedo casi pavoroso al punto de no soportar siquiera la bañera. Beti en cambio se metía y podía estar horas sumergida en la tina. Comentó entonces la paradoja acerca de lo ocurrido en el dormitorio de la difunta, cuando una terrible pérdida de agua proveniente de la terraza, había llenado de humedad el cuarto, arruinando toda una esquina. Me confesó que eso hizo que su buen carácter se agriara y que llamara a un plomero exigiéndole la solución inmediata del problema, como si el pobre hombre tuviera la culpa por la pérdida. Fue para la época de unas vacaciones que yo había tomado tres años atrás, cuando no había tenido oportunidad de visitarlas, por lo que no había notado nada en su ánimo ni en la casa. Aunque también influía el hecho que no me gustaba entrar a su dormitorio, lo que consideraba una invasión a su intimidad.
La tía me dijo que en los últimos días había soñado con su madre y una gran mancha de humedad, lo que le llevó a conjeturar que su espíritu aún vivía en la casa, y más precisamente en esa habitación. Este hecho de fe significó para ella un alivio pues sentía que estaba acompañada. Aunque más no fuera por una ilusión.
Volví a casa con ese pensamiento anclado en mi cabeza. La pobre tía estaba demasiado sola, había permanecido tanto tiempo bajo el ala de su madre que ya imaginaba cosas y compañías que al menos le servían de consuelo.
Por mi parte era conciente que todos la consideraban una infeliz, quizás también compartí ese parecer en alguna ocasión, pero luego de charlar largo y tendido con ella supe que era la antítesis de La Beti. Ella era un volcán, un fenómeno generador, un ciclón que movilizaba todo, el centro de nuestro universo. La tía era en cambio un ser más pasivo, dueña de una inmensa riqueza interior, que palidecía ante el brillo de mi abuela.
Pasé a buscar a mi novia al trabajo para que fuésemos a mi casa y le comenté acerca de mis impresiones respecto a lo que había hablado con mi pariente y la soledad en la que la veía. Ella, aportó que le parecía una mujer demasiado dejada de lado, que sería bueno que saliera de esa casa, para dejar atrás los fantasmas tan presentes en cada uno de los muebles. Tuve que concordar que vivir allí quizás la estaba consumiendo, que había empezado a ser invadida por la anciana incluso en sueños, y que refugiarse en ello era una ilusión, tal vez una esperanza peligrosa.
Pero sacarla de allí era lo que más deseaban mis hermanos y mis primos para quedarse con el patrimonio…
Nos fuimos a la cama con esa idea en mente.
Esa noche soñé con mi abuela.
No recuerdo los detalles exactos del comienzo del sueño, aunque el episodio en sí es imborrable.
En él estaba La Beti, sentada en una silla, con los pies muy juntos, con un largo vestido negro, sus zapatos de tango favoritos, los ojos cerrados y las manos entrelazadas. Yo sabía que ella no podía moverse, pero no podía hacer nada para ayudarla, cuando de pronto vi, sentí, olí principalmente, como el piso empezaba a inundarse. Poco a poco, el agua fue subiendo a la altura de sus rodillas, luego de su cadera, su pecho, su barbilla, y luego la tapó. Intenté llamarla, pero no me escuchaba.
Entonces abrió los ojos y me miró.
En ese momento me desperté
Tan vívida fue la sensación que mi novia junto a mí, se sobresaltó. Le expliqué que había tenido una pesadilla horrible con mi abuela, y lo adjudiqué de inmediato a la pesadez producida por la suculenta comida.
Y sin embargo estaba temblando. No pude volver a dormirme esa noche.
¿Acaso estaba empezando a caer en la misma fantasía de mi tía?
Me dí un baño madrugador, y con el contacto del agua con mi cuerpo volví a pensar en La Beti, la humedad de su dormitorio y ella completamente quieta allí. Y comprendí que lo que había visto en mi sueño, no era el dormitorio, que se trataba de un ambiente indefinido, pero que sabía tácitamente que era algo diminuto y claustrofóbico, casi aterrador.
A diferencia de mi tía, no me sentí complacido con el producto de mi sueño, aunque me pregunté que quería decir que los dos soñáramos con algo parecido.
El día fue normal, dentro de todo. En la oficina el recuerdo del sueño me persiguió y hasta me distrajo en un par de ocasiones. Volví a casa con malestar estomacal. Sin duda habían sido los ravioles.
Me fui a la cama con un té encima y pronto concilié el sueño.
La imagen perturbadora de la noche anterior se repitió entonces.
Los detalles, los olores eran casi palpables. El sonido del agua era tan real que era imposible de dejarlo pasar.
Vi su vestido amojosado, su pelo revuelto y despeinado, su piel rara y gris, sus zapatos arruinados…
Y ahora si tuve la sensación claustrofóbica del cuarto, de la humedad omnipresente, del terror que me embargaba y se apoderaba de mi sueño y mi realidad.
Me desperté bañado en sudor. La pesadilla ya me asustaba.
No podía adjudicársela a la comilona.
Ese día estuve completamente desorientado en el trabajo y debí pedir un franco pues me sentía mal. Mi novia pasó a buscarme y me llevó a casa.
A la noche no quise volver a dormirme. Cuando ella se fue encendí el televisor para distraerme mirando alguna película.
Empecé a ver una comedia, pero los párpados me pesaban como si encima de ellos tuviera todo el peso del mundo. Me di un baño para despejarme pero fue inútil. No podía mantenerme despierto. No quería volver a dormirme, pero sabía al mismo tiempo que mi cuerpo lo necesitaba, lo pedía a gritos.
Supongo que me dormí en el sillón.
Y la vi.
Ya no estaba sentada a la silla. Ni siquiera estaba en la misma habitación húmeda y caliente. Estaba en una cama blanca, la sospecho dura como le gustaba a ella, en un ambiente seco y fresco. No era claro, sin embargo no existía esa sensación claustrofóbica de antes. Sus ropas estaban empapadas, su cabello despeinado, pero ella estaba sonriendo.
Se que no me moví de mi lugar, pero sé que me acerqué. Y me habló.
- ¡No sabés que contenta que estoy acá! En el otro lugar estaba todo húmedo. Acá voy a poder secarme por fin…
Una puerta que no había notado, se cerró y vi que era un ropero, con una puerta blanca con un arabesco en el medio.
Luego desperté.
Si bien el sueño había sido extraño, no me sentía mal. Estaba imbuido de una sensación de paz y de alegría inexplicable.
Fui a trabajar, aún estremecido por las tres intensas noches, pero ese día todo me salió bien.
Por extraña vergüenza, o por pudor, no le conté a nadie de mis sueños, ni siquiera a mi tía, aunque si la interrogué acerca de los suyos cuando la llamé por teléfono. Se puso contenta por mi llamado, aunque se extrañó por mi requerimiento. Me dijo que su último sueño había sido con aquel amor frustrado que la ancló en la soltería.
Esa noche, si soñé, no quedó en mi recuerdo. Las sucesivas noches fueron iguales a esa, lo que resultó en un alivio.
No volví a soñar con La Beti.
Una semana después al llegar a casa el encargado del edificio me dio una carta que me había llegado. Era del cementerio donde habíamos enterrado a mi abuela. Me decían si podía acercarme hasta el lugar, ya que yo era el responsable, para comentarme algo que no podían hacer por carta.
Al otro día fui en el coche con la sensación de que algo extraño estaba ocurriendo. El viaje me resultó largo y angustioso…
Me recibió uno de los encargados que me estrechó la mano con fuerza como si me estuviera pidiendo disculpas por algo. Me agradeció mucho por haber ido hasta allá, y me dijo que habían debido hacer un cambio en los lotes, y que eso significaba que nuestra parcela había sido relocalizada. Que esto no significaba en lo absoluto un desembolso de dinero, sino de ubicación. Me llevó hasta un edificio y entramos a él. Era destinado a los nichos. Sentí algo en el pecho que me congelaba la piel. Me llevó hasta uno de los nichos y vi el nombre de mi abuela. En la tapa, de marmóreo blanco irisado, había un dibujo trabajado igual al arabesco de mi sueño.
Antes que pudiera hablar, él comento con cierto pesar.
- Una de las cañerías de riego automático del parque se fisuró e inundó toda la zona donde estaba su abuela. Hubo un hundimiento y tuvimos que relocalizar a todos los huéspedes hasta el sector de los nichos para poder apisonar la zona…
No pude terminar de escucharlo.
Recordé entonces sus zapatos arruinados en mi sueño. ¡Eran los mismos con los que la habíamos sepultado a mi pedido!
Se que llegué a casa y me desplomé en el sillón.
La sensación de mi pecho aún no se ha desvanecido…
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Foto del autor AlvaroJuanOjeda
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Miembro desde: Mar 26, 2013
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Descripción

Un sueo perturbador que se repite.

Palabras Clave: Sueo premonicin agua

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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