AMOR DE VERANO
Publicado en Dec 28, 2016
MOR DE VERANO
La comezón en la espalda era apenas perceptible. Era una picazón suave como si alguien me hubiera rascado con fuerza. La falta de continuidad en dicha molestia no fue suficiente como para que me preocupara. Atribuí la misma a un exceso de suavizante en la camisa que llevaba puesta. Siempre me perturbó la cantidad de este producto que la empleada le ponía a mis prendas como si eso fuera un detalle amable. En realidad me molestaba sobremanera. Había disfrutado de una botella entera de un mediocre cabernet y quizás era por eso que la sentía con mayor intensidad. En la soledad de mi departamento era la única compañía que sabía no me defraudaría. Fui hasta el ropero para cambiarme y empecé a revolver en los estantes buscando alguna prenda de tramado suave. Busqué entre la ropa de media estación, ya no hacía calor y los primeros fríos del año me resultaban perjudiciales, tras un pulóver de cachemir que encontraba reconfortante. Fue cuando algo me llamó la atención. Entre las prendas dobladas había un sobre blanco y dentro poseía algo que llamó mi atención. ¿Sería un poco de dinero que había dejado allí en alguna ocasión y que había olvidado? Recordé de inmediato los cinco mil pesos que creí perdidos un par de meses atrás y de los cuales no tenía noticias. Cinco mil pesos no son una cifra despreciable, pero era habitual en mi negocio manejar esa suma para la compra de algún objeto digno de ser tenido en cuenta. Y por un momento creí que hallaría allí la solución a un problema que me molestaba y por el que había llegado a responsabilizar a mi empleada, sin decírselo pues no tenía pruebas de su mala conducta. Grande fue mi desilusión cuando lo que hallé resultó ser algo duro y plano. Resultó ser una foto. La tomé entre mis manos. La fotografía en medida Standard de tipo Polaroid resultó perturbadora y extraña. La observé varias veces con una mezcla de incredulidad y espanto como si su presencia fuera la confirmación de una realidad distinta, de una cruel broma del destino o de una mente torturadora. Con la mente aturdida por el descubrimiento intenté hallar una explicación racional que le diera un marco de normalidad al hallazgo. Me pregunté si alguien había entrado a mi casa para probar mi espíritu o para determinar mi grado de sensatez. O quizás era alguien que quería obtener dinero de mí a cambio de no distribuir lo que me quemaba las manos. Aunque pensé entonces que ello no ameritaba una extorsión, ya que no era en absoluto un crimen o algo que me avergonzase, si realmente yo lo hubiera hecho o si lo hubiera pergeñado siquiera. Allí, en una imagen jamás ocurrida, se hallaban retratadas dos personas, dos extraños, sentados en un muelle de madera, con los pies descalzos, observando a la cámara. Felices y con el mundo por delante. Una de esas personas era una hermosa muchacha de unos dieciocho años, de cabellos largos, atados en una coleta a la espalda, con inmensos ojos negros y el rostro de la inocencia y de la pureza. A su lado había un hombre de piel tostada, con una remera blanca, bermudas y que mostraba un estado físico lejos de ser ideal pero que se notaba igualmente feliz, con una sonrisa inmensa en el rostro. Le pasaba el brazo por los hombros a la muchacha y por la forma en que se tomaban las manos uno dudaría en pensar que se trataba de padre e hija, una suposición válida al intentar adivinar la diferencia de edad que existía entre ambos. Porque ese otro que se hallaba complacido, enamorado, feliz, era alguien igual a mí, con mi misma cabeza raleada de cabellos, mi vientre redondeado, mis brazos delgados…mis cuarenta años… ¿Se trataba acaso de una broma de mal gusto? me volví a preguntar. Observé mi dormitorio y la puerta del ropero abierta y traté de reproducir los pasos que tendría que haber dado ese extraño que tendría que haber sorteado las tres cerraduras de mi casa, la alarma, llegar hasta esta habitación y depositar la foto en un lugar que no hallaría en un primer momento pero que tampoco sería inhallable llegada la oportunidad. Debí sentarme en la cama para evitar caerme de bruces ante el mareo, las nauseas que esta me provocaba. El corazón galopaba encabritado en mi pecho. Mi respiración agitada era el soplido de un fuelle, un tornado que me privaba de aire ante cada respiración. Sentí un viento cálido abrasarme el cuerpo y como este se empapaba en sudor. De pronto todo brillaba al tiempo que se oscurecía. Sentí el sabor ácido entre los labios y el ardor en el pecho. Me había desvanecido. La impresión había sido tan fuerte que mi cuerpo débil entró en una hiperventilación que dejó sin oxígeno a mi cerebro. Supongo que vomité entonces. Gracias a Dios caí de costado o me habría ahogado. Volví en mí, después de no sé cuanto tiempo. Traté de ubicarme en mi espacio y me dije que todo había sido una ilusión, una burla de mi cerebro agobiado por el trabajo y las presiones de la vida. Caminé hasta el cuarto de baño y sentí el cuerpo húmedo y pegajoso. Desvestido entré a la ducha y me metí bajo la lluvia. Dejé que el agua acariciara mi cuerpo y empecé a pensar en ese sueño. ¿Qué significaba? ¿Qué significaba hallar esa foto, marearme y experimentar todas esas sensaciones? ¿Qué lo había provocado? Intenté hallar una sola respuesta que albergara todas esas preguntas pero me sentía confundido, abstraído, incapaz de sostener una conversación, mucho menos de elucubrar una explicación a tan sorprendentes acontecimientos reflejados en un sueño igualmente sorprendente. Estuve unos diez minutos inmóvil bajo al agua caliente. La sentía incómoda. Como si no pudiera soportarla. Me lastimaba la espalda. Debí abrir el grifo de la fría para mezclarla. Paulatinamente fui hallando un mayor confort, en realidad tendría que decir que fui buscando una menor molestia para ser más exacto, hasta que al sentirla casi helada fue como un bálsamo. Sentí frío pero no me importó. Cerré los ojos y disfruté de esa sensación agradable. Nunca me había gustado el agua fría, al punto de dejar el termotanque en la graduación máxima, pero sentir el agua fría recorrer mi espalda y mi cabeza era vivificante. La voz sonó clara, como si quien la emitiera se hallara parado junto a mí. Pronunció mi nombre y por eso me voltee rápidamente. Cerré la llave de la ducha y salí de la bañera. Pregunté si había alguien ahí, como si un intruso me fuera a contestar para calmarme. Nadie. ¿Me estaba volviendo loco, acaso? Salí del cuarto de baño tras secarme y regresé al dormitorio. El olor acre a vómito se hacía insoportable, potenciado por la humedad generada por el baño. Tendría que limpiarlo para que la alfombra no quedara arruinada definitivamente. Fui a buscar los elementos de limpieza y mientras lo hacía me dije que al otro día sin falta iría a ver a mi médico de cabecera para que me examinara. Dormí de a ratos esa noche. Como casi todas las noches sentía una picazón apenas perceptible pero molesta en mi espalda. La idea de volver a enfermarme resultaba aterradora. No quería sufrir los rigores de la enfermedad como me había ocurrido de chico en que una neumonía seguida por una meningitis furibunda había minado mi cuerpo azotándome entre el dolor y la parálisis. Esa enfermedad me marcó de por vida tanto física como socialmente. Fui desde entonces un chico solitario y esmirriado, temeroso de contraer cualquier virus o bacteria que pudiera esclavizarme a una enfermedad dolorosa y amarga. ¡Cuánto odio el dolor! Aún me laceran los estertores provocados por la neumonía primero y la meningitis después, el sufrimiento cada vez que intentaba respirar, la postración en mi lecho de enfermo, los mareos que no me permitían incorporarme de la cama, la atrofia de los músculos por la falta de movimientos, el dolor al ver la luz, al oír los sonidos fuertes, la quemante sensación de humo en mi nariz, el sentido del tacto desarrollado a tal extremo que el solo roce de las sábanas era como acariciarme con el filo de una navaja. Y al crecer, fui aislándome socialmente. Me sentaba solo en el banco de la escuela y era el objeto de burlas y de improperios provenientes de mis compañeros de escuela. Para mantenerme ocupado me entretenía en leer y en abstraerme en un mundo donde era otro, donde nada podía afectarme. Al crecer y llegar a la adolescencia, mi aislamiento fue aún mayor. No tenía hermanos y solo calmaba las horas la compañía de mi madre viuda, una mujer absorbente que fue sin embargo la compañera ideal para un espíritu como el mío. Juntos vivíamos en esta que es mi casa actual, herencia de mi abuelo. Luego, al morir ella por un cuadro de septicemia contraída en el hospital al que había llegado tras una herida en un pie, me encontré solo en este mundo que odiaba y que me marginaba por mi introspección. Fue entonces que la conocí a ella. Ella pudo haber sido la mujer que me acompañara y por un tiempo me sentí extraño, feliz y contento con la vida, como si algo estuviera cambiando a mi favor finalmente. No quiero extenderme con ella, pues evocar su presencia, su aroma, su cuerpo, son aún más dolorosos que todas mis dolencias físicas. Estuvimos juntos cinco años y al separarnos jamás volví a saber de su vida. Aún aguardo que ante cada llamado de teléfono, cada timbrazo, ella esté allí al otro lado para regresar a mi existencia. No puedo evitar irme a la cama cada noche tras haber bebido una botella entera de nuestro vino favorito, esperando que la embriaguez me derribe y en mi borrachera la pueda hallar. Fui hipocondríaco toda la vida. A cada señal de alerta me dirigía al consultorio y exigía que me auscultara para determinar que nada me volviera a sorprender. Y como las otras veces en que me había sentido enfermar, me odié por ser como soy. Me odié por no tener un cuerpo atlético ni una personalidad que me permitiera abrirme paso en la vida sin necesidad de permanentes temores. El médico me recibió a primera hora de la mañana. Le conté de mi situación y mi desmayo y procedió a revisarme. Y como cada vez que iba él no halló nada. Le expliqué que me había desmayado y había vomitado. Me examinó exhaustivamente pero no halló nada. Le conté de ese sueño extraño que tuve con la fotografía y la voz que había sentido en el cuarto de baño y lo noté molesto. No sé si él notaba que yo me daba cuenta de su fastidio por recibirme cada vez que me sentía enfermo. Me dijo que no me alarmara, que posiblemente era estrés, que tenía que relajarme y olvidarme un poco de la casa de antigüedades que era toda mi vida para disfrutar un poco. Aún así me explicó que si “en verdad” me había desmayado, tendría que remitirme a otro especialista. Supe que no me creía. No podía culparlo. Muy en el fondo ni yo mismo creía en este desmayo. Tal vez había sido debido a la botella de vino que había tomado la noche anterior. Tal vez él había olido mi aliento y había sospechado el resto. Tal vez yo mismo me estaba engañando para hallar una respuesta a mi vida deprimente y monótona. Me recetó un ansiolítico y me despachó con prisa y sin pausa. Al llegar al negocio recordé la molestia en la espalda y me maldije por la confusión mental en la que estaba. Era como si mi mente se reservara algo para poder tener una excusa para volver al consultorio. Me gustaría decir que la jornada fue ajetreada, que realicé transacciones por varios miles de dólares, que descubrí un cuadro de Rembrandt y lo lancé al mercado, que entró por mi puerta una acaudalada mujer que se interesó en mí y no en un juego de copas del período colonial, que hubo un punto de inflexión que trocó lo monótono en algo excitante…pero estaría divagando. Nada de eso ocurrió. El día transcurrió tranquilo, sin sobresaltos, apenas hice una venta telefónica a un colega por quien sentía un profundo desprecio y sabía que el sentimiento era recíproco. Volví a mi casa al anochecer tras pasar por el almacén y comprar una botella de vino tinto con culpa, pero también con necesidad. La soledad en ocasiones es como una mortaja que uno mismo se teje y que llega a ser cómoda. Esa ocasión no fue distinta. Fui hasta el dormitorio para cambiarme y vi la mancha de vómito que había intentado limpiar. No estaba allí, pero yo aún la seguía oliendo y viendo. Fui hasta el costado de la cama y sentí la alfombra aún húmeda. Y entonces apareció, allí donde había estado desde la noche anterior. Al agacharme junto a la mancha la vi y sentí un estremecimiento generalizado. Apoyada sobre la alfombra cara arriba, caída junto a la pata de la cama se hallaba la fotografía y con ella la certidumbre que al menos una parte de mi desmayo era real. Entonces la pesadilla había existido si es posible que un sueño se corporizara. Y el mío estaba presente ante mis ojos… No sé cuanto tiempo pasó. Se que no me desmayé, pues me mantuve observándola sin tocarla, temeroso que esa fotografía me fagocitara la mano, el cuerpo y el alma toda. Ni siquiera sentí el adormecimiento por la posición incómoda. ¿Estaba conciente? Si. ¿Había bebido como la noche anterior? No. Intenté racionalizar la situación, comprender lo que ocurría y en un alarde de valor, estiré el brazo y la tomé. Me senté en el piso, y entonces la contemplé en total dominio de mis facultades. Volví a ver a ese hombre tan parecido a mí que asustaba y a esa muchacha y traté de ordenar mis ideas. No podía ser yo. Tal vez un gemelo desconocido… Era absurdo. Seguramente se trataba de una broma, quizás hasta del mismo médico que veía y que había fraguado una fotografía para declararme insano y quedarse con todas mis posesiones. Pero esa serie de conspiraciones no eran convincentes. Si me dejaba llevar por ellas habría adjudicado la misma a los extraterrestres. Tenía que tranquilizarme. Recordé entonces un suceso de un par de meses atrás y ese recuerdo trajo otros. Recuerdo una mañana de febrero, en que desperté y sentí algo extraño en todo el cuerpo. Estaba tostado por el sol; no era un bronceado intenso propio de un par de jornadas en la playa. Era como haberse quedado dormido bajo el sol una tarde en el parque. Fue entonces que empezaron mis molestias de espalda… Estuve perdido esos días. Sufrí de intensos escalofríos y el médico recomendó que me internara en el sanatorio para descartar otro ataque de meningitis. Según él estuve allí solo dos días, pero al volver a mis anotaciones en la agenda comprendí que llevaba perdido al menos un lapso de poco más de dos semanas. Pero,¿fueron dos semanas en el hospital sobre las que el médico me mintió, o perdí esas dos semanas antes de todo el suceso? ¿Dónde me había dejado broncear por el sol? Quizás había bebido de más y había pasado todo un día a la intemperie…y eso me asustaba… Y fue para esa época que perdí los cinco mil pesos que jamás volví a hallar… Pero sin embargo, no tenía registro de nada de eso en mi cabeza. Era como una zona muerta, un abismo negro y sin fondo que abarcaba esas semanas. Era como el sueño de cada noche… Di vuelta la fotografía, no lo había hecho, o quizás si lo hice pero no lo registré, y vi una leyenda escrita con marcador rosa. “TIGRE. CAÑADAS. EL MEJOR FEBRERO DE MI VIDA. CUANDO ME ENAMORÉ DE VOS” Detuve el auto y sentí un escalofrío. El cartel hecho con tubos de neón de color rojo formaba el nombre del hotel sobre un fondo blanco. “CAÑADAS APPART HOTEL”. Esperé que algún recuerdo volviera a mí, que una pista de que no me estaba volviendo loco ni estaba siendo dominado por el alcohol llegara como una luz en medio de la oscuridad, pero fue inútil. Había hallado la palabra ingresando a Internet y era la tercera opción que tenía. La primera había sido una panadería, la segunda una casa mortuoria, y ahora estaba frente a un pequeñísimo complejo de cabañas que miraban al río con su propio muelle. Eso me resultó más apropiado. Y ahora que estaba aquí, me pregunté si realmente estaba haciendo lo correcto. Me estaba sumiendo en un misterio insondable que había ocupado mi vida en los últimos tres días y este accionar mío era sorprendente para mí. Sentía una corriente electrizante en el cuerpo que no me permitía olvidar esta fotografía, y esa misma corriente me impulsaba ahora a buscar una respuesta, buscar un inicio a esa escena. Olvidé todas las prevenciones y las precauciones y entonces bajé del auto yendo hasta la puerta tras franquear una pequeña reja de medio metro de altura de decorativa funcionalidad. No pude abstraerme de mi profesión y la califiqué como una verdadera baratija insignificante, prácticamente sin ningún valor. La puerta de entrada era de madera de cedro, esmeradamente reparada con algún resabio de termita sobre un costado. Poseía un buzón para cartas en bronce y un gran vidrio sobre el centro que permitía la vista hacia el interior. ¿Había estado yo aquí? ¿Qué me había traído? Si al menos se tratara de un vahído provocado en medio de la búsqueda de oportunidades, lo habría comprendido o al menos le habría dado un cierto margen de cordura a lo que me sucedía. Pero nada en el mundo me tendría que haber hecho venir hasta esta casa sin atractivo y sin ningún valor como antigüedad, ya fuera arquitectónica o como mobiliario. Mi corazón volvía a latir con fuerza. Temía desvanecerme como el día en que hallé la fotografía. Me odié por ser tan pusilánime, por no poder mantener el control de mi cuerpo ante cualquier acontecimiento extraordinario u ordinario que atravesara mi vida. Me odié por no poder tener un mayor carácter, una personalidad más cautivante. La soledad de mi vida por momentos me agobiaba. Quizás ese había sido el motivo que me había llevado a empuñar el balancín de la puerta de ese sitio. Quizás aguardaba que al entrar todo cambiara para mí. Traspuse el umbral de la casa y sonó un timbre musical que avisaba de mi presencia. La casa estaba limpia y parecía acogedora, aunque poseía una excesiva cantidad de mobiliario para mi gusto, todo ello carente de buen gusto. Pude ver un par de estatuillas de estilo art-decó junto a unos insípidos caballitos de vidrio de los 60 cuando eran muy populares. A mi izquierda había un mostrador con el nombre escrito en el frente, a mi derecha un televisor de 20 pulgadas y tres sillones de madera en derredor de una mesita ratona con patas de madera en forma de cebolla. Una voz femenina me saludó. Se trataba de una mujer de unos cincuenta años de aspecto sencillo y poco cuidado. Me miró y esbozó una gran sonrisa. Y luego me habló. Y lo que dijo me paralizó. El corazón parecía querer salirse por mi boca y empecé a ver todo brillante. No me desmayé pero sentí que podía desplomarme en cualquier instante. -¿Como anda? ¡Que bueno verlo de vuelta! Me alegra que nos haya elegido otra vez. ¿En que le podemos servir? Traté de calmarme y pensé en como explicarle lo que me pasaba. Que no la recordaba a ella, ni recordaba esa casa, ni el olor del río cercano, ni nada de lo que supuestamente había pasado. A continuación seguramente me preguntaría a que lugar me dirigía, al manicomio o a la prisión. Opté por actuar una mentira. Le dije que me había gustado mucho la última vez que había venido y que me gustaría volver a ocupar el mismo lugar, si estaba disponible. Me dijo que por supuesto, que ya había pasado la temporada alta y ahora tenía todo el lugar para mí, salvo un par de departamentos que seguían ocupados por clientes permanentes, un estudiante de música becado y un jubilado viudo. Me invitó a llenar la planilla de huéspedes y no supe si debía usar mi nombre o fraguar uno ficticio. Podría llamarme de alguna manera exótica, intentando avanzar aún más en la teatralización de mi trágica búsqueda de esos momentos perdidos, pero finalmente decidí acotar la dimensión de la mentira a los datos básicos para no transformarla en un laberinto intrincado que no me permitiera avanzar más allá. Firmé con mi propio nombre y dí mi dirección verdadera a lo que la mujer acotó, en realidad no paraba de hablar, que aún recordaba mi letra y que con el paso de los años la mía era una de las letras mas hermosas que había visto. Supuse que los largos años de caligrafía de mi enseñanza me habían forjado aún a mi pesar. No hizo ninguna acotación al respecto al leer mis datos. O no los recordaba o no habían cambiado. Le aboné por adelantado dos días y me pregunté si no estaba arrojando mi dinero en esa empresa que preveía inútil y peligrosa. Pero necesitaba saber. Por primera vez en mi vida necesitaba abandonar la seguridad de mi certidumbre para sumergirme en la aventura del misterio, de la ignorancia en el porvenir. Preguntó si había llevado equipaje o venía libre como la otra vez y me extendió una llave. La tomé con firmeza. Intenté disimular el nerviosismo que intentaba dominarme. Era como estar viviendo la vida de otra persona. Mientras salía de la casa y nos dirigíamos hacia la parte trasera pensé si acaso no estaba siendo partícipe de una gran equivocación. Si esa fotografía hallada entre la ropa de mi ropero antiguo, en realidad no pertenecía a otro hombre, feliz, afortunado, con una vida plena, rodeado de gente que lo estimaba y lo hacía sentir agradecido con la existencia. Tal vez ese otro se hallaba preocupado buscando la fotografía que representaba un momento de placer irrepetible, el reflejo de un instante sublime y maravilloso. Y ahí estaba yo, usurpando su vida, entrometiéndome en esa historia de amor con la esperanza de recoger alguna miga caída para saborearla como se saborea pellizcar clandestinamente un pan recién salido del horno. Pero entonces pensé en como había hecho ese otro para llegar hasta mi casa y dejar olvidada esa instantánea entre la ropa, como si se tratara de un terrible descuido, y el reconocimiento de mi misma letra, de mi mismo nombre y dirección asentados en el libro de un alejado y oscuro hotelito del Tigre. Y como me había reconocido la encargada, y como me recordaba. Y todo eso siendo extrañísimo para mí. Porque nada de todo lo que tenía frente a mí me resultaba conocido. La mujer me llevó hasta la cabañita. Era una construcción sencilla de material de techo plano con una ventana de dos hojas y una puerta de madera en el frente a la que la palabra cabañita le quedaba enorme. Junto a la construcción crecía un eucalipto que oscurecía el cielo con su follaje y perfumaba el ambiente. Abrió la puerta y sintió sonar el teléfono de la entrada. Se disculpó y volvió rápidamente sobre sus pasos. Ingresé al interior y encendí la luz. La cabaña, una habitación de hotel glorificada, tenía una cama de dos plazas, un pequeño ropero que con ojo de buen conocedor daté de comienzos de 1900 en bastante buen estado a pesar de su proximidad con el río y la humedad, dos mesitas de luz, un aparador cerca de la entrada sobre el que se hallaba un televisor de 14 pulgadas y un par de cuadros colgados en las paredes junto a un crucifijo. Sobre la pared opuesta a la entrada poseía el cuarto de baño, pequeño pero completamente funcional, y a su lado una pequeña ventana, un tragaluz sería mas adecuado decir. La mujer volvió casi de inmediato trayendo consigo las toallas. - ¡Se acordó de la luz! Me apuré por volver para encendérsela y explicarle. Todos los huéspedes se vuelven locos buscándola. Observé la llave de luz y comprendí lo que decía. No se hallaba al costado de la puerta sobre el lado accesible, sino que se hallaba sobre el lado abisagrado y estaba oculta por una de las maderas del aparador. ¿Cómo supe que se hallaba allí? Un escozor me recorrió el cuerpo y me estremecí. Yo había encendido la luz de esa habitación sin darme cuenta, como si supiera de antemano el lugar exacto de su ubicación. ¡Yo estuve en esa habitación! Me sostuve apoyándome contra la cama y llamé a la calma a todo mi cuerpo que temblaba como si una extraña electricidad me recorriera de arriba abajo. Pero en esta ocasión no se trataba de miedo. Era una rara emoción. Como descubrir algo sumamente importante, algo trascendental y fabuloso. Fue como aquella vez en que fui a tasar unos muebles para comprar a la casa de aquella señora mayor que había muerto. Había sido unos quince años atrás. La hija de esta mujer había acudido a mí para que la ayudara a deshacerse de “todas estas porquerías”. Entre todas las baratijas, incluidos muebles y ropa añosa y en un estado bastante penoso, hallé un delicadísimo y preciado juego de mesa y seis sillas invaluables de origen francés y de unos doscientos años de edad y un juego de té inglés de la época victoriana. La mujer no sabía lo que tenía entre manos. Disimulé mi entusiasmo y le ofrecí una suma irrisoria que ella aceptó de buen grado. Esa mesa, esas sillas y ese juego de té que luego vendí en sesenta y cinco mil dólares a un interesado de Nueva York fueron el hallazgo más trascendente de mi carrera. Pero no se comparaban con el hecho de saber que en algún lugar de mi saber y entender, existía un primitivo recuerdo acerca de la posición de una llave de luz. La mujer guardó las toallas en el aparador y me sonrió. - Espero que disfrute su estancia aquí. Ya arreglamos el problema que tuvimos la ultima vez que vino. - ¿Qué problema? interrogué extrañado. - Cuando tuvimos problemas con los termotanques. Me acuerdo bien de usted porque no se quejó por tener que bañarse con agua fría, pero los otros huéspedes pusieron el grito en el cielo. Así que quédese tranquilo que ahora dispone de mucho agua caliente. Se rió y dejó la habitación. Esa tarde me quedé dentro de mi cuarto. No quería salir. Encendí el televisor y recorrí los canales del cable zonal sin interés, sin prestarle atención a lo que veía. Intenté dormir un rato buscando que alguna imagen de esa otra experiencia que no recordaba me asaltara la mente y me permitiera conectarme con ese otro que aparentemente fui en ese verano caluroso. Creo que dormí por una hora, pero no soñé con nada. Frente a mí un abismo negro insondable e infinito me recibió. No existían colores, no existían sonidos. No existía nada de nada. En realidad, desde que tengo memoria, jamás guardé recuerdo de haber soñado con algo. Mis noches se limitaban a la ausencia de sensaciones, a descansar sin perderme en oníricos paisajes, en situaciones extraordinarias, limitado tan solo por mi imaginación. Intenté recordar lo olvidado pero fue inútil. Frustrado, adolorido, decidí que mis recuerdos no volverían en esa cama ni en ese televisor. Me metí en la ducha para tratar de calmar mi espíritu y sentí el agua deliciosamente caliente. Recordé lo dicho por la mujer y supuse que si podía experimentar nuevamente lo que quizás había vivido la otra vez que quizás había estado allí, quizás podría encontrar el viso de una respuesta. Demasiados quizás para resolver… Fui cerrando el grifo del agua caliente tratando de revivir la sensación de mi baño un par de días atrás, pero el contacto con el agua fría me sacudió. Apenas pude tolerarla por veinte segundos. ¿Por qué me sucedía eso? ¿Por qué de pronto tenía esas experiencias y luego desaparecían para siempre? Frustrado, enojado, confundido, adolorido en el alma y en mi espalda, otra vez esa molestia en la espalda, necesité abandonar esa habitación que no me llevaba a ningún lugar, que me detenía en la nada. Salí fuera y me dirigí a la entrada. Allí estaba mi auto. Tenía que subirme a él y volver a la capital y olvidar para siempre esta fantasía, este dolor constante de lo que no recordaba. Permanecer allí me estaba destrozando en la esperanza de aguardar una respuesta que no llegaba y que llegué a pensar que jamás llegaría. Me senté frente al volante y tuve deseos de llorar, de maldecir, de encender el motor del coche y abalanzarme por el muelle hasta caer al río y ahogar mis penas definitivamente. Necesitaba acallar este silencio atronador que me nacía del interior. Recordé entonces que llevaba ya dos días sin probar una copa de vino. ¿Y si era eso? ¿Si el alcohol que ahogaba mis frustraciones fuera el que necesitaba para llamar a esto que no sabía como se llamaba? Crucé la calle apeándome del auto y compré una botella de un vino de calidad inexistente en un almacén que tenía un antiguo mostrador de madera. Volvía al complejo de cabañas cuando vi el acceso para llegar al muelle. ¡El muelle! Tal vez era eso lo que necesitaba. Franquee la puerta y caminé hasta el borde. Era un muelle viejo de madera de unos quince metros de largo con una baranda y una escalerilla que se sumergía en el río. Llegué hasta el borde mismo y me senté con las piernas colgando hacia el río falsamente apacible. Me hubiera gustado arrojarme pero no sé nadar. Le tengo miedo al agua descontrolada desde aquella vez en que casi me ahogo en la playa de Mar de Ajó a los doce años en mi última vacación en la playa. Aún recuerdo esa sensación de ser chupado por el océano, de saber que moriría, que la suma de mis días y mis noches se cerraría esa jornada. Me rescató un oportuno turista que vio mi desesperación. ¿Por qué poseo ese recuerdo calado en los huesos y no puedo franquear mi mente a lo que supuestamente ocurrió en esta cabaña? El atardecer es hermoso en el río. Me hace acordar a una pintura de Turner que vi en uno de los libros que poseo en el local. Supongo que si viví alguna experiencia extraña, casi extracorpórea, este es el mejor lugar para hacerlo. Frente a mí se divisaba la otra costa del río con varios edificios de mediana altura y varios muelles similares hasta los que llegaban los pequeños botes de remos y alguna que otra embarcación con motor fuera de borda. Nunca imaginé tanto movimiento en esa zona del Delta aunque por la ubicación en la que se hallaban las cabañas, era predecible. Sentí el aire fresco y húmedo y cerré los ojos. No revivía ninguna experiencia. Solo lo hacía por placer. Fue la primera cosa que hice por verdadero placer en mucho tiempo. Entregarme y olvidarlo todo, dejar que el tiempo y la vida surcaran sin necesidad de correr, de preocuparme por cosas que no tenían importancia o que no importaban en ese momento. Sentí el leve sonido del río, el chapoteo de los remos de un bote sumergiéndose con rítmica frecuencia en el agua, el cantar de los pájaros, el golpeteo de las olas contra los pilotes del muelle, una bocina lejana, el acompasado golpeteo del motor de una lancha de paseo, la risa casi desaforada de una pareja desde el muelle al otro lado del canal, el sonido de los pájaros, el ladrido de un perro solitario… ¡Como me hubiera gustado perpetuar ese instante en que me confundía con el entorno, en que éramos uno solo! La voz fuerte, ruidosa y estridente me sobresaltó. Me volví rápidamente y vi a un muchacho de unos veinte años trotar hacia mí con los brazos abiertos. -¡¿Qué hacés pedazo de animal?! ¡Que gusto que hayas vuelto! ¡Creía que no iba a volver a saber nada de vos, perdido! Lo miré y por lo que él me devolvió con la mirada en mi rostro se reflejó el estupor y la sorpresa por ese trato tan cordial proveniente de alguien a quien yo creía desconocido y con tanta diferencia de edad. Quizás nos conocíamos de alguna transacción económica realizada en el pasado, pero estaba seguro que no era así. - Te acordás de mí, ¿no? Soy Gabriel, el que vive en la cabaña 7…Dale, no me digas que te olvidaste de mí… Se sentó a mi lado y me observó sonriendo. Había dejado la billetera en mi habitación bien guardada así que si simulaba para asaltarme no iba a tener tanta suerte. Busqué con la mirada algún objeto con el que me pudiera llegar a amenazar y aferré la botella por el pico para usarla como arma de defensa. -¡Que bueno que volviste! (me dijo palmeándome la espalda) Por acá nos preguntábamos si te íbamos a volver a ver alguna vez. -¿Se preguntaban? ¿Quiénes? - Todos los del grupo. Sus respuestas encerraban mas interrogantes que necesitaban aún mas respuestas. ¡Era surrealista! - Me agarraste volviendo de ensayar. ¿Vas a quedarte o vas a irte como la última vez? Todavía no enganchamos ningún violero como vos. Se que no tenés mucho tiempo, pero dejá un teléfono donde ubicarte… Observé lo que traía a la espalda y vi un estuche de guitarra. Traté de sobreponerme a la confusión y busqué un instante para calmarme. El muchacho no paraba de hablar y yo no lo escuchaba. Se sentó a mi lado a una distancia demasiado cercana para mi gusto y sacó la guitarra. Era clásica, hermosa, de color azul, con el diapasón en negro y el clavijero en dorado. La combinación que podría haber resultado chillona, resaltaba la belleza de la misma. Hasta podría venderse por un buen precio. Rasgueó algunas notas que sonaron cristalinas y agradables con una destreza sorprendente. Podría decir que al sentir la sonoridad, la suavidad de esa música, me asaltaron centenares de imágenes, de sensaciones en la boca, en la piel, en la punta de los dedos, en la planta de los pies. Que mis oídos recogieron las voces extrañas que yo clamaba por volver a recordar. Que reviví mi encuentro con él, con ese muelle, con esa cabaña, con todo lo que él me decía. Podría decir eso y mucho más. Podría pero sería una mentira. Lo que me contaba era para mí completamente increíble. Si yo había sido ese alguien, realmente estaba dudándolo cada vez con mayor certeza, no podría haberlo sido. Lo que recogí de la infinidad de palabras que surgieron de su boca era que yo había empuñado la guitarra alguna vez y había sabido como interpretar no solo notas aisladas, sino también toda una serie de ellas, un repertorio completo. Y era imposible, pues jamás aprendí a tocar ni ese ni otro instrumento. Gabriel me observó y supo que yo estaba desconcertado aunque hacía un esfuerzo supremo por no demostrarlo. - ¡No me jodas! No me digas que no te acordás de todo lo que hicimos… Supe que llegaba a un punto en el que no podría dar mas rodeos. Tenía que desnudarme ante él y decirle que no lo recordaba, que yo no era la persona de la que él hablaba, esa que sonaba tan extraordinaria y tan única. Y me odié por no serlo… Me odié por ser quien era y desee ser ese otro. Pero si necesitaba respuestas debía improvisar algo, debía simular alguna situación que permitiera que lo que vivía encajara con cierta comodidad. - Perdóneme…perdoname (corregí tratando de acortar la distancia generacional que me separaba de él) no sé como explicarme… tuve…tuve un accidente. Perdí parte de mi memoria a largo plazo y estoy tratando de recordar… Noté una sincera preocupación en su rostro y en su voz. -¡Uy! ¡No te puedo creer! ¿Cómo pasó? Inventé una historia con algunos baches que no me preocupé por rellenar para darle mas verosimilitud. Le dije que me había golpeado la cabeza en un accidente y había sufrido un hematoma que borró parte de mis recuerdos. - Y ahora estoy tratando de reordenarlo todo… - Me imagino… ¡Que drama! ¡Con razón no sabíamos nada de vos! Te fuiste y dijiste que ibas a volver en cuanto pudieras o ibas a llamar, pero no pasó nada y creímos que no querías saber nada más con nosotros… - ¿Nosotros? ¿Quiénes son “nosotros”? - Los de la banda, Julieta, el Sapo… pero esperá, si olvidaste todo, ¿Cómo viniste a parar acá? ¿Caíste de casualidad? ¡Sería una gran casualidad! Extraje entonces el motivo de mi búsqueda, el disparador de todo lo que estaba viviendo en esa cabaña, en ese muelle, en esos instantes con Gabriel…Saqué la fotografía y se la mostré. Por primera vez tuve la sensación que iba a empezar a reconstruir lo que había ocurrido. Gabriel la tomó entre sus manos y sonrió. - Vine por esto… - Ahora caigo…Yo habría vuelto de la muerte por esto… ¿Tenés un rato para ponerte al tanto? Al parecer el hombre había llegado bien temprano a la madrugada a la cabaña, en febrero justo cuando se rompieron los termotanques en el lugar. Era un día de calor extremo por lo que el agua fría más que una molestia era un alivio. El ocupante fue extremadamente comprensivo. No se molestó para nada con la falta de agua caliente y hasta intercedió con los demás pasajeros para hacer más llevadera la estadía. Por la mañana invitó a todos a un asado y eso fue suficiente para calmar las ansiedades diversas y fomentar la charla y la camaradería. Era un hombre simpático, exultante, que saboreaba cada instante como si fuera único. Luego del asado fomentó unas partidas de truco en las que se mostró inútil pero divertido y un par de juegos de Burato que lo mostraron imbatible. Tenía una personalidad encantadora y su ánimo era arrollador. Ese primer día, un viernes para ser mas exactos fue inolvidable para todos y ayudó a que la mujer dueña de las cabañas pudiera hacer los arreglos pertinentes sin mayores presiones. Por la noche improvisó una fogata donde Gabriel llevó su guitarra y amenizó la velada. Al otro día se levantó bien temprano y salió a correr. Corrió casi dos horas y luego se pegó un duchazo con agua helada. Por la tarde, consiguió un equipo de pesca y decidió que tenía ganas de probarse en el arte de la pesca. Se dirigió al muelle apenas pasado el mediodía y se tendió sobre las maderas mientras leía un libro y escuchaba la radio. Fue entonces que sucedió. Fue testigo de un accidente en una lancha que se volcó. Una chica cayó al río y fue arrastrada por la corriente junto a su perro. Sin pensar y sin medir en las consecuencias se arrojó al curso de agua y salvó a los dos ayudándolos a llegar hasta una lancha que se había acercado para socorrerlos. Dicen que fue un alarde de proeza y valentía, pues el río venía crecido y la correntada era fuerte. Nadó y nadó salvando a la chica y al can, un labrador al que sujetó por el collar. Los tres fueron subidos a bordo y al llegar al muelle mas cercano una multitud aplaudió la hazaña y llamó la atención sobre el citadino valiente que había sorprendido a todos con su coraje. El hombre llevó a la chica en andas hasta una ambulancia cercana y dicen que le dijo algo al oído. Luego volvió a su cabaña. La dueña del complejo le ofreció una merienda deliciosa y caliente compuesta por café, tostadas con mermelada de naranja casera, bizcochos y una copita de brandy añejo. Gabriel fue a verlo y por esa hazaña lo invitó a ir a presenciar la función del grupo que integraba a un pub esa misma noche. Aceptó de buen gusto el convite y a las once de la noche de ese sábado fue hasta el lugar. Se hallaba sobre una avenida y poseía un ambiente intimista a pesar de sus generosas dimensiones. Al llegar todos ya conocían de su hazaña y fue invitado sin pagar nada. En ese lugar conoció a Julieta, la cantante, el Sapo, quien atendía el bar y pasó una noche mágica en el lugar. Invitó a todos a varias rondas pagando de su bolsillo. Llegado el momento, cuando Gabriel preguntó si alguno se animaba a tocar la guitarra con él, alzó la mano y subió al escenario. Allí interpretó un par de temas clásicos y llegó a improvisar. La voz de Julieta sonaba y él inventaba sobre la marcha. Desde allí pudo verla entrar y destacarse entre la muchedumbre que bailaba sobre las sillas. Era exquisita, de rasgos delicados, con una larga cabellera negra cayéndole sobre el hombro. Vestía una minifalda negra, una blusa blanca de seda y zapatos de taco alto. Se veía muy distinta de unas horas atrás cuando peleaba por su vida contra la corriente. El hombre interpretó una balada triste y con la mirada se la dedicó. Cuando bajó del escenario fue hasta su mesa y le tomó la mano. Se volvieron inseparables desde esa noche. La muchacha se llamaba Fabiana. Gabriel contó que ella se enamoró perdidamente de ese hombre que le dijo que solo iba a estar allí un tiempo, que tendría que irse tarde o temprano, que no quería que se hiciera ilusiones pues iba a salir lastimada ya que él no podía prometerle nada. Y ella aceptó, pues decía que a veces una estrella brilla mas en un solo momento en el cielo que todas las otras a lo largo de toda su vida, y por eso era tan notable. Y si ellos debían ser esa estrella, lo serían. La mañana los descubrió en la misma cama. En los días siguientes pasearon por las islas del Delta y recorrieron la noche. El perro de ella llamado Bidú le hacía fiesta y se comportaba como si lo conociera de toda la vida. Fabiana vivía en el centro con su hermana y sus padres, estudiaba arquitectura y había dejado de practicar voley pues tiempo atrás se había quebrado un brazo. Tenía un grupo de amigas con el que se reunían todos los sábados y a pesar de vivir en el Tigre y de amar pasear en lancha, no sabía nadar. Le gustaban los perros, las películas románticas y los libros de poesía. Era una chica instruida con fuertes convicciones sociales y políticas. Tenía entre sus objetivos recibirse de arquitecta para poder llevar adelante un emprendimiento de casas de bajo presupuesto para paliar la falta de viviendas. Se quedaban despiertos todas las noches charlando y charlando y amanecían juntos cada jornada. Gabriel les tomó la fotografía el último día que el hombre estuvo allí con la cámara de la dueña de las cabañas. Fabiana tomó su lápiz de labios y ahogando un mar de lágrimas anotó en la parte de atrás “TIGRE. CAÑADAS. EL MEJOR FEBRERO DE MI VIDA, CUANDO ME ENAMORÉ DE VOS”. El le regaló un reloj y una cadena delicada para el cuello. Pasaron juntos ese último día en completo silencio, como si se estuvieran preparando para la ausencia. Por la mañana bien temprano, como había llegado, se fue y no volvieron a saber de él. Cuento esto en tercera persona pues me resulta imposible imaginar que yo haya sido el hombre digno de tanto mérito y de tantos elogios y proezas. Pero la fotografía en mi mano y mi propio cuerpo me dicen que esto pasó, que esto ocurrió hace dos meses. La noche se me hizo insoportable. Gabriel pasó todo este tiempo hablándome y contándome esta historia increíble. También me dijo que tenía el teléfono de Fabiana y que la iba a llamar si yo quería volver a verla. Y deseo verla. Deseo ver a la mujer de la fotografía que vio en esos ojos, esos otros ojos míos algo que yo ni siquiera sospeché. Le pedí que intercediera por mí, aduciendo problemas debido a mi supuesto accidente. No sabía como iba a reaccionar si llegaba a escucharla. Arregló un encuentro en el mismo pub, para esta misma tarde. Dijo que Fabiana rompió en llanto cuando supo que la buscaba y que era mentira lo de la estrella que brillaba en un solo instante. Que quería ser una estrella viviendo con la misma intensidad toda la vida. Que ese hombre del que se había enamorado la había hecho brillar como nadie. Me dijo que le contó de mi accidente y que yo necesitaba tomar las cosas con calma. Ella le respondió que iba a estar conmigo pase lo que pasare y que me iba a hacer recordar todos los momentos pasados con su cariño… Estoy en el auto ahora, el cielo está encapotado y amenaza lluvia pero no me importa. Aguardo fuera de ese pub donde dicen que cambié mi vida. Jamás me preparé tanto para un encuentro como ahora. Me tiemblan las manos, las piernas y siento que puedo desmayarme, pero esta vez es de felicidad. Quizás con ella pueda cambiar mi destino y poder ser feliz para siempre. O tan solo feliz… La lluvia se abatió sobre la zona con inusitada violencia. Volví en el auto hasta mi hogar casi por milagro. No podía ver nada. La lluvia fuera golpeando contra el parabrisas y mis propias lágrimas bañando mi rostro y mi cuello hicieron el camino peligroso y dolorosamente insoportable. En mi dormitorio, tendido sobre la cama siento el olor a vómito y no me importa. Volví a vomitar al llegar. Porque no pude hacerlo. No pude… La vi llegar y vi la hermosura hecha mujer. La fotografía no le hacía justicia. Era imposible no enamorarse… Vi a esa hermosa criatura llegar con sus botas, su jean azul, su campera de cuero y su cabello recogido a la espalda y supe que podía llegar a ser feliz con ella. ¿Y ella se había enamorado de mí? En la muñeca llevaba un delicado reloj bañado en oro que explicaba parte del dinero que había estado buscando. Iba a salir del auto cuando la vi bien. ¿Que iba a decirle? ¿Cómo podía presentarme? Y entonces lo supe. Y así como ese otro que alguna vez fui le salvó la vida en el río, el que soy ahora debe salvarla de este destino. Porque comprendo que ella no se enamoró de mí, sino de ese otro en ese momento fabuloso que viví y del cual no tengo memoria. Y no puedo encadenarla a este que soy yo, no puedo fingir ser quien no soy, no puedo amarla siendo como soy. Y sin bajarme del auto, sin verla siquiera, la abandoné y volví a mi casa. Me abatí sobre la cama llorando por mi cobardía y vomité la poca dignidad que me quedaba. No pude deshacerme de la fotografía. Necesito conservarla para recordar lo que pudo haber sido, como así conservo esa molestia en mi piel. Es un tatuaje con su inicial. Ahora que Gabriel me lo dijo, es como un hierro lacerante. Porque solo conservo los dolores de la pérdida. Quizás ese sea el precio a pagar. Conservar los dolores para que ese otro alimente los placeres. No me interesa vivir. No me interesa seguir con esta vida pusilánime y sin ambiciones, vegetando, avanzando hacia la inexistencia poco a poco. Tan solo espero ser digno haciendo feliz a Fabiana. No se si eso sucederá algún día. No se si volveré a ser el mismo. Porque ahora que conocí la otra cara de la moneda, el conocimiento me ha sumido en la desesperanza de mi presente. No soporto mi imagen en los espejos, no soporto mi propia voz en mi mente. ¿Ese otro tendría mi misma voz? No soporto este devenir y este constante transcurrir de los días y de los meses que me dicen que mi vida es un desperdicio. Busco todas las noches que ese otro llegue y me salve y por eso he decidido no suicidarme, que es lo único que me liberaría. Porque haciendo eso lo mataría a él también. Solo quiero dormir y hundirme en este abismo negro y sin fondo que me acoge cada noche y una vez dentro, perderme en la inmensidad de la nada, morir, para que ese otro que alguna vez pude haber sido, finalmente nazca. Y entonces quizás pueda empezar a vivir…
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