La noche de Harold Bell
Publicado en Jan 10, 2017
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 “He would lie in the bed and finally, with daylight, he would go to sleep. After all, he said to himself, it is probably only insomnia. Many must have it.”
Ernest Hemingway, A Clean Well Lighted Place
  
Y cuando vio, con cierto recelo, como el tren se alejaba, fue cuando supo que ya nada tendría sentido.
Harold se levantaba cada mañana a las siete y diez minutos y, casi de forma religiosa, comenzaba su rutina matutina.
A las siete y  quince minutos ya se había bañado, a las siete y veinte estaba cambiado, ocho menos cuarto se había afeitado y a las ocho en punto, con su café negro recién bebido, partía para la estación.
Con un pazo firme y constante, apoyando el taco rígidamente sobre el suelo, casi de forma mecánica, recorría el breve trecho entre el edificio y la estación.
Como todos los días, tenía el cambio preparado en su bolsillo derecho, exactamente uno con veinticinco, el cual lo entregaba, casi sin mediar palabra, con el boletero de la estación.
A las ocho y diez, con su boleto en mano y ubicado al lado del quinto banco a partir de la segunda escalera del andén, al igual que todos los días, esperaba el tren al igual que los antiguos paganos esperaban que el sol salga durante la noche. A las ocho y quince el tren ingresaba a la estación y él se sentaba en el asiento que daba contra la ventana, del lado izquierdo, de la octava fila, del tercer vagón.
Miraba por la ventana todo el camino, sin despegar su rubicunda cabeza, ni por un segundo, del camino que recorría el ferrocarril.
Cuando la locomotora comenzaba a aminorar la marcha, se levantaba y ejecutaba los nueve pasos necesarios para alcanzar la puerta. Al llegar daba un gran paso, para atravesar el espacio entre el vagón y el andén, aterrizando tal como lo hace un fruto cuando  cae del árbol, sobre el áspero y gastado concreto del andén.
Al igual que el tren llegaba a sus distintas paradas, casi con una memoria muscular, sus piernas transitaban el trayecto entre la estación de Louth y su oficina. Unos trecientos treinta y siete pasos para ser precisos, eran los que había calculado que le llevaba realizar dicho recorrido, cada día se aseguraba de que así fuese.
Entraba a las nueve menos siete por la puerta principal, tardando tres minutos en subir por las extensas escaleras, ciento sesenta y dos escalones eran los que lo separaban desde la planta baja hasta el séptimo piso del edificio. A las nueve cincuenta y seis su tarjeta de ingreso ya estaba marcada.
Un trabajo gris y monótono era el que le esperaba, al igual que el día anterior y el jornal que le seguía. Debía archivar más de mil ochocientas solicitudes de ingreso, de las cuales debería seleccionar las aptas y optar por cuarenta y dos de ellas para cubrir el cupo solicitado.
Parando solo para almorzar, en un breve periodo de quince minutos, de los cuales solo usaba nueve y tres eran para ir al baño, entre las trece y trece y quince horas, esperaba hasta las dieciséis cincuenta y siete para guardar sus austeras pertenencias, un cuaderno de anotaciones, una pluma y una carpeta con archivos, para estar preparado, a las diecisiete, y emprender su recorrido hacia su morada.
A las diecisiete cuarenta y ocho entraba en su hogar, dejaba sus pertenencias sobre un escritorio de roble, el cual daba a una ventana con vista a un patio interno, colgaba su saco en un perchero ubicado entre la puerta de entrada y un sillón de cuero maltratado, el cual apuntaba una chimenea cubierta por hollín desde tiempos inmemoriales y que nunca había sido usada por su inquilino.
A las veinte y media, la cena del día ya estaba lista, casi siempre el plato se repetía en determinado día de la semana a menos que sea un día festivo como navidad. Ese jueves, al igual que el jueves pasado y como el resto de los jueves de los últimos dos años, el plato era una porción de habas, acompañados con  fetas de tocino y huevo, en una salsa de tomate y ajo.
A las veintiuna horas, con el estómago lleno, se recostaba en la cama y al cabo de unos minutos, en los cuales controlaba que la ropa del próximo día este lista, así como también repasaba, de una manera sumamente acelerada y sistemática, las tareas a ejecutar el monótono día siguiente. Se dormía automáticamente, al igual que como un auto deja de funcionar cuando el conductor quita la llave.
Pero esa noche no fue igual que el resto, esa noche no transito el tiempo de manera normal, esa noche altero su razón de ser, alterando su más mínimo deseo de existencia.
Todo comenzó con un pliego de la sabana el cual le incomodaba, dicho pliego a la altura de las rodillas, impedía un rose uniforme entre la tela y la piel, evitando un sueño placentero. Lucho contra sus sabanas, las cuales se aferraban con vehemencia a mantener el statu quo y no dejarse modelar, cediendo en ciertas áreas y avanzando en otras, pero manteniendo las curvaturas propias de las superficies de algodón. A partir de esa lucha voraz contra sus sabanas, decidió que sería mejor rehacer el lecho y volver a recostarse, esta vez sin pliegues. Pero sus planes no dieron resultado alguno, al volver a acostarse, las sabanas se desdibujaron al igual que una ola cuando rompe contra la costa. Sin más remedio, decidió que sería mejor dormir sobre la cama hecha, pero una vez más, un nuevo impedimento lo privo del sueño. Esta vez el frio seria el factor que desequilibraría la ecuación la cual lo transportaría al reino de Morfeo. Sentía un frio propicio del invierno más crudo y cruel, en plena primavera. El frio le helaba los huesos, le tocaba el fondo del alma y resurgía a través de los poros; era una situación aún más desesperante que el pliegue de las sabanas. En ese momento tomo un par de mantas y se cubrió con ellas, pero al no estar de manera uniforme, y aun sintiendo frio, se las quito desesperadamente.
Fue en ese momento en que recordó la existencia de la chimenea, a la cual corrió desaforadamente, recobrando el calor acorde a la época del año. Frente al desconcierto en cuanto a las temperaturas de su tan estructurado cuerpo, decidió volver al lecho y recostarse una vez más, pero inevitablemente la situación se repitió; el frio seguía durmiendo en su cama.
Volvió hacia el living, en donde se decidió a prender la mugrienta y renegrida chimenea, a pesar de estar sintiendo hasta cierto calor interno. Busco carbón, fracasando en la empresa, porque al parecer el anterior residente lo había convertido en tizne. Decidió encender el fuego con unos papeles viejos, los cuales servirían de igual manera que el carbón para generar calor. Pero al tomar esa gran pila de viejos documentos burocráticos, ya sin otro uso que el de combustionar, la química fallo, como si por obra de un alquimista, el cual busca una forma inédita de crear oro, termina descubriendo súbitamente una sustancia que le quita la inflamabilidad al papel.
El papel no quería prender, parecía que carecía de su condición inflamable o que estaba embrujado; su mente no podía comprender lo que sucedía, así como su calma se iba despidiendo como quien saluda a su madre antes de emprender un largo viaje, lenta y dolorosamente. Renegado frente a ello, tomo una lata con kerosene y comenzó a verterlo sobre el papel, pero una vez más, fue inútil.
Desconcertado totalmente, decidió beber un poco para tener sueño, y así quedar dormido; tomo una botella de whisky irlandés, del cual no recordaba cuando la había adquirido, y sirvió la mitad de un vaso, tomo unos hielos, y comenzó a beber. Cuando se terminó el vaso no sintio el menor sueño alguno, por lo que decidió seguir tomando. Al cabo de lo que aproximadamente consideró una hora, ya se había tomado toda la botella y no había ni siquiera pestañado.
Al pararse, sintió que sus brazos así como sus piernas, estaban adormecidas, más bien en un sueño profundo; pero su mente, con gran envidia seguía aun despierta.
Creyó que la lectura sería el elemento que podría conseguir que se durmiese, en lo que tomo un libro de su paupérrima biblioteca, pobre en cuanto cantidad más nutrida en cuanto a calidad; retomando una vez más "La isla del tesoro", las aventuras ideadas por Stevenson sobre las hazañas del Capitán Flint y las desventuras de su tripulación, no lograron más que desvelarlo aún más.
Al terminar la primer parte del libro, noto que sería inútil seguir leyendo, por lo que tomo su almohada, y al volver de sus aposentos, se recostó sobre el liso, seco y frio suelo de azulejos, en donde pudo sentir la comodidad que desde hacía unas horas su cama le negaba y que la noche celosamente le impedía. Al cabo de unos minutos comenzó a sentir un adormecimiento cada vez más y más fuerte, de manera progresiva, ingresaba en el mundo de los sueños, en donde al fin podría descansar. Lentamente dejo de sentir y ahora solo podía ver; un infinito trazo se dibujaba ante sus ojos, pero era inalcanzable y cada esfuerzo que hacía para alcanzarlo, se difuminaba de forma más violenta.
Súbitamente se despertó, no entendía porque estaba en el suelo ni porque estaba en la cocina, tampoco explicaba por qué la chimenea estaba prendida y por qué tenía resaca. Al mirar al reloj sintió como su corazón se paralizaba, eran las ocho y aun no había hecho nada. Se vistió rápidamente y salió corriendo hacia la estación, esta vez sin marcar el paso ni contar la cantidad de pisadas; tampoco le importaba si tenía el cambio justo, se tanteo el bolsillo para verificar si tenía su billetera.
Al llegar a la estación vio cómo su tren pasaba y su vida también, en ese momento Harold se dio cuenta que no tenía sentido todo lo que había hecho hasta entonces y decidió volver a casa, después de todo, todavía tenía sueño.
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Foto del autor Rodrigo Ventura de Marco
Textos Publicados: 3
Miembro desde: Jan 10, 2017
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Descripción

El meticuloso y estructurado Harold Bell posee una vida rutinaria y montona, hasta que una noche altera su vida definitivamente mediante sucesos que no puede explicar.

Palabras Clave: Sueo

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



Comentarios (1)add comment
menos espacio | mas espacio

Daniel Florentino Lpez

Buen relato
Me gustó!
Un abrazo
Daniel
Responder
January 10, 2017
 

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