Buen rock añejo
Publicado en Jan 27, 2017
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
No acostumbro ir a fiestas: me aburren soberanamente. Pero esa vez acepté la invitación porque no tenía nada mejor que hacer. Mi intención era comer, intercambiar algunas frases con quienes estuvieran junto a mí y, cuando el murmullo y las carcajadas y el ruido empezaran a taladrar mis oídos, largarme lo más sigilosamente posible de aquel sitio. Entonces llegaron unos individuos en una antigua y destartalada camioneta, y descargaron de ella varias bocinas y los diferentes tambores y platillos de una batería, y también una guitarra eléctrica, y un atril y un sintetizador y dos micrófonos y metros y metros de cables. Eran tres hombres y una mujer de no menos de sesenta y cinco años, todos vestidos de negro. Mientras bebían tequila, brandy o cerveza, distribuyeron las bocinas en puntos estratégicos del patio aquel, ensamblaron las diferentes partes de la batería, conectaron la guitarra eléctrica al sintetizador, probaron los micrófonos y pusieron unos sucios papeles sobre el atril. A continuación, tomaron sus respectivas posiciones y comenzaron a tocar y cantar. Buen rock. Rock añejo: Elvis, Bill Haley, The Rolling Stones, Janis, The Doors... No con demasiada maestría, no con un gran talento, sí con pasión, con una pasión frenética, casi desesperada. El guitarrista rasgaba su instrumento al tiempo que su rostro se contraía bajo una andanada de tics nerviosos. El que aporreaba la batería era un hombre flaquísimo, con una gorra de cuero negro sobre la cabeza y un rostro afilado y enjuto que hacía recordar al viejo William Burroughs en su último año. El tercer sujeto no medía más de un metro sesenta de estatura. Llevaba puesta una boina negra, detrás de la cual sobresalía una cola de caballo gris. Cantaba con una voz ácida y rasposa, y con los ojos cerrados. La mujer también cantaba con un hilo de voz electrizante. Lucía una mascada que le cubría su evidente calvicie, y de tanto en tanto se la acomodaba para no dejar al descubierto sus grandes orejas de elefante. Aquellos cuatro lunáticos tocaron y cantaron buen rock añejo durante tres horas como si todavía fueran los jóvenes que habían sido hace más de cuarenta años. Aquellos cuatro lunáticos tocaron y cantaron buen rock añejo durante tres horas con tal frenesí, con tal pasión, que por unos instantes lograron ser nuevamente los jóvenes que fueron hace más de cuarenta años. De Ninguna señal, ningún indicio
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Lucy Reyes
Me agradó mucho leer esta poesía.
Felicitaciones