Petrita
Publicado en Feb 21, 2017
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
Se llamaba Petra, pero todos le decíamos Petrita. Era pequeña de estatura, morena y prognata. Durante muchos años había trabajado como enfermera en distintos hospitales del gobierno. Ahora estaba jubilada y vivía con su esposo y sus dos hijos varones en la planta baja del edificio dos. Cuando yo jugaba futbol y me raspaba o abría una rodilla (lo cual sucedía más seguido de lo que hubiera deseado), siempre acudía al llamado de mi abuela para curarme. Entonces subía lentamente las escaleras, jadeando, sofocada, hasta el quinto piso del edificio uno, donde mi madre, mi hermana y yo habíamos encontrado asilo después de la separación. Limpiaba la herida con agua y jabón. Luego le ponía agua oxigenada, le agregaba polvos de sulfiatazol y la cubría con una gaza. Todo lo hacía con sumo cuidado y destreza. Al cabo de dos o tres días regresaba, cambiaba la curación y pedía que me cuidara. Alguna vez la vi salir de su departamento a toda prisa, gritando, perseguida por su marido ebrio, que blandía un rifle como si hubiera estallado la revolución. Otro día, un 10 de mayo, en la mañana, nos la encontramos al pie de las escaleras. Íbamos de paseo. Ella lloraba, aullaba. ¿Qué pasó? Su hijo Pedro se había matado en un accidente de carretera. Yo hubiera querido decirle algo, algo, algo, pero no supe qué. De Ninguna señal, ningún indicio
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