Seor rbol
Publicado en Mar 09, 2017
Para los árboles estar solo se ha convertido algo natural. Nos pasamos la vida erguidos, casi inmóviles, callados y expectantes ante la llegada de algún nuevo ser. Para mí, a mis ciento cincuenta años de existencia, los humanos se han convertido en una obsesión. Son creaturas bastante curiosas. No son como las ardillas, que llegan, utilizan de mi tronco, viven aquí por un tiempo y se van. Se mueven mucho, pero no hablan. Sin embargo, los humanos, son parlanchines, dicharacheros, fascinantes y llenos de emociones. Aunque he visto pocos transitar por este bosque.Apenas unos años atrás me encontré con uno muy peculiar. Vi que llegaba por el lado norte. Venía corriendo, jugueteando y saltando por todos lados. Era bajito, con un rostro alegre y peinado alborotado. Llevaba un objeto en la mano y hacía un ruido con la boca. Cuando me vio, se detuvo. —¡Guau! Eres enorme. —me dijo mientras levantaba la cabeza y abría los ojos—, pareces un gran dinosaurio. Era la primera vez que alguien me hablaba directamente. Era un chiquillo, un pequeño humano muy simpático. Al mirarme, me sonrió. Nunca nadie me había sonreído... bueno, una vez un par de pájaros se mostraron muy alegres cuando lograron llegar a mis ramas en medio de una tormenta. Y en otra ocasión, unas vacas extraviadas se cubrieron del sol, bajó mi sombra. Por supuesto estaban contentas de haberme encontrado, pero era porque les había ayudado en una situación específica. No obstante, que se haya alegrado por el solo hecho de verme sin necesitar de mí, eso nunca me había pasado. Pero ahí estaba este niño, alegre y asombrado por mi tamaño. —¡Eres grandioso, señor Árbol! —me dijo fascinado. Rodeó mi tronco y me observó con detenimiento. De haber podido hablar le hubiera agradecido y lo hubiera invitado a ser mi amigo. Ese niño era encantador—. Mañana vendré a subirme en ti... ¿Puedo hacerlo, señor Árbol? Muy bien —dijo alegrándose—. Mañana nos veremos.Al día siguiente vino con esa misma sonrisa y alegría. Me saludó y me pidió permiso para trepar mis ramas. Si hubiera podido contestar le hubiera dicho que sí, aunque me preocupaba un poco, parecía muy pequeño y demasiado frágil para poder trepar. Todo el tiempo hablaba conmigo y me hacía parte de sus juegos. Una vez fui un barco pirata. En esa ocasión, navegamos por los siete mares para encontrar un tesoro que se escondía en la profundidad del océano. Después fui un gran dinosaurio en la selva de un mundo perdido. Viajamos por el mundo hasta que encontramos un paraíso donde nos quedamos a vivir. Fue maravilloso. Incluso fui una nave espacial llamada Arbore Máxima, ahí, puede salvarle la vida cuando lo recogí de un asteroide pues su anterior nave se había estrellado. Era el capitán Antuán, navegante espacial y héroe de la tierra. Nunca había viajado tanto y visto tantas cosas. Era genial jugar con él. Vino cada tarde durante casi un mes, y siempre jugábamos por largo rato hasta antes de la puesta de sol. Siempre cortés, siempre feliz... hasta el penúltimo día que lo vi. Aquella tarde de verano, que estaba cargada de nubes densas, apareció por donde siempre, al norte del bosque. Yo lo esperaba con ansia, como se espera a un amigo, pero al verlo, mi alma se partió en dos. De su rostro brotaban unas lágrimas llenas de tierra. No había sonrisa, y su alegría no lo acompañaba. Solo se acercó a mí, en silencio, hasta que estuvo a unos metros y se hecho a echó a correr a mi encuentro, después me abrazó.—Señor Árbol ¿Quieres ser mi papá? —me dijo mientras sollozaba. Quería contestarle que sí, que sería lo que él quisiera. No sabía que había pasado, pero sentía su alma. Ya no era el mismo, alguien le había destrozado su corazón. Su alegría se había perdido. Por un momento, y por primera vez en mi existencia, desee ser un humano para abrazarlo. Duró un rato pegado a mí, llorando inconsolable. Jamás me había sentido tan inútil hasta aquella vez. —Mi papá se fue, me dejó aquí. —Así fue como lo supe. No hubo más sonrisas ni juego en aquella tarde. El chiquillo, una vez que terminó de desahogarse, se sentó a mi lado y miró a la densidad de bosque. Pasó una hora, dos, tres y no dijo una palabra más. Se veía triste, sin vida. Yo odie a la humanidad en ese momento. Él estuvo así hasta el atardecer. Parecía que se había quedado dormido junto a mi tronco. Su cabello despeinado brillaba con la luz del sol que escapaba por el horizonte, sus brazos rodeaban sus rodillas y su rostro se ocultaba entre sus piernas. No parecía darse cuenta de lo tarde que era. Afortunadamente el cielo se había despejado y la luz de la luna empezaba a iluminar la negrura de la noche. Una suave brisa alborotaba un poco sus cabellos, mis hojas hacían sonar al viento mientras se colaba entre ellas. Todo parecía calmo, suspendido, un tanto taciturno. De pronto se levantó, limpio su rostro, sacudió su pantalón y se dispuso a marcharse. Solo se despidió de mí agitando su mano. No dijo una palabra más. Pensé en él toda la noche. Estaba demasiado angustiado que perdí algunas hojas en pleno verano. La noche se hizo larga y los segundos duraron más que los años que había vivido. La luna solo contemplaba la quietud de un bosque inerte. Amaneció y la luz traía consigo el recuerdo de un niño de cabello claro, ojo cafés y una sonrisa traviesa. Quería que pasara la mañana con rapidez. Era preciso saber cómo seguía Antuán. La tarde llegó pero él no aparecía. De nuevo se estaba poniendo el sol y, antes de que llegara la noche, el chiquillo aparecía entre los árboles. Estaba triste de nuevo, pero no lloraba. Venía caminando, con la cabeza gacha y las manos flojas sobre sus costados. —Hola señor Árbol. —me dijo apenas susurrando—. Vengo a despedirme. Nos vamos a la ciudad con mi tía. Mi mamá ha prometido que regresaríamos el próximo año. Me ha gustado vivir aquí, y más jugar contigo. Detrás de él apareció otra persona, una chica linda, más alta y cabello largo. Su mirada era profunda y tierna. Miraba a Antuán con amor y añoranza. Sonreía, pero su alma también estaba triste. —Mira, mamá, él es el señor Árbol. —le dijo a su madre mientras me señalaba a mí—. Es el mejor de mis amigos.—Un gusto conocerlo, señor Árbol, —me dijo cortésmente—, lamento que tengamos que irnos, pero es necesario dejar todo esto atrás. Antuán me abrazó y se fueron. Esperé un año pero no regresaron, ni ese año ni el siguiente. Años tras año lo esperé pero no llegaba. Con el tiempo traté de olvidarlo, pero no se puede olvidar a alguien que te hace sentir vivo. Con él, yo era alguien con vida, con voz, con alma. Al pasar los años vi muchos humanos pasar, ir y venir, pero nadie me hacía sentir vivo. Era yo un objeto del paisaje, un adorno más. Hasta que un día, vi de nuevo a chiquillo sonriente. Venía corriendo, jugueteando y saltando. Tenía el cabello alborotado, ojos claros y una sonrisa encantadora. Se acercó directo a mí y me sonrió. —¡Oh! en verdad es muy grande, papá. —dijo sorprendido. Detrás de él venía un hombre alto, con barba y un cabello muy corto. Se paró junto al niño mientras le acariciaba el cabello con ternura. Sonrió. —¡Hola, señor Árbol!
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