Tío Jesús
Publicado en Mar 10, 2017
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
Fue el menor de los hermanos de mi padre. Durante más de dos décadas se desempeñó como profesor de dibujo técnico en una secundaria de Cuajimalpa. También tomó un curso de radiología, lo que le permitió trabajar, por las tardes, en el consultorio del tío Sergio, su hermano, sacando radiografías de las muelas de los pacientes. Era tan flaco que sus hijos lo llamaban “Huesús”. Fue mi padrino de primera comunión (por ahí anda una foto en blanco y negro, en la que sale retratado conmigo –llevó un cirio en las manos- y con mis padres). Con el paso del tiempo se convirtió en jefe de un grupo de boys scouts que se reunía los sábados en un terreno baldío de la colonia Narvarte, muy cerca de donde vivía con su familia. Un día, cuando ya había transcurrido casi una década desde que aquellos boys scouts comenzaron a utilizar ese terreno para sus reuniones sabatinas, el dueño se apareció repentinamente y les pidió que no lo volvieran a ocupar. El tío Jesús decidió pelearlo por la vía legal, y la cosa se fue a juicio. Invirtió, en ese asunto, todo: tiempo, dinero y mucho, mucho esfuerzo, y todo para nada. El falló fue inapelable: la posesión de aquel terreno, donde el tío Jesús y su grupo de boys scouts practicaban la hechura de nudos con cuerdas, el levantamiento de tiendas de campaña y el encendido de fogatas, regresó legalmente a su dueño original. Entonces se puede decir que empezó su debacle. Renunció a su plaza en la secundaria de Cuajimalpa, y, con su esposa y sus hijos, siguió al tío Sergio a Monterrey. Ahí consiguió un empleo como vendedor de muebles en un negocio de un primo muy adinerado. Pronto se dio cuenta de que vender mesas de comedor, sillas, sofás no era lo suyo. Y una mañana ya no se levantó de la cama. Permanecía en ella noche y día, noche y día, viendo la televisión o leyendo periódicos atrasados. Apenas la abandonaba para ir al baño y beber agua, y de inmediato regresaba a ella y se metía entre las cobijas que ya olían a rancio. Fue presa de varios psiquiatras dementes y codiciosos. Lo único que sacó de su trato con esos hijos de Satanás fue gastarse los pocos ahorros que le quedaban y volverse adicto a ansiolíticos y somníferos. Cuando mi padre murió en Monterrey por circunstancias fortuitas que no voy a exponer aquí, se presentó en la funeraria. Ésa fue la última vez que lo vi. Caminaba como un anciano de noventa años y castañeteaba los dientes al hablar. Luego, sus hijos se vieron obligados a internarlo en un asilo porque una tarde, durante la canícula, golpeó a su esposa. Dicen que, de cuando en cuando, padecía ataques de furia incontenibles, atroces, por lo que debían amarrarle las manos y los pies a los barrotes de su cama de metal. Murió solo una mañana lluviosa, mientras los afanadores trapeaban el piso con cloro diluido en agua. De Ninguan señal, ningún indicio
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