Nostalgia
Publicado en Apr 06, 2017
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Hace bastante tiempo que no me siento libre. La última vez fue cuando vivía en el rancho de mis padres. En verano, llenábamos la pila de agua hasta el borde y nos refrescábamos durante toda la tarde después de cosechar algunos elotes para ponerlos a las brasas y comerlos hasta hartarnos de su rico sabor, dulce y lechoso. Aunque tuve una infancia difícil, durante el verano había momentos como esos que me sentían realmente dichosos. Sólo por esos instantes, llenos de diversión e independencia, valía la pena tanto trabajo. Durante el tiempo de escuela vivía en la ciudad, en una casa grande con techos altos, habitaciones amplias y muros gruesos hechos de adobe pero, al terminar, íbamos al rancho.Mi padre era un hombre formado a la antigua, con el trabajo duro como parte inseparable de su ser. Por eso, cuando llegaba el fin de las clases, nos llevaba, a mis hermanos y a mí, a San Agustín para ayudarlo en la siembra. San Agustín es un pequeño poblado donde mis abuelos paternos formaron un patrimonio y se hicieron de unas tierras para sembrar, y donde pasó mi padre gran parte de su vida.Los terrenos de mi padre están por el camino que lleva de San Lucas a San Agustín, casi llegando al poblado, pasando por el panteón de la comunidad que permanece en silencio, apacible, hasta que recibe a un nuevo inquilino. Hay que cruzar el arroyo, que en tiempo mejores llevaba agua, y que ahora solo lleva recuerdos. Ahí está la finca, a ambos lados del camino, donde se puede ver la extensión de un pequeño valle entre ambas comunidades. Ahí me perdía junto con mis hermanos, en ese paisaje que era de un color gris y naranja en invierno, y de verde y azul en el tiempo de aguas.  Pasábamos horas jugando y escapando de lo cotidiano del trabajo, aunque a veces el sol era agotador; caía a plomo sobre la tierra que empezaba a perder sus nutrientes y que, de a poco, se iba consumiendo por las temporadas de sequía.Era el antepenúltimo de diez hermanos y podría decirse que era uno de los consentidos. Mi papá siempre me trató de forma distinta al resto de mi familia, siendo un poco más flexible conmigo que con los otros. Me tenía mucha confianza y, de alguna forma, cuando crecimos, y mi papá murió, me hice cargo de la familia, del cuidado de mi madre y de mis hermanos. Siempre procuré por ellos. Estuve al pendiente de cada uno, ayudándolos en lo que pudiera con sus problemas, aun a pesar de los míos propios.Han pasado cerca de cuarenta años desde esos recuerdos, de los tiempos cuando aún la tierra daba algo de sus entrañas, pero ahora ya no da más que polvo y soledad. La tierra está muriendo, dejando en el olvido a un pueblo que durante décadas vivió de ella. Sus casas están casi abandonadas y sus mujeres solitarias. Ya no hay más bullicio ni fiestas patronales, hace años que todo ha muerto, dejando un pueblo desolado. Desde que mi padre murió, dejamos de ir a San Agustín, abandonando la siembra por completo. A partir de entonces, todo ha cambiado: la casa grande, donde vivíamos cuando visitábamos el pueblo, ha estado al cuidado de Don Efrén, que le da poco o nada de mantenimiento; las tierras están abandonas y ya nada crece de ellas. La gente se ha convertido en extraños.  Aun así, ahora que lo he perdido todo, lo  añoro y quiero regresar.Mi esposa me dejó hace años, mis hijos y nietos se fueron a vivir a otra ciudad y, hace unos meses, fui despedido de mi trabajo, cuando un joven me sustituyó. Afortunadamente tengo algo de ahorro para sobrevivir, pero el no hacer nada me estaba matado. Así que ahora voy de regreso a mi pueblo, para encontrarme de frente con mi futuro y terminar mis días con calma, alejado de la urbe y la indiferencia. Por lo menos allá no hay gente a la que ignorar. En la ciudad, vivía en una pequeña casa en medio de un fraccionamiento, con varios vecinos, que nunca conocí en todo los años que viví ahí.Voy llegando al entronque, donde se puede ver la entrada a San Lucas, el hermano mayor de nuestro pueblo. Hay que atravesarlo para llegar a mi pequeño rancho. Allí ya me espera Don Efrén, un amigo de la infancia y que ahora es quien está al frente de la casa de mis padres.—¡Buenas tardes, Don Pancho! ¡Bienvenido a la soledad! —me dice en tono de broma una vez que me bajé del autobús—. Ya era hora que regresara.Cruzamos a pie todo el pueblo de San Lucas, bajo la mirada inquisitoria de los vecinos. Se asoman a ver quién va llegando a esos lugares. En las esquinas de las calles se puede ver a un montón de señores que salen a platicar para pasar el rato sin hastiarse de la vida o, por lo menos, intentando distraerse mientras el tiempo pasa.Apenas pasamos la última calle, se puede ver el valle enorme que hay de distancia entre un pueblo y el otro. El viento hace alboroto cuando pasamos por el camino levantando montones de polvo. El suelo es duro, árido y con una capa fina de tierra suelta que lo cubre todo. A la mitad del camino se puede ver una pequeña arboleda que muestra el camino al campo santo, donde quizás sea mi última morada. Después, llegamos a las tierras de mi padre, que ahora son mías, aunque no sirven de nada; Están pelonas y resecas, y ni un triste árbol de mezquite las adorna. La pila de agua está repleta de basura y el arroyo casi desaparece, solo queda un sendero que es marcado en tiempo de lluvia.Cuando llego a la casona, la nostalgia me azota en la cara. Es tal cual la recuerdo, solo que en pequeño. Ahora no se me hace tan grande.—Bueno, Don Pancho, aquí le dejo la llave. Todo lo que hay dentro es suyo —me dice Don Efrén. Qué par de viejos somos, aunque él se ve más acabado que yo.Los días pasan, uno tras otro, cansados como mi andar. Van lentos, pues en un lugar así todo está en calma. No hay nada que hacer, salvo ir caminado despacito a morirse. Trato de ordenar lo que hay en la casa, pero al paso de unas horas ya he terminado de acomodar lo que había. Ya le he dado un par de vueltas al pueblo y la gente empieza a reconocerme. De vez en cuando alguien se acuerda de mí y sale al paso a saludarme.No soy tan viejo, pero aquí parece que todos somos unos ancianos. Ya no hay sacerdote en la capellanía, y solo viene los domingos a las siete de la tarde a oficiar misa, y es ahí donde los veinte o treinta vecinos del pueblo se pueden ver juntos.  Todos me saludan y me dan la bienvenida, pero nadie sabe porque es que regresé a ese olvidado lugar… ni yo lo sé bien. A veces me invitan a cenar en una casa u otra, para que les cuente de la ciudad, de la novedades que hay. Alguno que otro pierde el miedo y trata de saciar su curiosidad.—Oiga Don Pacho ¿Para qué regresó?—Para morirme —les contesto.Pasan los días y cada vez veo más difícil morirme, soy quien se ve mejor en todo este pueblo, salvo algunos niños que aún siguen aquí. Es curioso cómo es que todavía hay niños, pues los adultos cada vez son menos. El otro día uno de ellos se acercó muy simpáticamente para platicar mientras tomaba el fresco afuera de mi casa.—Cuando sea grande yo quiero viajar por el mundo —me dijo—. Quiero ser piloto y visitar varios lugares. Nadie me cree que lo haré, pero es mi sueño. ¿Usted tuvo un sueño alguna vez?Yo no supe que contestar, salvo… salvo aquél que había olvidado desde hace mucho tiempo y que ahora llegaba como flecha disparado a mi cabeza y que me abría los ojos:—Quería ser escritor —le dije—, aun quiero.
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Foto del autor Raúl Véliz
Textos Publicados: 20
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Descripción

De regreso a supueblo

Palabras Clave: Pueblo rancho viejo

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



Comentarios (3)add comment
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José Orero De Julián

Es cierto. Yo también tengo muchos recuerdos de mi padre u me gusta acordarme de él porque parte muy importante de mi vida. Un abrazo también amistoso para ti.
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April 07, 2017
 

José Orero De Julián

Rememorar tiempos para sentirnos de verdad. Leo tu texto y siento esa sensación de sentir a un ser humano que se convierte en una gran verdad. Un abrazo amistoso.
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April 06, 2017
 

Ral Vliz

Gracias. Un abrazo para ti también. Está basado en los recuerdos de mi padre. Que bueno que provocó algo en ti.
Responder
April 06, 2017

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