EL BALN
Publicado en May 08, 2017
Cuando era pequeño le pedía con ahínco a los “Santos Reyes” un balón de fútbol, pero ellos, dale que dale, me dejaban en una esquina de la casa una pistola con todo y sus cartuchos de pólvora. En realidad, yo quería el balón para asegurar de que no hubiera ninguna posibilidad de ir a la banca, pues al no ser uno de los mejores jugadores en las pachanquitas que se hacían en las calles, yo podría ser reserva. Un par de años pasaron hasta que los “Santos Reyes” escucharon mis suplicas. Una mañana me levanté con la sorpresa: por fin al lado de mi catre apareció la seguridad de que no iba a enfriar con mis nalgas la banqueta, esperando que uno de mis compañeros sufriera una herida. Esa alegría se perdería esa misma noche cuando la uña de mi dedo gordo quedó estampada sobre la calle de terracería y el balón fue a parar directamente a las ramas secas de un limón que habían tirado al río del Camarón. No recuerdo si lloré por el dolor o porque mi más preciado regalo que me “trajeron” Melchor, Gaspar y Baltasar, se había ponchado. En mi último deseo del seis de enero de nuevo recibí una pistola que, seguramente, la tiré o la perdí en cualquier rincón del barrio, pues prefería ir a entrenar a la cancha con un maestro de Educación Física que llevaba un par de balones de cuero que yo jamás había visto. A uno de ellos le eché el ojo para que la patearan los pies de los pachangueros de fútbol de la calle. El robo (mi único robo. Lo juro, no con palabra de político, sino con la mía) lo planeé con dos de mis compañeros: en el entrenamiento yo patearía intencionalmente el balón hacia una barranca llena de arbustos en donde estaban escondidos mis colegas que recogerían el "preciado hurto". El plan resultó tan perfecto que con todo y maestro buscándolo, nunca se encontró ese balón con el que jugamos en diferentes calles varios meses. Como yo era uno de los dueños del balón robado, ya no enfrié la banqueta, sin embargo los que elegían a los jugadores nunca me pusieron de defensa, medio o delantero, sino que me enviaban a la portería, aunque no fuera el gordito del grupo. Eran tantas las raspadas de las nalgas, rodillas y codos, que con ellas supe que la mejor medicina era el limón que me hacía relinchar y brincar como un caballo cuando mi padre me curaba las heridas. Con el pasar del tiempo, yo olvidé los balones de fútbol por los libros de secundaria, de prepa y de universidad, mi padre vendió una pistola de verdad con la que defendió de los invasores un terreno que había heredado de mis abuelos, el cual remató para que dos de mis hermanos llegaran a ser maestros y yo arquitecto hasta que también me volví un Baltasar que le traía a mi hija una pelota de plástico con la que me ponía a jugar con ella en las madrugadas como yo jugaba con mis amigos. Los que me ayudaron a robar el balón ya murieron, uno de ellos de cirrosis y el otro lo asesinaron. Dicen los chismes de la calle, que se volvió extorsionador y secuestrador…
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Cristian Ismael Martnez Nieto
Mara Vallejo D.-
Se pasea la mente por entre polvaredas o pedazos de grama arrancadas con el borde de los tenis . .solían mis hermanos hacerlo...
Bien por esa parte de tu libro, imagino lo demás . . .
Buenas letras.