Un tramo de banqueta muy corto y angosto
Publicado en May 12, 2017
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
A un costado de aquella avenida había un tramo de banqueta muy corto, de unos cincuenta metros de largo, y tan angosto que por él no podían caminar, al mismo tiempo, dos personas en sentidos contrarios. Así pues, si una venía de norte a sur y otra de sur a norte, una de las dos necesariamente debía bajarse al arroyo vehicular para dejar pasar a la otra, y luego volver a subir de inmediato a la banqueta para evitar ser arrollado por uno de los automóviles o camiones que circulaban por ahí. La noche era fría y húmeda. Un hombre, enfundado en un abrigo negro y con una bufanda gris al cuello, ingresó, de norte a sur, en aquel tramo de banqueta. Comenzó a llover. El hombre alzó la cabeza y, a través de la luz parpadeante de una de las luminarias del alumbrado público, observó cómo las gotas de lluvia caían sobre él y su entorno como finas y punzantes agujas hipodérmicas. A continuación, avanzó. En ese momento, otro hombre posó sus pies en el mismo tramo de banqueta, pero de sur a norte, mientras intentaba abrir, con cierto apremio, un enorme paraguas. Una vez que lo consiguió y se guareció debajo de él, reemprendió la marcha. Pronto, ambos confluyeron, frente a frente, a la mitad de aquella breve vía peatonal. A escasos centímetros uno del otro, ambos se miraron a los ojos. La lluvia arreció. Es posible que, por un instante, cada uno tuviera la intención de cederle el paso al otro, y aun emprendiera algún movimiento con las piernas para bajarse al arroyo vehicular. Sin embargo, a final de cuentas, ninguno de los dos lo concluyó. Sin quitarse la vista de encima, como dos vaqueros a punto de batirse a duelo en la calle principal de un miserable y polvoriento pueblo del Viejo Oeste, permanecieron estáticos en sus respectivos lugares, convencidos de que su fortaleza moral y psíquica vencería al otro. Su actitud no estaba permeada por el odio ni mucho menos por el desprecio, sino por una autoconfianza que crecía y se consolidaba conforme transcurrían los segundos, los minutos. Los demás peatones que transitaban, en ambos sentidos, por aquel tramo de banqueta, se bajaban cuidadosamente al arroyo vehicular para esquivarlos, pasaban junto a ellos y, antes de subirse de nuevo y proseguir su camino, los volteaban a ver con una mueca de incredulidad y burla, unos, y de enojo y desdén, otros. Empapado, el hombre del abrigo negro y la bufanda gris al cuello constantemente se quitaba con una mano el agua de los ojos para continuar viendo con claridad a su rival. Por su parte, el hombre del paraguas, inmaculadamente seco de la cintura para arriba, apenas pestañeaba. Así, a la mitad de aquel tramo de banqueta y bajo una lluvia que al cabo de un rato devino en tormenta, aquellos hombres enaltecieron la tenacidad y la perseverancia humanas, hasta que, atraído por la punta metálica del paraguas, un rayo los fulminó.
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