Fulgencio y su bigote hijo de perra.
Publicado en May 22, 2017
La barbería estaba hasta el tope, en unas horas habría desfile del veinte de noviembre; corría el año de 1970.
Todo el día se la pasó pensando, como se cortaría el pelo y el bigote. Ahora, sentado en la silla del peluquero, agitaba su vista observando las muestras de fotografías enmarcadas sobre las paredes, gobernadas generalmente, por imágenes de héroes de la revolución mexicana o expresidentes nacionales: refinados bigotes ingleses, o los revolucionarios pelos ligeramente sobre el labio de Zapata, un poco más toscos y más oriundos. Carirredondo y rubicundo, rosaba los sesenta años, ninguna cana se pintaba sobre la melena negra de greñas grifas y resecas. Soltero por gracia de la fealdad, aún a su edad mantenía la nostálgica vanidad del joven seductor, empoderado por intentar un nuevo look, que, quizá, le ayudara a copular antes de perder la circulación fálica, que era ya algo evidente de ver en la parábola de sus esporádicas erecciones matutinas. La capa de corte cubrió a Fulgencio antes de resolverse, el barbero saca de su bata una navaja y con la otra mano, unas tijeras cromadas, las sostiene en el aire, se pausa un segundo y pregunta. – Fulgencio, y ahora ¿Cómo quieres el corte? – Estaba pensando en algo diferente. – Claro, como siempre hombre, anda dime, que hay muchos caballeros esperando y ahora el chalan no vino. Mira que barbas tan desarregladas. – Tu qué me recomiendas…mi pelucas. Así le decían, “el pelucas”, porqué él era el único barbero del pueblo, y era sometido por un miedo irracional que le impidió por muchos años cortarse él mismo el pelo, tampoco confiaba en las mujeres del lugar, que para lo único que sabían usar las tijeras era para cortarle las alas a las gallinas y a los cúcunos. Pero en el fondo le dolía el mote, porqué le recordaba lo cobarde que era, y al mismo tiempo la idea irónica de un barbero greñudo le lastimaba hasta los pelos. Era un secreto a voces, pero esta era la primera vez que Fulgencio se lo decían en la cara. – ¿Quieres algo distinto, verdad Fulgencio? Déjalo en mis manos, creo saber que corte te vendría bien. – Entonces adelante, mi pelucas. El pelucas buscó con malicia cobrar la afrenta de escuchar ese apodo lanzado por un don nadie, que había vivido hasta entonces de las sobras de una herencia repartida entre cuatro hermanos, – el greñas también vivía solo, pero él no era un mantenido, y aunque también era soltero, por lo menos sabía leer, no como el analfabeta de Fulgencio– lo que más le dolió fueron las risas borrascosas de algunos alumnos que esperaban un corte de pelo. El pelucas, aprendió a leer ya de grande, con la ayuda del maestro del pueblo que le mostró, usando los periódicos las vocales y las consonantes, por eso al paso del tiempo, se agilizó su lectura y también su conocimiento sobre las noticias más generales, que comentaba con su clientela de vez en vez. Inició el ataque con las tijeras, después la espuma, la navaja también entró en acción sobre la cabeza de Fulgencio, todo sucedió de espaldas al espejo, afeito la barba, suavizo la navaja en el asentador de cuero, el bigote comienza a tomar forma, seca la piel con una toalla, aplica alcohol y el toque final lo da con una brocha con olor a talco. Gira la silla, Fulgencio se mira y esboza una sonrisa satisfecha, le ha gustado la obra de arte. Los muchachos que esperan su turno lo miran con extrañeza. El pelucas sabe que es un chiste fino que anda sobre dos pies. Fulgencio paga gustoso y sale del local. Baja las tres escaleras de piedra del negocio, se encuentra de frente con el maestro de pueblo. – Buenos días profesor– dice Fulgencio sonriente. – Buenos días Fulge…–el profesor se quita el sombrero para saludar y en el acto se pasma, achica los ojos pues no da veracidad a lo que ve, sigue a Fulgencio con la mirada más absorta. Fulgencio camina con la seguridad y altanería de un capataz. Da un par de vueltas al quiosco, después da un par de vueltas a la plaza de los sábados infestada de puestos de nopales, frijoles, tepache, macetas y otros artículos afines. La gente se ríe de él, no con él, Fulgencio nunca fue dueño de la belleza –esta vez tampoco- por eso aceptó las sonrisas como clarines amistosos. Se detiene, contempla la pasada del desfile, no sabe que se festeja, pero le gusta el confeti y las acrobacias de los jóvenes de la prepa, también le goza mirar las pantorrillas de las adolescentes que bailan con vergüenza en las tablas rítmicas. Pasadas las dos de la tarde, se topa con el cura del pueblo, antes de que éste note la presencia de Fulgencio, él ya le ha tomado la mano para besársela. – Que Dios esté contigo hijo mío- dice el cura antes de que su oveja levanté la cara sumisa, al verlo de frente, le arrebata la mano con violencia de las fauces. Se persigna con rapidez, antes de intoxicarse con aquella forma. – ¿Fue el pelucas, verdad? –no es que el cura conozca a su grey como la palma de su mano, sino, como ya dijimos, era el único barbero. – ¿Qué, lo del pelo? Si, ¿Por qué? –pregunta Fulgencio, mientras se acaricia la nuca recién rapada. – Mira mijo, hay cosas que están fuera del entendimiento cristiano, la maldad pura, por ejemplo. Te me vas volando con el pelucas, dile que te mandé yo para que te arreglara, y que pase después al curato para echar una platicadita con él. Fulgencio, intentó besarle la mano de nuevo, pero el cura lo rechazó. En el periplo a la peluquería, le volvieron a llover las miradas del pueblo, las sonrisas brillantes de las mujeres eran como pétalos de flores que alfombraban sus pasos; caminaba más erguido que de costumbre, hasta parecía más alto, en ocasiones las miradas súbitas lo llegaron a confundir con un turista, de no haber sido por la ropas típicas, y por los “buenos días seño” que repartía entre las tenderas de los diferentes puestos con los que se cruzaba, la gente lo hubiera dado por extranjero. Estaba a dos calles de llegar a la barbería, cuando se encontró con el otro único intelectual del pueblo capaz de entender el chiste que el pelucas dibujó sobre la cara de Fulgencio, era Isaac Fontes, el dueño por tradición de la botica. Isaac Fontes, emigró al pueblo junto con su botica, después de que la muerte de su padre ocurriera en la capital hace unos cuatro años, con la intención de hacer lo inasequible: arrancarse de las entrañas el pasado. Él y su padre llegaron a México en un barco en el año de 1939, después de ser rechazado su arribo en Cuba, y bueno, la madre de Isaac, fue parte de a una lista de once millones que nunca regresaron a casa. La profesión de boticario la aprendió del padre, y el idioma español de una vieja nana mexicana que se dedicaba a la casa, mientras su padre atendía la tienda. Cuando Isaac llegó a México en 1939, apenas tenía dos años de edad, por eso mamó la profesión y el idioma con la misma facilidad que con la que aprendió a jugar. – Buenos días doctor – dice Fulgencio. – Buenos, Fulgencio– con voz trémula, y mirada como con la que se contempla la estatua de un dictador. – ¿A dónde caminas? – Antes de que pudiera decir nada– ¿Sabes qué quedaría perfecto con ese corte? Unos aceites y una loción estupenda que tengo en la farmacia. – Lo que pasa es que el cura me mando a… – ¿A una diligencia?, no digas idioteces y vente ándale. Fulgencio fue arrastrado por el carisma que impone cualquier icono de cultura local, imposibilitado para poder decir “no”. Las calles que conducían a la botica eran solas, y frías, había que intentar no pisar los resquicios entre las piedras para no enlodarse los zapatos –había llovido por la madrugada-, Isaac guiaba el camino conocido, y volteaba con frecuencia para asegurarse que su dubitativo invitado aún le seguía el paso. Entraron al local por una pequeña puerta contigua, y por un pasillo bordearon la tienda y terminaron en una sala angosta, rodeada de pinturas de hombres barbones, y candelabros exóticos de siete velas. – Ándale, Fulgencio siéntate. Isaac no podía quitarle la mirada de encima, era como si tuviera en su sala al dueño de aquella calamidad que fue su vida, siempre viviendo en la nostalgia de la madre ausente, del exilio obligatorio de su familia, de su separación, y de su dolor. Allí estaba sentado ese maldito, enmascarado en una sonrisa irónica y con otra ropa, pero, ese símbolo sobre su labio no podía evocar algo diferente al odio. El doctor salió de la sala en dirección a la farmacia. Si lo envenenaba… ¿Quién podría darse cuenta?, regresó, después de un extraño largo rato con un vaso con agua roja, parecía de fresa, y con dos frascos pequeños, un aceite y una loción. Fulgencio miraba un periódico, que tomó por aburrimiento, de entre una columna gigantesca de papeles que estaban al lado del sillón. – Mire, mi Doc., este señor tiene el bigote y el corte igual al que me hizo el pelucas, quién sabe qué será, pero parece rete importante. – ¿No sabes quién es? – No, yo ni sé leer. – ¿Sabes dónde está Europa? – Mmm ni piensos, yo nunca he ido a ese rancho. El doctor arrojó el agua con cianuro de potasio en una maseta, y se acomodó por un lado de Fulgencio. Platicaron largo y tendido, en lo que fue una catedra de historia exprés, arrojando sin tapujos a la mente de Fulgencio, las escenas más crueles y sádicas de aquel evento, el hombre sencillo, no entendió del todo, pero lo que comprendió lo puso pálido como un plato de porcelana. Terminó asqueado del mundo, del mal, y de su corte de pelo y bigote. Isaac le ofreció navajas y jabón, lo invitó a pasar a su baño a rasurarse, y así lo hizo. Ahora sin la sombra de aquel símbolo gobernando la cara de Fulgencio, se despidieron en la puerta, como dos buenos hermanos, se sintieron víctimas del mismo mal. Fulgencio se alejó, con la mirada clavada en el suelo, aún asqueado por aquellas imágenes, por aquel demonio hecho hombre, sintió un odio intenso. Isaac, cerró la puerta de la calle, pensando en lo trágico de su mundo, y en cómo sería su vida si aquella escoria nunca hubiera existido, sintió rencor. Esa madrugada, las campanadas iracundas de la iglesia despertaron a todos en el pueblo, los gallos aún no cantaban, fueron los hombres los primeros en quitar las trabas de las puertas y asomarse a la calle. A media colina, una abominable nube negra, se apoderaba de un cielo casi oscuro, brillaban de rojo lumbre los ojos de los espectadores, era inútil pretender apagar aquel fuego, sólo quedaba contemplarlo. Algún mocoso que salió escurridizo, a ver la escena, le preguntó a su padre. – ¿Qué es eso qué se quema a lo lejos tata? – Es la barbería hijo. Váyase pa´ dentro.
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