Crecí en un barrio pobre sin caligrafías,
sin souvenirs y sólo una estación de buses.
Eramos mis hermanos y yo figuritas:
Personitas o personajes fantasiosos.
Jugábamos en nuestras simples apariencias
mientras la miseria nos apretujaba.
Amarizábamos en nuestros ojos exóticos:
Eramos tres diminutos pilluelos de paseo.
Subíamos los cerros altamente estimulantes
para mirar las vías de los cipreses.
Corríamos en los puentes metálicos
pisando sus cunetas cuneiformes.
A la vuelta estaba el sórdido andurrial
del que salíamos dando risotadas.
Jugábamos a la semana y a la ere,
a la Víbora de la Mar y al ahorcado.
El calor se estacionaba en mi chaleco.
Rebasábamos la baba de las piedras
y entrabamos por los sótanos a los edificios...
A veces desvalijabamos bananos
envueltos en su fina forma verde.
Gritábamos a pleno pulmón y sin ética
entre los frutales afortunados.
En el colegio nos vapuleaba la maestra
si no nos corregía nuestro representante.
Aquellos eran tiempos de austeras trompadas
en que desconocíamos las panquecas.
Sólo recuerdo de él las cosas buenas
y los anuncios fatídicos que daba el milagrero,
ya para este momento, occiso y olvidado.