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Publicado en Aug 15, 2017
En una de las ventanas exteriores, en el nivel más bajo de la nave, Laurean observaba el firmamento. Cuando era niña le parecía tan vasto, tan brillante, tan lejano. Tan eterno, inalcanzable. Hoy, habiendo llegado más lejos de lo que jamás soñó, le parecía tan aburrido, tenue, de un brillo pálido y desganado. Lejos quedó aquel recuerdo de un cielo estrellado. Ahora que ya lo había alcanzado, no se veían más que un par de solitarias estrellas.
Un grito la distrajo de sus pensamientos. Eso, y el ruido anterior a este que, si bien percibió, no fue suficiente para arrancarla de lo profundo de su mente. Un estruendo, un grito y un empujón si lo fueron. Entre el caos, logró concentrarse en las palabras del soldado; debía dirigirse al refugio militar primario, designado para personal de alto cargo. Éste se encontraba en las profundidades de la nave, muy dejos de aquel extremo punto en el que ella se encontraba. Sería un largo camino. Poco a poco comenzó a percatar la magnitud de lo que ocurría. Fuertes temblores le hacían tambalear mientras caminaba, y más de una vez se pudo sentir flotar por un momento, en ese espacio tan inhóspito, tan ajeno. Agradeció no usar esos tacos acordes a un cargo como el suyo. Incluso rangos menores, los usaban cotidianamente. Afortunadamente, pensó, ésta no era su nave, y no debía vestir su uniforme sino para asuntos oficiales. Como el día anterior. Mientras más se acercaba al refugio, más evidente se hacía todo. El ruido de las explosiones se sucedía de calor y, en ocasiones, cañerías explotaban liberando vapor a altas temperaturas. A pesar de lo grave que parecía la situación, Laurean estaba tranquila. Conocía bien a la tripulación. Y conocía muy bien a su capitán. Sabía cuán competentes eran, y su largo historial de victorias. Ella misma era una de ellas, pensó… Además, esta no era cualquier nave, sino una de las más importantes ciudadelas de la flota. La vida de miles, civiles y militares, estaban en manos de esa pequeña pero experimentada tripulación, ubicada en lo más alto de la nave, en la torreta de control mejor equipada que había visto en su vida. Pensó en el capitán, en cómo él también estaba muy bien equipado… Un nuevo temblor la distrajo, y esta vez la encontró en un ascensor, que se detuvo con el impacto. Por un momento pensó lo peor, pero al instante se puso nuevamente en marcha, dándole seguridad y sintiéndose tonta de tan solo haber dudado. “Cómo estarán los otros”, llegó a pensar sonriendo sarcásticamente. El refugio era un amplio salón de uso excepcional. Contaba con literas, comedores y baños, y también con una enfermería a la que periódicamente iban llegando heridos por la batalla. Camino al refugio, Laurean fue sobrepasada por unos heridos y pudo ver, claramente, que no eran de gravedad, cosa que la relajó aún más. Al llegar, sólo quiso sentarse y descansar. Estuvo largo rato contemplado su situación, y su existencia. Se encontraba en una nave, una ciudad, un país, en la práctica, ajeno. Extrañaba los pasillos, salones, parques, estrellas de la suya propia. Se sentía desconectada de un caos que no era suyo. Sin duda algo de impotencia sentía, acostumbrada a estar al mando en cualquier eventualidad en su nave, en su vida. Los sucesivos temblores, y el ocasional herido, le hacían pensar en su propia fragilidad, y en ocasiones en que tuvo que superarla, o ignorarla, por defender a los suyos en situaciones similares. Hasta sintió cierto alivio de poder, por una vez, abrazar su propia fragilidad, y dejarse proteger. No cualquiera la protegía, además. Su vida estaba en manos de un muy bien equipado capitán. Una explosión que cualquiera anterior –y que cualquiera que había escuchado en su vida, en realidad- sacudió toda la nave, sacándola nuevamente de sus pensamientos. Llegó a pensar que pensar le traía mala suerte. Lentamente pudo armar en su mente la frase que acababa de escuchar. La escuchó muy claramente, a pesar del caos, pero había algo que no entendía. Que no creía. Que jamás se imaginó que escucharía. No comprendía cómo esas palabras podían estar en la misma frase. No, no podían encajar, no tenía sentido, no era real. Sin embargo, algo dentro suyo sabía que era cierto. Cayó a sus rodillas, y repasó una vez más aquella frase, con la mirada perdida en el vacío; “La torreta de control ha sido destruida”.
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Elvia Gonzalez