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Publicado en Aug 15, 2017
Con una extensión de unas decenas de kilómetros, Borea era la ciudadela más grande de la flota, con una capacidad militar acorde a su tamaño. Desde su centro surgía la torreta de control, una compleja red de pasillos, salones, escaleras y ascensores, de gran importancia estratégica. Solía viajar, además, con varios cruceros a su alrededor, y ocasionalmente algunas naves menores. Muchos de esos cruceros eran naves más bien antiguas, pero insignes e históricas, siendo más valiosas moral que militarmente.
En una de esas pocas, frágiles, visibles naves menores, se encontraba la familia de Laurean, quien por supuesto no confiaba en esos anticuados cruceros para defenderla, pero si tenía una fe ciega en la ciudadela y su capacidad defensiva. Hasta ahora. En el refugio aún reinaba el caos. Órdenes a viva voz iban y venían, contradiciéndose entre sí. Para Laurean era todo lo mismo, una sucesión de explosiones mecánicas, químicas, vocales. Lenta y dolorosamente procesó la idea de que todo estaba perdido. Todo por lo que había trabajado toda su vida, todo lo conversado el día anterior, el futuro ya pactado, su nueva vida… A lo primero que atinó, luego de lo que pareció una eternidad en el infierno, fue a pensar en su familia. Si la torreta de control había sido destruida, no podía ni imaginarse qué pasaría con una tan pequeña como la de ellos. Sin pensarlo –ya había perdido mucho tiempo en ello-, salió del refugio y se dirigió a la ventana más cercana, una difícil tarea por la ubicación estratégicamente rebuscada en la que se encontraba. Muchos ascensores se encontraban incapacitados, y mientras subía por intrincadas escaleras y se acercaba a las plantas superiores, se hacían más frecuentes los heridos y muertos. La escena era salvaje, y en cada cuerpo veía los rostros de su familia y la forma en que sus vidas podrían haber terminado. Mientras más subía, su espanto crecía, y la situación se volvía cada vez más horrorosa; incendios casi en cada puerta, gritos de dolor que llegaban desde cerca, llamados estériles del altavoz, y estructuras derritiéndose lentamente. Cuando al fin encontró una ventana, se percató de que estaba a sólo un par de niveles de donde estuvo alguna vez la torre, y volvió a recordar al capitán, y su promesa. Aquel capitán era perfecto: Ojos grises como su cabello, masculinamente felinos. Pómulos pronunciados. Rigurosamente afeitado, acorde a su cargo. Y unos labios finos pero precisos. Preciosos… Una gran contextura, de hombros anchos y sólidos, un torso esculpido por años de servicio militar estricto e ininterrumpido. Unas piernas de acero a prueba de sables y balas. Y una entrepierna… muy bien equipada. Sin duda, era el más importante de toda la flota. Un capitán digno de su nave. Un dolor agudo, ardiente, en su pierna, la sacó de sus fantasías; una pequeña llamarada estaba quemando pacientemente su uniforme de descanso. Con rabia y vergüenza, sofocó a golpes el fuego, sin entender cómo su mente se perdía en esos pensamientos, en aquel caótico momento. Quizá el dolor era tanto, que su mente encontró en sus recuerdos una forma de evadirlo. Miró hacia la ventana y recordó su objetivo. Olvidó lo anterior y se concentró en buscar con su mirada, la pequeña nave familiar. El caos al interior de la ciudadela no se comparaba con el exterior. Explosiones por doquier y fuego cruzado le dificultaban la tarea. Luego de lo que sintió como horas, y mientras lágrimas de desesperación caían por sus mejillas, logró ver un pequeño destello plateado, y por instinto supo que encontró lo que buscaba. Al tiempo limpió sus lágrimas, vio su reflejo en la ventana, y se indignó consigo misma. No era momento de llorar, o pensar en capitanes. Algo más podía hacer. Algo más debía hacer. Sin importar cómo, tenía que componerse; no todo estaba perdido.
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