En la escuela de arte, la sala estaba dispuesta para la sesión de clases de pintura. Yo, en un rincón, atento a todo cuanto acontecía y medio oculto tras tanto caballete que portaban bastidores cubiertos de imprimante; todos ellos en blanco. Cada quién, de los que estábamos allí, ocupando un estratégico lugar. La modelo contratada para la ocasión, había hecho su entrada de manera sigilosa, algo cabizbaja y en actitud profesional comenzó con premura a despojarse de sus vestimentas, las que fue colocando cuidadosamente sobre el respaldo de una silla. Era muy hermosa. Un rostro de rasgos suaves y de preciosos ojos verdes. Habíase sacado sutil la blusa y quedaron al desnudo sus bien formados, blancos y diminutos pechos seductores que exhibían retadores unos preciosos y erguidos pezones de color marrón. Emoción me causó su prolija y a la vez cautivante manera de despojarse de sus prendas, como si ello fuese un rito previo destinado a entibiar la escena que presentaría a continuación. Soltó en un perfecto ademán el botón del pantalón y bajó con lentitud la cremallera. Con ambas manos los hizo deslizar por sus piernas hasta el suelo y con un ágil movimiento sacó de ellos sus pies ya descalzos, quedando en posición contoneada, como si internamente se estuviera acariciando; y se exhibió con tan solo sus pequeños y finos calzones de encaje de color magenta, los que luego de un calculado momento los arrastró con sensual movimiento por sus atractivos y preciosos muslos hasta la altura de las rodillas. Terminó por despojarse totalmente de ellos con un ágil movimientos que los lanzó a cierta distancia. Completamente desnuda se subió sobre una gran tarima blanca en la cual colgaba casual un paño de satín de un rojo intenso y por unos instantes de excitación, buscó la mejor y más expresiva posición. Secretamente recorrí buscando la mirada de todo el resto y comprobé, que igual que yo, habían quedado embelesados, tras lo cual cada quién tomó sus paletas y pinceles y se dieron a la tarea de plasmar de la mejor manera en sus telas aquel delicioso cuerpo de aquella dulce muchacha de ojos verdes. Yo, por mi parte, empuñé con mis manos sudorosas el mango de la escoba y me dispuse a continuar con el aseo de la sala, ya que era yo el aseador.
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