Constanza y yo.
Publicado en Aug 28, 2017
Cuando vi dibujarse allá en la distancia su figura, debo confesar que el corazón me dio un vuelco inesperado. Es cierto que estaba parado allí esperándole a ella, anclado al piso de aquel largo pasadizo adoquinado y colmado de pilares de madera que bordeaba casi todo el entorno de la inmensa casona. En ese momento y en ese lugar estaba sólo, ansioso, con la mente revoloteada con la idea de cuál sería el instante en el que ella aparecería, mientras cruzaba también por mis vertiginosos pensamientos la verdadera sensación que me invadiría al verla.
Sin embargo, la emoción que me causó el tan esperado momento, me sorprendió de todas maneras, con un íntimo estertor y hasta el punto de escuchar con mis propios oídos cómo se me llegó a desgarrar un sordo gemido desde lo más hondo de mi alma. Estaba yo esperando sobre aquel empedrado como una estatua de piedra, con mis manos fuertemente hundidas en el fondo de mis bolsillos, en actitud desafiante, con ambas piernas bien separadas y la vista muy fija en mi objetivo, aparentando cobardemente mostrarme que estaba campante, porque – en verdad – por dentro temblaba como un niño . Y ella caminaba con un paso que se me antojaba eterno, como un fluir indeterminado del cual yo no tenía la capacidad suficiente para definir si flotaba entre las nubes de mi imaginación, o ella determinaba intencionalmente sus pasos con resolución, para desconcertarme. No obstante, la realidad era que su dulce figura avanzaba en la nitidez de la magia, paso a paso y con certeza, hacia mí. Pero de algo si estaba absolutamente seguro: los sonidos de la brisa entre los árboles, el bullicio de mis parientes, el transcurso del tiempo y el universo entero, se habían detenido de manera total para dar lugar tan solo a ese instante cuando yo la veía venir con su rostro angelical de siempre, su figura jovial, sus cabellos agitándose en torno a su luminosidad y esa sonrisa que en la suavidad de sus labios traían mi nombre. Bastaron tan solo un par de segundos para que se ilustrara en mi mente todo aquel indolente y estúpido pasado que se había hecho cargo de mantenernos alejados por trece complejos años en los que las caprichosas circunstancias de la vida habían construido dos sendas paralelas que no habían permitido, ni por un mísero instante siquiera, que nuestros destinos lograran cruzarse en algún mínimo punto de todo ese largo trayecto. Brevemente, la historia fue así: Era yo tres años mayor que ella y crecimos en el seno de la gran familia, de aquellas férreamente aclanadas, con viejas raíces y añejos conceptos; de las que viven en sus propios villorrios, todos muy cerca los unos de los otros, con un jerarca que define y delimita las opciones dispuestas para el resto de todos los integrantes. En aquel entonces el poder lo ejercía la abuela Gertrudis, pero le secundaba el tío Mario, quien al poco de pasar el tiempo, con edad y argucias, se apoderó del mando. Constanza era la hija menor del tío Mario, y yo el único hijo de su hermana. Es decir, para no confundir a nadie, Constanza y yo éramos primos- hermanos, que transitamos de modo práctico toda la infancia y buena parte de la adolescencia juntos, en un mundo que solo nos regaló aventuras, colores, fragancias, sabores, risas y alegrías. Y el hecho de correr por los prados, o sobre la arena húmeda, tomados de la mano, nos hacía sentir de modo pleno y mutuo gratas tibiezas y amparos… Hasta que un día – porque el destino así lo quiso – nuestros labios tiernamente se rosaron de manera obligada; y comprendimos que entre ella y yo había un dominio mayor que la aventura de nada más compartir nuestras existencias: Había en el interior torrente de nuestras venas una comunión de sentimientos que nos ligaba de forma poderosa, que nos hacía dependientes el uno del otro, que la química del aire que respirábamos nos era exclusiva, que el mirarnos a los ojos nos apuraba el latido de nuestros corazones. Lo asumimos con dicha, perseverancia y compromiso… En ese orden. Pero hay amores verdaderos que rasgan grietas en la tierra, por donde asoma el infierno completo con su furia y todas sus armas bien montadas y un filo lo suficientemente agudo para dividir el universo entero y dejar de manera premeditada a cada amante en dos mundos separados. Con exactitud los detalles de aquellos trece años son, a la postre, irrelevantes, pues transcribir dolores y angustias causan pena a la misma pena; sin embargo, no se puede soslayar tampoco, que el pasar del tiempo adhiere en la existencia partículas de la costumbre y de la rutina y en la marcha implacable de los años, yo, en la lejanía, en el extremo opuesto del mundo, recompuse los vacios provocados y me levanté desde mis propias cenizas: Construí un pequeño imperio a fuerza de ingenio. Hice un remedo de familia para alivianar la soledad y me tracé un punto muy definido allá en el horizonte, allí donde todos los días veía ocultarse el sol, pero al que un día con mi vuelo vigoroso le seguiría hasta saber dónde se quedaba él, mientras yo añoraba su luz. Ese día llegó. La abuela Gertrudis cumplía aquel día sus años 90 y el tío Mario, amparado en su fuerza económica aun latente, se dio a la tarea de reunir hasta el más lejano de cada pariente que viviera en el planeta, e invirtió parte importante de su capital para efectuar un festejo memorable en los dominios de su formidable y amplia casona. Luego de cruzar el Atlántico y pisar después de tanto mi nativa tierra, abrazar a aquellos a quienes durante mucho odié, pero que de tanto pasar también les perdoné, llegué hasta ellos para mostrarles lo que en mi ausencia había orgullosamente conseguido: Modelé a mi manera un cosmos a mi medida; tenía un pequeño hijo con una elegante esposa que amaba por encima de muchas cosas el lujo y, para afianzar el funcionamiento de mi especial perfil, unas cuantas cuentas bien abultadas en un par de bancos españoles… Cumplía entonces la misma edad de Jesús: Treinta y tres años bajo el portal del Edén, y estaba parado en el corredor empedrado en el centro de un instante mágico, desafiante, pero al mismo tiempo tembloroso, esperando verla luego de horas de espera. Hasta cuando aparece en ese escenario de nubes… Y ahí estaba ella por fin, con sus ojitos llorosos, en frente mío, sonriéndome nerviosa, con su respirar entrecortado, con el delator rubor en sus tiernas mejillas y extendiéndome intrépidamente todo lo ancho de sus brazos para que yo la atrapase con los míos y nos fundiéramos final y definitivamente por todo ese tiempo perdido… Nos apretamos hasta causarnos dolor, por un dantesco momento interminable y llamándonos por nuestros nombres hasta cansarnos; aspirándonos nuestros aromas hasta quedar extasiados, escuchándonos de modo virtual los latidos del corazón el uno del otro… Y anhelando que ese instante fuera eterno. Pero al fin, cuando la vida nos exigió un respiro, me atreví a dejar que escapara una frase coherente: -¿Cómo estás? -¡Bien..! - exclamó entre dicha y nervios - Ahora bien; porque estás aquí junto a mí. ¿Y tú? -Temiendo que sea solo un sueño. -¡No, por favor! Ni lo menciones… Déjame tocarte para saber que es realidad. - Pero si es un sueño no dejaré que nada ni nadie nos despierte de él, “Coni”. Vengo dispuesto a pintar mi rostro con las pinturas de la guerra; vengo con los estandartes cocidos en las vestiduras y dispuesto a derribar a quién se me cruce por delante. Tomé delicadamente su pequeño y trémulo mentón, y mientras miraba ávidamente el carmesí de sus labios, emití una frase quebrada, que parecía implorante pero que nacía desde mi más pura intimidad: -No ha existido ningún instante en mi vida, Constanza, en que te haya dejado de amar… Bajó lentamente los párpados y sentí cómo se aproximaba el aire de sus labios hasta rosar su boca en la mía mientras un murmullo decía: -Tampoco yo… El infierno abriría nuevamente sus grietas y derramaría por ellas el fragor de sus tropas, pero esta vez Constanza y yo caminaríamos por sobre las nubes tomados de la mano para no separarnos jamás. ________ Los cadáveres que quedarán en el camino, el destino tendrá que hacerse cargo, tal como se hizo cargo con nosotros. JCRC.
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