Un número telefónico de seis dígitos
Publicado en Aug 29, 2017
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Por Roberto Gutiérrez Alcalá
 
Debajo de mi escritorio, arrinconada, descansaba una caja de cartón en la que yo había guardado, hacía muchos años, toda clase de objetos: antiguas fotografías familiares en blanco y negro; álbumes de estampitas; cartas, tarjetas postales y telegramas que alguna vez recibí con emoción; recortes de revistas y periódicos; monedas de otros países; programas de conciertos; papelitos con direcciones o nombres garabateados de prisa; relojes de pulsera descompuestos o con la carátula rota; plumas fuente, llaveros, anillos... Ya ni me acordaba de ella. Sin embargo, esa mañana, al entrar en mi estudio para leer, no sé por qué atrajo mi atención. Así pues, resolví posponer mi sesión de lectura y me dediqué a desempolvarla, abrirla y revisar su contenido.
Metí la mano y lo primero que saqué fue un estuchito con una medalla de la Virgen María chapeada en oro y en cuyo reverso estaba grabado cierto nombre amado... Seguí hurgando en el fondo y encontré un yoyo Duncan rojo, un par de imanes enormes y una cola de conejo blanca.
Aquello era divertido.
Extraje un manojo de sobres atado con una liga. Comencé a revisarlos, uno por uno. Había cartas de aquélla del nombre amado, precisamente; de mis padres, de mis abuelos, de la tía Rita, de amigos que ya no veía.
 Abandonado entre esos sobres había un trozo de servilleta con un número telefónico, pero de tan sólo seis dígitos, no como los de ahora, de ocho. De inmediato recordé que se trataba del que habíamos tenido en la casa donde viví con mis padres cuando era niño. Alguien -¿yo, acaso?- lo había escrito ahí, con tinta verde, para no olvidarlo. Tuve una idea pueril: lo marcaría para “avisar” que estaría jugando un rato más en casa de Martín, como lo había hecho innumerables veces en mi ya remota infancia. Me levanté, fui a la recámara, descolgué el auricular del teléfono y lo hice, de buen humor. Sorpresivamente escuché el típico sonido de la llamada que está a punto de ser contestada.
-¿Bueno? –dijo, al cabo de un instante, una voz que en otras circunstancias habría identificado sin ningún problema como la de mi madre.
No supe qué decir:
-...
-¿Bueno? ¿Bueno? -repitió la voz.
Al fin me decidí a hablar:
-Hola.
-¡Hola, hijo!
-¿Mamá?
-Sí, hijo. Soy yo, tu madre.
No lo podía creer. Atónito y un tanto mareado por la impresión, me senté en la cama sin soltar el auricular. Carraspeé y dije:
-¿A dónde estoy hablando?
-A tu casa, amor. ¿A dónde más sería?
-¿A la casa marcada con el número 483 de la calle Yácatas, en la colonia Narvarte de la ciudad de México?
-¡Ay, hijo! ¡Qué bromista me saliste!
-¡Contéstame! –exclamé.
Del otro lado de la línea se hizo un silencio rotundo. Luego oí que la voz aquella decía seriamente:
-Sí, a la misma.
Jalé aire por la boca.
-¿Qué estás haciendo? –dije.
-La comida. ¿A que no adivinas qué preparé?
-No, ¿qué?
-Jugo de carne y chuletas ahumadas con puré de manzana.
Mi comida favorita. Era inaudito lo que estaba sucediendo... Un ruido parecido al que hace el papel celofán cuando es estrujado invadió la línea.
-¿Bueno? ¿Bueno?
-¡Casi no te oigo, hijo!
-¡Buenooo!
-¡Holaaa!
Así como se había perdido, de repente, la claridad de la comunicación se restableció.
-¿Ya me oyes bien?
-Sí -dijo la voz, y añadió-: ¿A qué hora llegas?
Ignoré lo que me preguntaba e inquirí:
-¿Papá se encuentra contigo?
-Sí, acaba de llegar del trabajo.
-¿Está vivo?
-¡Ja ja ja! ¡Más vivo que nunca!
Tragué saliva antes de hacer la siguiente pregunta:
-¿Puedo hablar con él?
-¡Por supuesto, hijo! Te lo paso...
La voz con la que había estado hablando gritó: “¡Roberto, Roberto, te llama Beto!” Un segundo después, una voz idéntica a la de mi padre respondió en la lejanía: “¡Voy! ¡Ya voy!”
A pesar del tiempo transcurrido desde entonces, yo aún tenía muy presente la noticia de su repentina muerte, el tumultuoso velorio, el entierro al pie de una montaña árida, bajo una lluvia fina, en el norte del país.
Mi cuerpo se tensó y los latidos de mi corazón se intensificaron tanto que empezó a dolerme el pecho. Apreté con fuerza el auricular contra mi oreja, y esperé. Un tosido que yo conocía muy bien se filtró a través de aquél y, luego, con absoluta nitidez, la voz idéntica a la de mi padre dijo:
-Qué tal, Beto.
Una mezcla de alegría infinita y horror me atenazó la garganta. Intenté hablar, pronunciar alguna palabra, cualquiera. Todo fue inútil. Había enmudecido.
Con la mano temblorosa colgué el auricular.
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Foto del autor Roberto Gutiérrez Alcalá
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Descripción

Palabras Clave: caja de cartón fotografías teléfono Virgen María padre noticia muerte corazón

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción



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