Urgencias
Publicado en Sep 01, 2017
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
Los aullidos de la sirena de aquella ambulancia rasgaban el aire como si fueran los lamentos de un ave prehistórica en agonía. El conductor dio un volantazo para esquivar el auto que tenía delante y que no se decidía a ir a la derecha o a la izquierda, y aceleró; sin embargo, pronto debió frenar otra vez. A esa hora de la tarde, el tráfico en la ciudad –y especialmente en esa avenida- era apocalíptico. El conductor alargó el cuello para mirar más allá de unos arbustos marchitos y, resuelto, pisó hasta el fondo el pedal del acelerador. La ambulancia cruzó el camellón entre tumbos y se incorporó al carril opuesto, que en ese momento estaba menos congestionado. Una camioneta que circulaba por ese carril frenó en seco al verla venir de frente, por lo cual el auto que la seguía a escasos metros se estrelló aparatosamente contra su defensa trasera. La ambulancia pasó a un lado, ululando sin piedad. El conductor sintió cierto remordimiento por haber ocasionado aquel choque con su más que audaz maniobra, aunque casi de inmediato se sobrepuso. Con el puño de una mano se quitó las gotas de sudor que le resbalaban por el rostro tenso y de nuevo se concentró en su único objetivo: llegar lo antes posible al hospital. La ambulancia avanzó en sentido contrario, mientras los vehículos con que se topaba disminuían su velocidad y se orillaban para no interrumpir su desaforado recorrido. En el cruce con otra avenida, la situación volvió a ponerse fea. El conductor, entonces, enfiló la ambulancia en dirección al punto por el que algunos autos y camiones iban pasando como en cuentagotas, de uno en uno, y con el poder que le confería la aulladora sirena y la cruz roja pintada en los costados y el cofre logró meterse en ese embudo vial y salir airoso de él. Los minutos transcurrían y aún se encontraba lejos del hospital. Si no se apuraba, el desenlace podía ser fatídico. El conductor no lo ignoraba. Desesperado, tomó un atajo. Dos transeúntes que se disponían a cruzar la calle por donde la ambulancia transitaba ahora tuvieron que saltar hacia atrás para no ser arrollados por ella. En la esquina, el conductor giró a la derecha y aceleró, aceleró, aceleró... Al cabo de un rato divisó, a lo lejos, el edificio principal del hospital. Apretó los dientes y también, con las manos, el volante. “Ya mero, ya mero”, repetía con angustia. Los autos de adelante se abrían a derecha e izquierda, como un abanico metálico, para dejarlo pasar. Todavía estuvo a centímetros de golpear un camión de pasajeros, pero su pericia lo salvó. La ambulancia subió una pequeña rampa y con un rechinido de llantas se detuvo junto a la puerta de Urgencias. Y urgente, apremiante, perentoriamente, el conductor abrió la portezuela, bajó del vehículo y a trompicones, como quien va en pos de algo muy valioso que se escapa, corrió rumbo al escusado más cercano para vaciar el vientre.
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