Había tenido otra de esas noches, de ésas donde el vacío, la tristeza y el dolor se apoderaban de su cansado y roto corazón. No recordaba mucho, pero hoy era otro día, y la rabia de la noche anterior se había desvanecido completamente. Es más, extrañamente tenía más ánimo que de costumbre para comenzar este nuevo día.   
Se levantó muy apurada, no había escuchado el despertador y no tenía tiempo ni siquiera para comer algo. Agradeció haberse duchado la noche anterior, antes de que algo que ya no recordaba, la llevara de vuelta a ese oscuro lugar en su mente del cual intentaba escapar desde hace ya tanto tiempo.
Se vistió rápidamente, tomó su cartera y una manzana, la cual comería en el camino y le serviría de desayuno.
Cerró la puerta detrás de ella, sintió el frío de la mañana a su alrededor y le pareció agradable, el sol recién empezaba a ocupar su espacio en el cielo, y reconoció que el día se tornaría brillante. Y con una sonrisa genuina en los labios, comenzó su larga caminata al trabajo.  
Trabajaba en un negocio de esquina. Era bastante aburrido y monótono, pero se propuso que este día haría las cosas diferentes, quizás incluso escucharía a la vieja que iba a comprar pan a eso de las 7 de la tarde todos los días, y que se dedicaba a contarle todos los chismes del barrio, que a ella no le importaban.
Lamentablemente, cuando llegó a su trabajo y no vio el auto de su jefe estacionado afuera, recordó que había dejado las llaves del negocio sobre la mesa. - ¡Que rabia!- Pensó, pero no se hizo mayor problema. El día estaba agradable como para seguir caminando y, si su jefe no estaba, nadie la molestaría por llegar unos minutos tarde.
Regresando sobre sus pasos, saludó al guardia del recinto, que ya hacía su primera ronda entre las grandes casas, pero  éste pareció no verla, o simplemente la ignoró. Esto le extrañó bastante, ya que el guardia si bien no se destacaba ni por su valentía ni por ser bueno en su trabajo, se había mantenido en él solo gracias a su amabilidad y al cariño de la gente que ahí vivía.
Llegó a su casa nuevamente. Tocó la puerta varias veces, pero nadie respondió a su llamado. -No puedo creer que sigan durmiendo, ya es bastante tarde.- Pensó divertida. Pero no le quedó más remedio que buscar entre todas las cosas dentro de su cartera la pequeña llavecita de la puerta.
Cuando finalmente logró entrar, fue a la habitación de sus padres, ya que, a pesar de sus veinte y tantos años, el trabajo en el negocio aún no le daba el dinero suficiente para poder comprar su propio espacio.
Grande fue su sorpresa cuando entró al cuarto, supo enseguida que algo andaba mal. La habitación estaba de cabeza; ropa por todos lados, cajones en el piso, pero ni rastro de sus padres. La preocupación la invadió, ¿habrían entrado a robar mientras ella no estaba? No, claro que no. No faltaba nada a simple vista, pero sus padres tampoco le habían avisado que saldrían a algún lugar y que el ajetreo pudiese significar que ellos salieran apurados.
Se dirigió al baño. Aprovecharía de lavarse la cara, calmarse y pensar que podría estar sucediendo, pero al abrir la puerta, un olor extraño la chocó. Y la imagen que vio a continuación fue aún más estremecedora; el piso, la bañera, el lavabo, el espejo, todo manchado de sangre.
Comenzó a sonar el teléfono, pero ella no reaccionó. Recordó por última vez la noche anterior. Recordó su rabia, la desesperación, la tristeza, su propio llanto. Recordó el cuchillo y, también, el dolor de tenerlo enterrado en su pecho.
Mientras recordaba y se desvanecía para siempre, el teléfono emitió un mensaje con la voz de Sofía:  Papà... no llevas tu teléfono, si aún estás en casa, quiero decirte que lamentamos mucho la noticia y que puedes contar con nosotros siempre. No entendemos bien qué fue lo que pasó, pero vamos al hospital ahora, llámame... Lo siento mucho.