Oscuridad y alabastro
Publicado en Sep 28, 2017
Cuando llegó a la sala regional yo tenía varios años de estar aquí. Para situarlo a la entrada me movieron un poco, finalmente me ubicaron bajo el cubo de luz y junto a una enredadera que a veces me hace cosquillas en la nariz. Debo admitir que desde el primer momento me impresionó por encima de todas las piezas de este ecléctico lugar, su estatura alcanza el metro ochenta, tal vez un poco más por el pedestal. Lleva puesto el uniforme característico del ejército español conquistador perteneciente a la caballería, los soldados de élite, su armadura impresiona y bajo el yelmo de acero asoman un par de ojos sarracenos bellísimos.
Mi cuerpo está hecho de mármol de Carrara, como el David de Miguel Ángel, un material que proviene de las canteras de los Alpes Apuanos en Carrara, Italia. Si estás pensando que me esculpió Miguel Ángel, olvídalo, ya quisiera yo, nadie sabe quién le dio vida a mis formas pues mi ficha descriptiva solo dice: “Mujer con estrellas en el pelo, bajo el manto de la luna” Autor desconocido, siglo XVIII. Aunque este lugar se llena de gente los domingos por la entrada gratuita, yo disfruto más la soledad de los otros días, cuando solo aparecen dos o tres visitantes y se detienen a un diálogo conmigo, también con los otros, aquí hay mucho que ver y tanto que admirar; son casi 300 años de arte acumulado nada más en esta sala. ¡Cuánta humanidad nos ha pasado encima! Acércate un poco porque no quiero que esto lo escuche el soldado español, si te fijas (no voltees) tiene los ojos más hermosos y expresivos que haya visto, es como si dos ópalos negros vivieran allí. Pero sucede algo curioso, a algunos visitantes les impone tanto su figura y pasan de largo o nerviosos porque su apariencia es hiperrealista. Si miras más de cerca notarás la herencia mora y aunque aquí la mayoría lo juzga de temperamento hierático, yo puedo asegurarte que es totalmente pasional. Parece muy obvio ¿No? El contraste entre nosotros, pero a estas alturas hemos dejado muy atrás la condición de objetos inanimados, de hecho no lo hemos sido nunca, nadie debería confundir piezas de museo con objetos sin alma. No es que cobremos vida cuando las luces se apagan como si fuera un cliché hollywoodense, es que siempre estamos vivos y la memoria de nuestro tiempo latente en el interior de cada uno. Tampoco hay objetos más o menos interesantes solo que algunos te podrán contar mejor sus historias. En más de una ocasión he intentado acercarme y socializar con el soldado español de caballería, pero al decirle hola solo agacha ligeramente la cabeza mientras se toca el casco y esboza un mohín que yo interpreto como una sonrisa. No te engañe el silencio de esta sala ni tampoco creas que somos solemnes, hay muchos malhablados y libidinosos como aquel viejo de la pintura sombría que representa a un notable del siglo XVI, enviado acá para explotar y esquilmar a los nativos además de formar parte de aquella depravación llamada la Santa Inquisición, ¿Notas cómo rima? Detesto como me mira, sus modales acartonados y su olor de embutido añejo. Ni siquiera esas ropas magníficas pueden disimular la deformidad de su alma. Por suerte aquella gran noche, la noche de luna azul, él no estuvo aquí sino en el taller de restauración. Voy a hablarte de esa noche, hasta ahora la única. La primera vez siempre tiene un efecto fascinante. Si pudiera pedir un deseo sería quedarme sin memoria cuando vivo algo inusitado y volver a vivirlo indefinidamente, aunque con los recuerdos de ese momento hago maravillas en mi imaginación, esas vivencias son gotas esenciales de felicidad. Ese día el guardia de la sala dijo que habría luna azul, que es la sucesión de dos lunas llenas en el mismo mes, algo que ocurre cada tres años. Como puedes darte cuenta estoy situada bajo un cubo de luz que la refleja de lleno sobre mi cuerpo y solo por ese hecho parece que soy especial en esta sala, pero no lo soy. Lo que sí es que soy diferente y no me comporto como se esperaría de una escultura fabricada para el capricho de un noble y que representa el esplendor del barroco del siglo XVIII. Así fue como al sentir sobre mi espalda la luz desbordándose se me ocurrió quitarme el blusón y dejar al descubierto el magnífico corpiño que llevo debajo, los pechos asomaron turgentes (no es el corsé, así los tengo). No buscaba llamar la atención del soldado español, pero lo hice. En un instante mis ojos se entrecruzaron con los suyos y sentí que un incendio me sofocaba. No pude sostenerle mucho tiempo la vista, un parpadeo sirvió para ocultar mi turbación. Después volví a mi rigidez habitual, sin embargo ya no podía estar quieta y de cuando en cuando miraba de reojo para ver lo que hacía el español, no necesitaba hacer nada, su mirada era suficiente para provocar una fiesta en mi imaginación. Eché de menos al noble petimetre que me mando esculpir, no es que fuera nada extraordinario es que sabía decir cosas lindas y en ese momento cuánta falta me hacía un cumplido para que mi imaginación divagara por un camino diferente. ¿Nunca te ha pasado que a veces una sola palabra puede endulzarte un día completo, una vida entera, una eternidad? Conforme la luna avanzaba el recinto se llenó de un brillo esplendoroso, parecía una atmósfera irreal, como el efecto que le llaman virado a cian, conozco ese término porque la semana pasada hubo un taller de cine en el museo. Algo se apoderó de mi voluntad, era como si levitara y ese impulso incomprensible me llevó hasta él. Tal vez dormía o solo aparentaba porque no respondió al toque suave de mi mano sobre su casco, quería quitarle el yelmo y ver por primera vez todo el contorno de su rostro, sus cejas espesas, los labios pulposos, el mentón afilado. Al no obtener respuesta me quedé quieta observando por unos minutos su perfil flemático, sin embargo un pulso intenso se escuchó como la reverberación de un trueno, era su corazón. No quise insistir porque en todos estos años de pasividad he aprendido a respetar los silencios de los otros, me di la vuelta para volver a mi podio, la luna parecía seguirme todo el tiempo, repentinamente sentí sobre mi brazo una presión suave, pero contundente, un “no te vayas” tácito que me mantuvo paralizada por unos segundos. Cuando giré, el soldado de caballería se había quitado el casco y el yelmo, hasta ese momento supe que tenía el cabello ligeramente ondulado, pero eso no fue tan trascendental como sus ojos, te preguntarás por qué hablo tanto de ellos, solo puedo decirte que al mirarlos es como estar frente al espejo del tiempo, que me dan una milenaria y convulsa paz, que en su reflejo me encuentro conmigo misma en una versión mejor, que al cruzarme con ellos es como si el vacío me arrastrara para luego ver la primera luz del amanecer. Tras el contacto iba a decir algo, pero me alegro de no haberlo hecho ¿Qué se puede decir en esas circunstancias? Cualquier palabra mal elegida arruinaría el momento, preferí que mi cuerpo hablara por mí, hay un punto en las relaciones humanas en que las palabras se agotan para describir las emociones. El beso fue de menos a más, ¡Bendito lenguaje del cuerpo que no necesita manuales! Sentí cómo sus labios expresaban sobre los míos un discurso apasionado, cargado de una tristeza subterránea, porque el placer también se moja con gotas de sufrimiento, esa mezcla de sobresaltos al sentirte tan vivo y al mismo tiempo pensar que puedes morir. Experimenté todo un arcoíris sensorial, pero por un momento la vergüenza de creer que todos nos miraban me cohibió, nadie nos veía, el efecto de la luna azul abrió un arco temporal para que pudiéramos disfrutarnos sin testigos. Él no dejaba de besarme, me prodigaba caricias ávidas de deseo que hicieron estallar algo entre mis piernas, sentí los pechos palpitantes, trémulos de su contacto, ganas de cubrir mi desnudez con la suya. No sé si la música que escuchaba en el fondo de la habitación era real, sonaba extraordinaria, misteriosa, una profusión de resonancias vitales; gaitas, violines, guitarras, tambores, laúdes, cornos, oboes y sobrepuestas voces portentosas que me hicieron pensar en el Apocalipsis. El amplio pedestal sobre el que se exhibía al soldado español nos sirvió de tálamo, para ese momento él se había despojado de la armadura y casi toda la ropa, únicamente llevaba puesta una camisola de algodón que dejaba al descubierto gran parte de su torso, a mí lo único que me quedaba encima eran las estrellas que ornamentaban mi peinado. Fue catártico el contacto de nuestros cuerpos, me sentía aturdida, emocionada, excitada, conmovida. Todas las pasiones que emanan del intercambio carnal. Entonces mi cuerpo fue depósito del suyo o viceversa, con las puntas de mis dedos delineé su espalda, le hice tatuajes invisibles y conocimos la dulce oscuridad de estar a solas, de abandonarnos al acto más egoísta y disfrutable del ser humano, el sexo hedonista que no está hecho para procrear tampoco para amar no en el sentido literal de la palabra sino en una tonalidad más oscura, hay una cierta forma de cariño que no es absoluta ni tajante no es posesiva y al mismo tiempo lo quiere todo. Por eso no escatimé en caricias ni en ocurrencias porque cuando se trata de pasarla bien no hay segundas oportunidades. Así, el amanecer nos encontró con pocas palabras expuestas y mucha locura intercambiada, sin promesas ni lazos solo la más honesta virtud del sexo satisfactorio y bien logrado, del clímax alcanzado a través de la carne para llegar al alma. La complicidad que estableces con alguien que te ha hecho ir y venir en el sentido más vulgar y sublime de esta expresión es algo que llevas para toda la vida, no importa qué tan alejado te encuentres de esa persona incluso al margen de que pueda olvidarte. Por ahora seguimos muy cerca, uno enfrente del otro, nada ha cambiado en el exterior, pero por dentro ambos lo hemos hecho, él me mira con energía y soy capaz de hacer lo mismo (sin dejar de sonrojarme). Cuando los demás están en mantenimiento me acerco furtivamente, levanto el yelmo y lo beso con más ardor que práctica, mi lengua tiene urgencia de su saliva y su frenesí me comunica que el deseo de comernos es mutuo. Tal vez pronto coincidamos en el taller de restauración, ojalá solo seamos nosotros, sino, quizá la próxima luna azul nos favorezca. No podemos establecer un vínculo convencional, pero ¿Quién necesita eso cuando has conocido el éxtasis de la carne, el ardor primario que da sentido a la vida? Los títulos son para los nobles y para nosotros el cielo.
Página 1 / 1
|
José Orero De Julián
José Orero De Julián
Laura Vegocco